Texturas de haikús





5, 11, 2019




   Un puente intenso, el de Todos los Santos de 2019

  Se llenaron las confiterías de buñuelos, huesos de santos,  y el cementerio de crisantemos, aunque otras flores más de aluvión e insignificantes cada año ganan más espacio en las lápidas de las sepulturas. Las sepulturas  son aliadas de la pervivencia de la memoria, de los que que tanto quisimos y  recordamos. Algunas albergan  a personajes que fueron relevantes, pero el descuido las ha ensombrecido;  otras,  quizás  por el azar, no sé si debido al  desengaño de los herederos hacia nuestra tierra,  rinden cada  vez más sus lápidas labradas a la tierra.  Antes, hasta a la hora de la muerte, se diferenciaba la clase social. Y aquellos, muy pocos, que renunciaban al rito católico, en vez de ser sepultados hacia el oriente, colocaban la cabecera de su caja mortuoria en dirección a poniente. Tal es el caso de los hermanos Núñez Nadal, Leoncio (el propietario primero de la casa de los Panero) y Primo (ilustre farmacéutico); o de los Ochoa, con la figura destacada de Esteban, alcalde de la ciudad, diputado y gobernador.


   La tarde del sábado varios pueblos trajeron sus pendones, santo y seña de identidad, para colocarlos como un baldón reivindicativo en pro de la sanidad, en la fachada barroca del ayuntamiento. Hombres y mujeres curtidos, con la tez surcada por la huella de aquel ardiente sol en  la siega,  o por  los fríos,   reclamaban la pervivencia de los consultorios médicos.  Llama la atención esta propaganda última hacia la España despoblada, como si no fuera fruto de una sangría de décadas y de desatención. Fue la novela “La España vacía. Viaje por un país que nunca fue”, la espoleta de una preocupación que, de momento, no ha pasado de las musas al teatro.

   Y si algo ha sido sorprendente es la afluencia de público en el Gullón, horas más tarde de la concentración en pro de la sanidad,  a la representación del Tenorio, drama romántico escrito por Zorrilla antes de que viajara a Londres con el fin de  cobrar cierto dinero y seguir  los pasos de Emilia Serrano, para despecho de su esposa Matilde O´Reilly. Como ya se ha remarcado,  en aquella capital participó en las tertulias de los exiliados liberales, que tenían lugar  en la  acreditada tienda del relojero, de Cabrera, José Rodríguez Losada (donante del reloj de la Puerta del Sol). No fue desatento Zorrilla con el ilustre relojero y  admirador, al que le dedicó memorables  versos.  “Don Juan Tenorio” es una pieza teatral propia de la festividad de Los Santos, y se representaba cada año en muchos pueblos, también en algunos de nuestro entorno. Amores sin más lógica que una frívola o sentida pasión, duelos sin más motivos que el honor mancillado , y sepulturas de los protagonistas en el cementerio, con otros ingredientes, han dejado el  poso de un personaje universal: el Don Juan.

   ¿Volverán, en el histórico teatro Gullón,  a recobrar la comedia, el drama y la tragedia, el esplendor perdido? Sí  parece que existe un público, adulto,  dispuesto a pagar entrada y asistir a las obras clásicas del teatro español.

  Muchos astorganos, tantos que se llenó el Velasco, esperamos al lunes para ver “Mientras dure la guerra”, de Abenámar. Una obra, que más allá de la peripecia contradictoria de Unamuno en Salamanca, relata hechos que se dieron, con la misma crueldad, en otras ciudades, como en la propia Astorga; entre ellos, urdidos en los despachos y con desentendimiento episcopal,  el asesinato de su alcalde, y de ilustres personalidades, de la educación, medicina, del trabajo…  No podía uno evitar el rememorar cómo la madre de Leopoldo Panero, Máxima, viajó a esa  Salamanca, en octubre del 36, con el propósito de reclamar la intercesión de Unamuno (infructuosa, al estar ya confinado) y de  Carmen Polo de Franco, para sacar a su hijo de la cárcel de San Marcos; o imaginar en el mes de octubre  al tuerto Millán Astray, después de las proclamas en la ciudad del Tormes,  en nuestra plaza Mayor, repleta de público, gritando e incitando a corear a grito pelado, hasta tres veces: ¡Viva la muerte!

  Buñuelos y huesos de santos, crisantemos, pendones en la Plaza, intrépidos amores, y la guerra, esa maldita guerra…: días intensos, en verdad han sido.

                                                                                             
Hay en las lápidas
crisantemos y amores
en el Gullón. 









6, octubre, 2019

Anatoli  y Andrej

   En la Plaza, este sol de las dos de la tarde es plenamente otoñal: tamizado por el velo de jirones de nubes  se convierte en nebulosa blanquecina por sus  bocacalles. Las terrazas del poniente están casi al completo, por lo acogedor, debajo de las sombrillas: no hay calor como el del sol, aunque lo filtre el más basto tejido. ¿Cuál es el pálpito de esta Plaza, en la mañana de este seis de octubre? En la cercana iglesia de San Bartolomé, cuyos arcos antiguos fueron abrigo para las reuniones  del concejo municipal, la Hermandad de la Santa Cena, con el ritual de costumbre, ha renovado su directiva, y su nuevo Hermano Mayor se muestra apasionado devoto del Jesús Cautivo, imagen que ha presidido el ceremonial. Está la Plaza y las calles adyacentes limpias; las noches de la ciudad no son lo que eran, pero las mañanas, por este espacio en el que ha resurgido el ágora  del antiguo foro romano, pasan o se sientan viajeros y, ante todo, peregrinos a Santiago, asiáticos y europeos; no faltan astorganos a los que gusta ir de chateo, o contemplar la abigarrada presencia de los forasteros.

    Al principio de la rúa Nueva, aquella calle con corredores que cubrían su calzada, hoy  de Pío Gullón, dos músicos de los que se dicen ambulantes interpretan canciones, con trompeta y guitarra, y acompañamiento enlatado. No cantan, pero de las composiciones melódicas que interpretan, sus letras son tan conocidas que despiertan en unos la nostalgia, en otros  las aventuras perdidas, a saber si en algunos  deseos no colmados, y hasta alguna mujer no puede evitar marcarse unos tímidos pasos, mientras camina.  Uno no se atreve a tanto pero es como si  en su interior  tatareara algunos  versos:  “Si tú me dices ven, lo dejo todo /…/, reír contigo ante cualquier dolor, / llorar contigo, llorar contigo, / será mi salvación”.   Se nota que a la gente de la Plaza le gustan sus canciones, pues no dejan de arrojar monedas en el estuche de la trompeta. Hablo con ellos, Anatoli, y Andrej, dicen que viven en Lugo, con sus familias  ya tanto rusas como españolas, y deambulan por las ciudades los fines de semana para sacar unas perrillas. "¿De dónde sois?",  de Stalingrado, dicen con orgullo, y no mencionan el nombre actual de esta capital, Volgogrado, porque saben que para nosotros esta ciudad con su antigua  denominación se desangró en la Segunda Guerra para derrotar a los nazis. “Somos muy parecidos”, me dicen, Rusia es hoy como la España del desarrollo, de los pasados sesenta.

    No los entretengo apenas, pues si hablan no tocan, y si no tocan, nadie arroja monedas. Les comento cómo el anterior alcalde Arsenio García, hace unos meses, invitó al embajador Yuri Korchagin a uno serie de actos, en recuerdo de la acogida en Astorga del Ejército Imperial Alejandro, durante las guerras napoleónicas, y les invito a que busquen la información, accesible en Internet.  Me voy pensando que hay ciudades, como Astorga, en las que han pasado tantas cosas en su historia, son tantos los que la han ocupado, disfrutado, redimido, abandonado, esquilmado, que con cualquier ciudadano que a ella hoy llegue, puedes buscar algún fundamento con que fraternizar y sentirte en su altozano amurallado ciudadano del mundo.

Gozo en la Plaza:
“Si tú me dices ven”
dos rusos cantan. 

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15, agosto, 2019

    Juan Hedo en la plaza Mayor

   Faltan apenas unos diez minutos para que los maragatos, Colasa y Juan Zancuda, den  las doce campanadas. He pasado por el Jardín, donde algunos tempraneros  cogen las sillas blancas y las colocan frente al templete, para asistir al concierto a cargo de la Banda Municipal, que tendrá lugar a las 13 horas. Está previsto  un repertorio especial en homenaje a Sebastián Luis Álvarez, componente desde los diez años de esta familia tan orquestada e  hijo del famoso Luis, el Músico, que tanto bregó con sus  “Tiros a diana”, en la prensa local,  en pro de las cosas y ‘cositinas’ de Astorga.

   El sol cae sobre la Plaza como un bálsamo luminoso; aún no ha llegado esa rumorosa algarabía, propia de conversaciones sin fin, cuando las numerosas terrazas están repletas de público. La música de una guitarra se oye limpia y cantarina, como filtrada por las columnas  del soportal,  no desvirtuada pese a la existencia de un altavoz: un hombre joven con sombrero blanco y camisa de franjas vistosa interpreta “En mi viejo San Juan”. Siempre he tenido predilección, un interés especial por cuantos se ganan la vida de una forma errante, de plaza en plaza, como los titiriteros que, con su carromato, recalaban en mi barrio, San Andrés, o en Puerta Rey:

—Buenos días, ¿de dónde eres?
—De Segovia.
—¿Y cómo por aquí?
—Porque este pueblo es maravilloso, y de una gran cultura. Aquí no es como en Castilla, la gente es mucho más educada.
—No creo que saques mucho…
—La gente va dando…

   Entablamos conversación y me comenta que, además, en Astorga  la policía local no le manda marchar, como en otros lugares. Le comento que en esta ciudad no nos molestan los músicos,  los días de mercado frecuentemente recalan por aquí y sus canciones  se mezclan con las proclamas de los vendedores. No quiero interrumpir su faena, aunque le place hablar conmigo: me presenta un libro de poemas, Hojas de acero, y varios ‘cedés’ con sus composiciones. Al final,  resulta ser un licenciado al que la docencia, que ya ha probado,  no le satisface, tampoco cualquier atadura;  vive la mitad del año en México, de donde es su esposa, y el resto en España. Se traslada a León para tocar en la Real Colegiata de San Isidoro, y no puede evitar el acercarse hasta Astorga.  Dice tener vínculos con nosotros, pues su padre, Jesús Hedo Serrano, fue catedrático en el antiguo instituto astorgano.

—Me ha gustado tu “Viejo San Juan”, por eso de la diosa del mar, los sueños de la infancia y las primeras cuitas de amor —le digo.
—Pues quisiera  que me oyeras junto a Adolfo Díaz, nadie toca como él el laúd, ya es octogenario, y no veas la bandurria.
—Pues sí que me gustaría —le contesto—; además creo que sí  va ser posible.

   Me encamino hacia el ayuntamiento  y en este entretanto, para todos cuantos están o pasan por la Plaza, también para mí, Juan Hedo queda interpretando el “Romance anónimo”. Si por gusto fuera, apostado en  cualquier columna de los soportales, me quedaría escuchando  las    notas de su guitarra y su canción.

  

Vibran las cuerdas
en la plaza Mayor
de una guitarra



                                                                                                                                                                                                     ------
11, diciembre, 2018


En calle Lorenzo  Segura, 11, martes, 2018

    El gusto por la vida

    Ya no es este el mercado que vieran Gustavo Doré y Charles Davillier un martes de octubre de 1871, con cómicos de la legua en la plaza de Juego de Cañas (hoy reducida, de los Marqueses), ni comediantes de títeres en el interior de la “tiendecilla vacía”,  en la esquina  de la calle Portería, con el público apostado en el Convento de Sancti Spiritus; ni fotógrafos, venidos de fuera, que retrataban a los campesinos con una guitarra apoyada en la rodilla izquierda. Ya no hay cerdos a la venta en la plaza en torno al  Teatro Gullón, aunque el salitre de sus orines aún impregna de olor la solera de sus cimientos; ni cacharros en el costado soleado de la iglesia de San Julián (hoy de Fátima y en tal lugar con inadecuado edificio longitudinal adherido)… Tampoco es el de nuestra infancia, con cantares y coplas de ciegos, charlatanes y algún prestidigitador de mágicas cartas.

   Este segundo martes de diciembre, con las nubes llameadas a esta hora de las diez, y entreverado por fin de frío,  el mercado es de una menor extensión, pero sigue ocupando el corazón de la ciudad: las plazas, de Santocildes y de España, incluso se prolonga por Correos hasta San Bartolomé. Y conserva lo esencial, que es el ágora semanal de la  vecindad; lo es porque, mientras suena el sonsonete —¡barato, barato!, ¡cuatro cosas a un euro!...—,  muchos nos conocemos, y nos saludamos, preguntamos por la salud, las familias, por los quehaceres, con esa naturalidad que solo es posible en ciudades con dimensión humana.

   Al reclamo de los vendedores de verduras, paños, bolsos, miel…,  y todo tipo de frutos, acuden artistas ambulantes, que se ganan la vida como marionetistas o con un violín acompañado de una comparsa enlatada con altavoz. Tan solo los saludo, pero siempre me quedo con las ganas de saber de su vida, no por curiosidad malsana, sino porque imagino que es la suya, desde la infancia, una aventura subyugadora, pues abandonaron hermosos países lacerados por las guerras del último tercio del siglo pasado o en riesgo durante el tiempo presente. Hoy, en Lorenzo Segura, junto a la Caja de Ahorros, templa con el arco las cuerdas del violín un ciudadano rubio, alto como un poste,  que se fue de  su nación, la de las hermosas iglesias ortodoxas,  de montañas boscosas..., y donde ha puesto la bota Putin,  Ucrania. “Yo soy ucraniano, pero también  español”, me dice, con mi pareja en Ferrol. Pues ya está satisfecha mi curiosidad primera; reemprendo el camino  y en él voy pensando mientras se mezcla la música navideña, valses… —su repertorio es muy variado—.

    En el Gullón ya hay que agudizar en extremo el oído para percatarse de su  música, pero con su son bajo hasta la vega de la Moldería, donde algunos labradores,  pasadas las diez y levantada la blanca helada, van esparciendo montones de abono para una buena sementera. En fin, qué queréis os cuente, pues lo cotidiano: la vecindad, las plazas hermosas, el bullicio del  mercado, la fecunda vega; el gusto por la vida en una ciudad con una dimensión humana.

 En el mercado,
 el ucraniano canta 
con  su violín.

   






1, agosto, 2018

Desahogo


   Primer día de verdadero calor después de aquel pedrisco que se llevó consigo cosechas y los animalillos de Isaac.  Mullimos de nuevo las huertas, a ver si las peladas plantas cogen un resucitado brío; y regamos pausadamente, sin agua desbocada.  Ahora se  va haciendo de noche y en la calle los jubilados, frente al Hogar, disfrutan el baile de fiesta: pasodobles, rancheras, muñeira, rumbas…  Sí que bailan y de cuando en cuando baten palmas.  Me maravilla cómo una pareja, desde una pequeña furgoneta, a modo de escenario, puede proporcionar tanta satisfacción. Él mueve sin aspavientos las manos por un organillo, instrumento que se complementa con acordes enlatados;  y ella canta sin desentonar, acompañada a veces, como traspunte, por su compañero.  Son las canciones populares de siempre, de amor, nostalgia, traiciones y despecho, que algunos tararean, pues si alguna virtud tienen estas vocalistas de orquestinas es que tensan su cuerpo al deletrear, sin fútiles paseíllos toreros. Cuando veo un organillo, aunque, al igual que este de la orquestina, sea electrónico, recuerdo a Henri Ena, alma del hermanamiento entre Astorga y Moissac; el que durante los días de su estancia dedicados a renovar  la amistad se situaba en la Plaza con su antiguo, rústico y primitivo organillo, y descorría  una tira de candorosas notas. Los astorganos lo rodeábamos, lo festejábamos: nada para él era imposible. ¡Qué suerte!: aún llegamos, en aquel pequeño y viejo hospital de su querida ciudad de adopción,  a despedirlo para siempre.




Hoy me revive

el moderno organillo
antiguas notas.











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10, julio,  2018

La marioneta violinista

   Disfruta la ciudad con frecuencia  de las habilidades de  músicos  y artistas callejeros. Esta semana, con los alumnos y profesores que han venido desde muchos confines al habitual curso musical, plazas y jardines se poblarán, durante las horas de asueto, de sonoros instrumentos, de viento y percusión, agrupados al azar, y merced al  nacimiento de  nuevas amistades. 

    En los días de mercado han desaparecido antiguos titiriteros, charlatanes, coplistas de ciego…, afiladores y retratistas; pero no faltan simuladores con música enlatada, guitarristas con el pigmento del polvo de los caminos, algún virtuoso violinista llegado de países del Este… O, incluso, como en este segundo martes feriado de julio, una marionetista segoviana, aposentada junto a la farmacia de Lorenzo Segura. Su pequeño retablo, que nace del interior de una simple maleta,  está primorosamente cuidado, en los colores amaranto, carmesí, escarlata, de las cintas del teloncillo de fondo;  o en  el extendido paño púrpura, donde, entre ramilletes de artificiales flores, descansa un pequeño violín, morada para un periquito que no canta, pero como si quisiera, cuando campanillean las generosas monedas de la concurrencia. Cuenta tan simple armazón  con dos  discretas  bambalinas, sostenidas por manojos de  margaritas,  de color claro, como el perro que descansa a los pies de la figurilla que sostiene un violín. Rinde tributo la marionetista, con un cartel / corazón pegado en el cercano canalón, a una pareja de amantes, M.ª Paz y Víctor, compañeros en la farándula, por  su próxima boda.

    La violinista, vestida de princesa azul, es la protagonista de la escena, pues la Segoviana  mueve a las claras los hilos para hacerle interpretar, con el arco sobre las cuerdas del instrumento,  una enlatada pero dulce melodía. De cerca, de Santocildes y de la Plaza, llegan los ecos de los vendedores, que vocean la mercancía como buena, bonita y barata. Discurre entre los puestos mucho público, que regatea;  también, aunque ya es época tardía, labriegos y aficionados de la horticultura, que solicitan plantas de cebolla, de pimiento…, pues han sido tantas las lluvias y granizadas que han quedado las huertas como  ánimas en pena y a la espera de un renovado cultivo.     
  
    Quizás a este nuevo sol, esplendoroso, no lo atormenten  ya más tardes el rayo y el trueno;  y las aguas barrosas del Tuerto y de la Moldería clareen hasta volverse, definitivamente,  transparentes.



La violinista
simula en su retablo      

la melodía.





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18, marzo, 2018

AGUA CRISTALINA EN EL JERGA 

   Me he detenido a ver esta mansa agua cristalina, al volver del  funeral  por  Karina, la joven esposa del profesor Javier Gómez Montero en la universidad de Kiel. El sacerdote oficiante,  para finalizar su homilía en la iglesia de Castrillo de los Polvazares, leyó el soneto de Lope “¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?".  Y, antes de concluir la misa, un escrito en el que se recordaban las virtudes de esta alemana encariñada con este singular pueblo maragato, que en verdad eran la simpatía, el conocimiento humanístico y la  intensa, por discreta, amabilidad. Corre, decía, junto al viejo puente un agua cristalina, y a mí me parece que se lleva con ella la pureza del esplendor de una vida en plenitud, y de Lope de Vega el rumor anhelante de unas  preguntas retóricas al “Jesús mío”,  para  salvar su alma después de no pocos desvaríos mundanos. También ese gran cúmulo de poemas traducidos que cada verano Karina y Javier han venido encomendando, en este pueblo, a ilustres visitantes de países europeos.

   El río no es palabra, pero sí la sugiere.  Sorprende el  que vates locales no hayan dedicado un poema a la Moldería Real, hijuela molinera  a la que liberan agua desde la Forti durante gran parte del año; sin embargo, brindan cumplidos versos a este cauce,  casi siempre en tan alto estiaje que acumula  espadañas y fango en su final, antes de abocar al Tuerto. Ha llovido, por fin, y nevado, pero no abruptamente, por eso el deshielo deja esta leve corriente  transparente, que da gusto verla; no es esa arroyada que desde la Peña del Gato, donde nace el Jerga, va creciendo creciendo, en ocasiones excepcionales, y anega cuanto pilla a su paso, porque se le pide a un menudo riachuelo que haga las veces de gran lecho fluvial.  Tal calamidad sucedió aguas abajo, al término del próximo pueblo, Murias de Rechivaldo, el 11 de septiembre de 1846, cuando, tras una noche de diluvio universal, una torrentera encabritada,  que bajaba causando estragos,  llevó consigo  las casas cercanas al río; quedó la vega de Astorga sembrada de aperos de labranza, animales muertos y desvencijados muebles;  hasta las dos fuentes, la Ferruja y Cuatro Caños, eran irreconocibles. Pero las inundaciones habidas ya hace años, que a uno le ha tocado ver, por  desbordarse el río hacia  la Eragudina y el Pradobosque del marqués,  no  han sido más que una extendida  balsa sin peligrosidad alguna.

   En esas y otras cosas menudas pienso en mi retorno. Atrás quedan el río con su agua cristalina y su ciclópeo puente; el pueblo enguijarrado con su color de piedra recalentada y viva arcilla, y la iglesia con sus dos cigüeñas que han vuelto placenteras  al mismo nido, recostado junto al pináculo, para fecundar nuevos cigoñinos. Por el Camino, en Murias,  los peregrinos siguen la senda a Santa Catalina y Rabanal, para después ir ascendiendo hacia las montañas entre brezos y retamas.  Y uno percibe que se van para siempre jamás los suyos, los que ha visto  desde la infancia, o con los que ha convivido;  personajes singulares, entrañables todos. Sentida es, francamente, la orfandad.

Peña del Gato,
con agua cristalina
al puente bajas.


__________________________________________________________ 9, dic., 2017


GUARROS

    Se fue la noche, con las luces del árbol de colores  instalado en la Plaza; también se apagaron las estrellas, campanillas y aros  luminosos, que cuelgan por otras calles de la ciudad. No está la mañana fría, como las de días pasados, en que la helada tamizaba de blanco todas las lomas que ascienden hacia el Teleno y el sol tardaba en evaporarla. No se levanta, pues, un vaho que deje el aire cristalino, pero la mañana, después de tanta sequía, está agradable. Nunca el cielo, contemplado hacia el suroeste, desde el gran corredor amurallado, es el mismo, ni cuando se cubre de inmensas lenguas rojas; tampoco este segundo sábado posterior a las festividades  de la Constitución y la Inmaculada. Llegó hace unos días  el circo Coliseo a la plaza de San Roque, y  tiene la ciudad sabor de anticipada fiesta, pese a que faltan ocho días para recordar las romanas Saturnales, hace dos milenios en la urbe celebradas,  y aún restan, con el de mañana,  tres domingos de Adviento, que  la cristiandad celebra antes de la Navidad con arrepentimiento y velas encendidas. Corresponde a los fieles apegados a  la más pura tradición apagar mañana, en la corona de abeto, la primera, la de la esperanza, encender la siguiente, la del amor, y dejar en reserva las dos velas restantes, la de alegría y la paz.

   El cielo contemplado desde el Teleno siempre depara sorpresas, como las cumbres y las laderas que van descendiendo la mayoría de las veces suavizando las brumas. A esta hora, pasadas las diez, las nubes no son tan grises que amenacen torrenteras, ni corre una brizna de brisa, y eso que los informativos anuncian que mañana, domingo, será un día en que el huracán Ana azotará con gigantes olas de espuma el Cantábrico,  barrerá la Península y se llevará a África todos los volátiles: las hojas marchitas, el petróleo en las grandes ciudades al cielo escupido, algún pañuelo bordado…; o quizás también hasta arrastre las rogativas, cristianas y paganas, que tanto han implorado la lluvia. La lluvia que dicen los meteorólogos bramará en remolinos, arrodillará los árboles y silbará en las chimeneas y tras  los aleros de las casas medio derruidas.

   Nada que ver esta fiesta de la naturaleza, que apreciamos unos pocos astorganos y forasteros esta mañana en el corredor amurallado,  con la fechoría de esta noche, o bien de mañana, por hábito malsano de unos incívicos malandrines, que han dejado su santo y seña en el pasadizo enrejado que abre paso al jardín de la Sinagoga;  y a las planicies de las vegas, estos días en marrón labrantío o con los maizales amarillentos recién cortados. Una cagada de fornido perro y, al lado, un envase de bebida energética, junto a una anterior pintada, son la salutación mañanera de unos guarros. Bordea de continuo la barredora los bordillos, repasan los empleados municipales con su carro y escoba las aceras y las calzadas. No parece importar a estos guarros tanto esmero, ni que tengan que recoger sus inmundicias. 


Sobre el Teleno
las plateadas nubes
dejarán lluvia.


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11, julio, 2017

CRESPONES Y VIOLONCHELOS


Miguel Ángel Blanco, sentado

  Me encamino desde la plaza de los Marqueses hacia la biblioteca municipal, donde he de conversar con Esperanza, la apreciada bibliotecaria, sobre bibliografía de los jóvenes Panero,  Juan Luis y Leopoldo María, hijos de Leopoldo y Felicidad; porque en fechas próximas se celebrará un congreso, y conferencias,  como estima de  su obra poética. La mañana, hacia las diez, es la propia de esos  días  de julio en que  las nubes no se cuelgan plomizas y reposan en nosotros su  bochorno: luce un sol que no quema la piel,  nos acompaña a los viandantes un frescor que parece venir de las escorrentías que empapan las hondonadas tras la muralla, y el paseo del gran benefactor Blanco de Cela, en toda su balconada forjada, luce esplendoroso con sus céspedes y corros de flores; el Teleno, escarpado, aunque en el horizonte, parece,  a la vista, a esta hora cercano. Todo invita a la vida.

   Todos llevamos de continuo con nosotros los más diversos pensamientos. Desde temprano he estado escuchando la radio, una y otra emisora, a contertulios de distintos pareceres, que rememoran el vigésimo aniversario de aquellos  terribles  días, para Miguel Ángel Blanco,   11, viernes, y 12, sábado, y para su familia hasta  cuando se apague el último aliento de vida.  Como,   a buen seguro, sucede a  muchos españoles, cada cual en su  pueblo o ciudad, he revivido lo acontecido en nuestra Plaza: el gran crespón azul sobre la fachada consistorial, el viernes, y su sustitución el sábado por otro negro, una vez consumado el asesinato del joven concejal de Ermua, hijo de inmigrantes gallegos; las pegatinas  reclamando su liberación,  los pliegos con miles de firmas clavados en un tablero, las concentraciones hasta el martes, de ciudadanos y  cuantos desempeñábamos alguna labor en el Ayuntamiento.  Los estudiantes del tradicional curso de verano de la Universidad de Oviedo, llevaron consigo, en su viaje para gustar del Teleno, otro gran crespón negro, que dejarían asido en el monolito o vértice geodésico que corona el mítico monte. Eran lazos  de duelo, por tantas víctimas junto a Miguel Ángel Blanco.


   Decíamos entonces, con un lema en modernas letras verdes “¡Astorga viva!”, y en verdad que lo estaba, con su tenaz lucha por modernizarse y defender su patrimonio cultural y patrimonial; como la nación, pese al zarpazo constante terrorista. Era uno de esos veranos “marchosos” y estábamos subyugados con  próximos viajes turísticos, desde León, de la máquina de vapor, Mikado, y antiguos vagones, restaurados por la Asociación de Amigos del Ferrocarril.  En 1997, además de los cursos de verano,  estudiantes de otras regiones venían a perfeccionar su destreza en los más diversos instrumentos. Como esta mañana, en los bancos del Paseo, más cercanos a la plaza de los Marqueses, pues un grupo de virtuosos  adolescentes,  del veterano curso musical, acarician con el arco sus violonchelos cara a las lontananzas y el Teleno.  Y disfruto mientras camino,  porque esos acordes deshilvanados que se orean  por el Paseo y suenan más vivos en el herraje de la balconada son hoy un festín por una paz conquistada, con el pesar de que a  tantos les fuera arrebatada la vida; un triunfo y no un duelo, como sucedió hace veinte años en la Plaza, con otros virtuosos jóvenes.

   La nación, como la ciudad, en cada tiempo tiene su afán, y  luce esplendoroso el Paseo: todo invita a la  vida.
   


Triunfo fue de 
la vida arrebatada
la paz tardía.  


   
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5, marzo, 2017

En la Plaza: tambores, guirrios…, y toreros


En torno a la una de la tarde más bien lloviznaba; las plazas, de Santocildes y de España, lucían en su nuevo pavimento su frescor  transparente: una lámina enjugada por  el reflejo de los edificios aledaños. Un mimo inmóvil, el picador minero, con su candil encendido, ante el monumento  del león (altivo)  y  el águila  (la napoléonica,  vencida bajo sus garras), aguantaba impertérrito la fina lluvia  y tan solo rompía su compostura para dar las gracias a los niños que depositaban algunas monedas en un tiesto vacío. Me gusta esta plaza, la de Santocildes,  con un tiempo así, pues  los chorros de su fuente desafían y se tragan un confetti  transparente, que tal es la lluvia que le  viene del cielo.

   Suenan y resuenan, como zambombazos, los tambores en la plaza de España, que la vecindad gusta también llamar Mayor, y toqueteos metálicos; ‘cunden’ los esquilones y se aprecia  el simulacro de un toro con sus cuernos, y por cuerpo, una manta artesanal, anaranjada, con caprichosos dibujos; también se oyen campanillas y esquilones  de unos guirrios que danzan y desafían a la concurrencia. Me acerco, pues los tambores, con tan gran repicar, deben ser enormes, como compruebo en las filas de hombres y mujeres con sudaderas rojas y pantalones azules;  de cerca  gusto de los sonidos métalicos y veo que son extraídos de las hojas de  azadas y palas, a las que golpean con barrotes de hierro como si fuesen platillos.


  En Astorga, aunque en fecha ya tradicionalmente desacostumbrada pues ya ha llegado  Cuaresma (estamos a cinco de marzo),  es la “tornafiesta” del Carnaval, que finalizará con la piñata, asentada por el  centro de la Plaza, en llamaradas. No aparecen ya más grupos de antruejos tradicionales, como estaba previsto, otros de Galicia, de León y Salamanca, porque, como la mañana está pasada por agua, los han concentrado a todos en el nuevo pabellón, cercano a la catedral. Solo este, orensano, “O son de Trevinca”, camina  airoso, no temeroso de que se ablande la piel de los gigantes tambores,  ni se empapen las vestiduras blancas o las mantillas  de los guirrios; se van bullangeros por la calle Pío Gullón,  al encuentro de cuantos esperan iniciar la actuación en el recinto cerrado.

   Me quedo en la Plaza que, como decía, su nuevo pavimento, por la reciente lluvia,  parece un enorme cuadro tumbado,  con su cristal y las estampas de las casas enmarcadas entre los barrotes de los tres soportales y la fachada consistorial. Y me recreo con aquella fiesta nuestra, de la segunda mitad del XIX.  Donde está ahora la piñata habría una bota gigante con vino blanco de Rueda. El toro, sería no menos vistoso que el que acabo de observar, pues sobre una piel de buey, rematada  en sus extremos con cuernos y rabo, se claveteaban  campanillas, cencerros y cascabeles. Embestiría el toro para aquí y para allá, y los astorganos se resguardarían en los soportales; mientras, los toreros, los mozos de los barrios, con calzón, chaquetilla y sombrero con cintas de colores, trastearían  al torpe animal, no ahorrarían  chicuelinas ni revoleras, y hasta alguno habría que hincadas las rodillas recibiese al vil animal con el remolino de  “a porta gayola”. Mientras,  el público: "¡muuu…!, ¡muuu…!, ¡torero!", con mil lindezas que,por respeto a doña Cuaresma, no me atrevo a reproducir. 

   Finalizaría tan espectacular número con la bota gigante seca, los toreros bamboleantes, y el toro…:  pobre el mozo del armazón del toro, tundido  estaría  y deslomado hubo de quedar

  
Con esa  lluvia
la Plaza es el espejo
de  los  toreros.



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13, enero, 2017







ESPACIO  MÁGICO












   El de esa manzana de la catedral, palacio, convento de Sancti Spíritus y casa de los Panero. Y aún más cautivador hubiera sido sin algunas edificaciones de los tiempos que en esta, y otras ciudades, el mal gusto, cuando no la ilegalidad consentida, ocasionaron estragos, como esa tapia inmensa, alzada como una lámina infinita y cegadora, junto a los jardines panerianos.  Aun así, es tanta la belleza acumulada durante siglos en esta antigua aljama judía, que en el día, en la noche, el paseo por ella es placentero. Con tal ánimo la disfruto esta  tarde del viernes, pasadas las siete, ya entrada la noche, con la catedral envuelta en un fulgor anaranjado y  en el palacio diamantino: tal es la fuerza de la luz ornamental, con la excepción de  las oquedades para las campanas canonjibles, que se amparan en las altas estancias ‘verdiazules’ de las torres. Es un derroche de luminosidad, por el que pasan los viandantes, sin alzar la vista hacia Pedro Mato, ni pasear la mirada por  los inmensos paños de los arcos ojivales, los de la catedral, los del palacio…

   Como una de las principales arterias, del casco viejo,  y hacia los barrios de Rectivía y de Puerta de Rey, por delante del palacio gaudiniano  transitan  vecinos que han llegado a la cercana estación  de  autobuses, algunos vencidos por pasar  horas en vela cuidando a familiares en el hospital capitalino, no falta algún mendigo de los  que toman posesión de territorio tan pronto en la zona monumental de Astorga como en la de León, ni estudiantes llegados de la universidad con bolsas y mochila al hombro. También llegan algunos mocitos y mocitas, del instituto y los colegios, no muy atildados, pues tal coqueteo lo reservan para la noche del sábado; se encaminan hacia la cercana plaza, que llaman de los Taxis, aunque tal denominación la mereciese el obispo Alcolea. Otros viandantes, adultos, vienen de hacer compras por ese conglomerado de calles del antiguo foro romano, hoy sin otro templo que el palacio municipal donde Juan Zancuda y Colasa  marcan a la ciudad con sus mazas el sonsonete del tiempo.  Sobre las losas de la extensa plaza que acoge al palacio y la catedral  tres adolescentes, con monopatín, hacen rechinar el suelo. 

   ¿Qué voces, qué música, suenan en este espacio mágico? Pues en solemnidades el órgano catedralicio, acompañado de coros, los cantos litúrgicos, los tañidos de las campanas para anunciar las horas, desafortunadamente desajustadas de las que señalan las dos esferas de los dos relojes exteriores y la del  interior del sol y la luna. Y las de los poetas  en la cercana casa de los Panero: hoy la de Javier Lostalé,  para  declamarnos  sus versos con la soltura y modulación que ha aprendido en los micrófonos radiofónicos, o comentar  la influencia  en él de Rilke, de Cernuda, de Aleixandre, con numerosos citas de otros autores  a los que trató  en su programa “La estación azul”. Cuando salimos de la casa de los Panero, pasadas las nueve, la fuente de su jardín, que inspirara a Valverde, se derrama suavemente desde la alta peana y la celosía tras la que  César Vallejo se ensimismó ante la contemplación del convento cercano permanece entreabierta, a la espera de que las palomas lleguen en la mañana a desperezarse ahuecando las alas. 


La catedral 
henchida de belleza
luce en la noche.




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QUASIMODO HABITA LA CASONA





   Sale uno de casa camino a la Plaza un tanto apesadumbrado. Por el “quejío” de personas cercanas, que están ávidas por despachar mañana este 2016 con las uvas, a la usanza de Lázaro de Tormes, ante la imagen del reloj capitalino del cabreirés Losada. “Año bisiesto, año siniestro”, me vienen recordando algunos ancianos del lugar. Regueros de calles  ensangrentadas, por la ira islamista,  en varias ciudades europeas sí que nos deja; por lo que la radio, hora tras hora, me ha venido informando de cómo en Berlín,  París,  Londres, Bruselas, asimismo en  Madrid…, van a celebrar sus vecinos el año nuevo en estado de sitio:  camiones cargados de arena, bloques de hormigón, grandes maceteros…, se están colocando en los accesos a las plazas para evitar el galope, desbocado, de otro vehículo conducido por  un muyahidín despiadado. Se detalla, además, que los viandantes serán escrutados antes de acceder al ágora, como si hubieran de traspasar el escáner de un aeropuerto.

   Con estos pensamientos pasaba yo ante el monumento del  león rugiente y el águila chillona cuando al fondo atisbo una escalera por la que  parece sube Quasimodo y se adentra en la casa consistorial. Había supuesto que los comediantes de a ras de suelo nos ofrecerían esta tarde, a niños y mayores,  un espectáculo,  eso, a ras de suelo, pero no: de las 461 arrobas y media de peso del balcón mayor  se suspendían cuatro grandes campanas, y de las 33 de cada uno de los pequeños, otras dos, y por arriba y abajo de ellas brujuleaban intrusos con antiguos atuendos; incluso, próximas a los arbotantes comadreaban abultadas gárgolas. De los tres escudos, el del centro, el real con timbres portugueses, aparecía sustituido por el más hermoso rosetón de la catedral parisina. Estaba claro que esta era una mala jugada que me hacía el jorobado personaje, maltrecho y con ojo revenido, de Víctor Hugo. La razón es que el  pasado junio, en una de mis “Misceláneas” fareras, en la que conversaba con el arquitecto sobre la restauración catedralicia,  Javier Pérez López, al que hoy con gran pena para siempre hemos despedido, lo  invitaba a hospedarse en la torre rosada para obsequiarnos con los antiguos sones de nuestros fenecidos campaneros; por unos días, porque ¿cómo va a dejar Quasimodo para siempre las campanas de Notre-Dame?

   Me parecía  claro, en principio,  que a tan romántico campanero lo había engatusado  Mario  Rebaque, el cual con su  “troupe” no solo es capaz de montar espectáculos en cualquier estación del año, sino que previamente los ofician como músicos y fabriqueros, herreros y carpinteros, pirotécnicos, sastres y vidrieros. Quasimodo siempre ha tenido buen ojo, aguzado por la orfandad de su gemelo; y ha estado falto de ternura y atención, pues, a fin de cuentas, esa gitanilla Esmeralda que bailaba por nuestra  Plaza como una peonza seguida por decenas de niños ¿por quién palpitaba su corazón?, ¿por quien la ha salvado del patíbulo?, pues no, sino por el capitán Febo, el apuesto caballero que se pavoneaba ante nosotros  con casco de oro y aire marcial.  O puede que no haya sido así, que Quasimodo no  despreciase mi invitación en  favor de Mario y sus comediantes, y que todo sea cuestión de celos, de pretender ocupar  un tiempo el puesto de Colasa y Juan Zancuda, porque un día sí y otro también los sabe jaleados por los viajeros y peregrinos.  Sí, eso ha de ser, porque  ¿cómo va a preferir la campana dieciochesca, la Santa Bárbara, y las campanillas, María y Iosef, del ayuntamiento, y despreciar las doce de nuestra torre rosada catedralicia, cuando algunas,  las góticas, de tan hermosas, parecen fundidas para él? ¿Cómo, si para salvaguardar el arte ojival  de los bárbaros convecinos el autor romántico le dio vida para habitar Notre-Dame y cualquier catedral  o capilla  de vitrales?

 Sí, eso debe ser: que ha venido a estos pagos por la gula  de  ejercer como ocasional campanero municipal. Pues que rinda pleitesía a Colasa y Zancuda y vuélvase pronto a la ciudad de la luz por si, notada su ausencia,  sube a su torre algún muyahidín.
   







     Andan mohínos
   Zancuda y Colasa
     por Quasimodo. 










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18, sept. 2016

¡EN GLOBO!





   Hace un frío del carajo a las nueve de la mañana de este domingo, y evito salir de casa por la pradera para no empapar las chanclas con las gotas de rocío, que son, por tempranas, como lágrimas en cada hierbecilla. Un globo gigante se enseñorea por encima del remodelado Teatro Gullón, y me gusta tanto que postergaré la compra del periódico para seguir su vuelo. Lo persigo en su suave cimbreo hacia el palacio y la catedral como un niño, si bien auxiliado del coche que he de aparcar a tramos. Ruge como un toro y no me explico cómo en su barquilla no arden las tres o cuatro personas que la habitan, pues sobre sus cabezas, hacia su interior, de cuando en cuando, sube bufando una gran llamarada desde un quemador; algo así debe ser la estancia en la caldera de Pedro Botero, que según las leyendas los diablos con tridente proveen de florecidas urces para que penen cuantos,  por sus pecados, han de pasar  la eternidad en los infiernos.

   Aunque tan pronto, las calles por las que paso tienen su bullicio: de niños y mayores subidos en bicicletas para pedalear contra la droga, de gran cantidad de peregrinos que no dejan de saludarte con un ‘buenos días´ cantado con los tonos de las más diversas lenguas.  Finalmente, pasada poco más de una hora, el globo aterriza en  una finca cercana a la carretera de Valdeviejas, con la cercanía del cuartel y la lontananza del  Teleno. Es gigantesco, y su recogida  un gran espectáculo: se va desinflando mientras uno de sus dueños se mueve de acá para allá, con un largo remo, como el de los pendones de la romería de Castrotierra, para tumbarlo en dirección suroeste. ¡Es fantástico y armonioso!: festivas las troceadas bandas azules, rojas, amarillas, canelas, verdes… en la cúspide y a unos pies del quemador; y austeras la franja  central negra y la  roja  inmediata al quemador. Visto, así,  de cerca, el interior abombado  de tan gigantesca malla, invita a entrar,  y se le ocurre a  uno que si le mandaran de nuevo en la escuela representar el planeta Tierra lo intentaría dibujar vacío, como un cascarón de colores, desprovisto de  mares y  montañas.

   Los que vuelan por los cielos y trajinan por los caminos para ver los árboles y las flores silvestres no suelen darte una mala contestación:

   —¿Estáis sacando fotos desde las alturas de la ciudad? —pregunto al que conduce el remo. Y le comento desde cuándo no se ha realizado “un peinado” del municipio, con profesionales del ramo.

   Me contesta que sí, pero que no es su objetivo fundamental. Le demando información sobre si las piensan publicar, dónde se pueden adquirir… Las compartimos, me dicen, sin problema alguno…, y después de una breve conversación me entero de que es la segunda vez que vienen a Astorga, la anterior sucedió en agosto, que son una empresa asturiana, “Íkaro-globos”, que están tomando datos pues piensan ofrecer a los astorganos y comarcarnos el poder subirse a la barquilla “en grupos de a cuatro” y otear ya la ciudad, ya sus planicies, sus lomas o las lejanas cumbres montañosas.

  ¡Caramba,  han dicho Ícaro!, el hijo del mitológico arquitecto  Dédalo, que fabricó para ambos alas con que escapar de la isla de Creta. Aun con todo este encanto, me lo pensaré, pues siempre fui algo miedica para las alturas. Pero me gustaría tener el suficiente valor para en un futuro próximo subirme a la barquilla de este globo ardiente y multicolor.


  ¡Cómo  arde el globo
  lejos de las  veletas
  y  Pedro Mato!



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19, agosto, 2016


El relojero Losada 

anda por  Iruela





   A  La Cabrera  me encamino en la  tarde del penúltimo viernes agosteño, y ya, al igual que yo,  hubiera querido el celebrado relojero Losada, cuando vino de Londres a Astorga, en 1860, para, dicen, revivir los años de su infancia en Iruela, subir y bajar badenes en un vehículo con ruedas mientras los ajenos pinares, las naturales encinas, el baldío amarillento o recién cosechado, se presentan a los ojos ante la cordillera montañosa que cimbrea en todo el horizonte. ¿Llegó a lomos de un jumento el ilustre cabreirés hasta la casa familiar de Iruela y visitaría a una hermana en aquel entonces enferma?, ¿o bien dejó una encomienda como benefactor de su pueblo en el obispado de Astorga y se dirigió a Valdesandinas, adonde vivían otras cuatro de sus hermanas y podía llegar por mejores caminos? ¿Estuvo en ambas poblaciones? Como en todo gran personaje sin una biografía totalmente desvelada,  la leyenda suple la realidad, y más cuando su querido amigo, el escritor Zorrilla, fabuló en verso episodios de su vida; o bien otros, como los cronistas astorganos Matías Rodríguez o Alonso Luengo, han narrado una supuesta inicial peripecia de niño pastor que se pierde en los montes y no retorna ya más a casa,  para evitar ser  castigado por perder una oveja o una vaca.

    Antes de llegar a Iruela por la comarcal 126 saltan a los ojos unas gruesas letras rojas pintadas sobre un bajo muro, cercano a la iglesia de San Salvador, en Torneros de la Valdería: “Girón vive”. El pueblo está de fiesta y cuantos rodean los tenderetes o platican en las terrazas parece no molestarles este reclamo al mítico guerrillero, al  “león de Salas a quien no le fieren las balas”. Ya en Truchas me sorprende una caravana de coches que han de seguir en procesión detrás de una paciente vaca. Como se mueven a sus anchas por los pastizales de las cunetas y por la calzada, remisas a aceptar la servidumbre de los autos, le pregunto a un paisano a ver si son nativas: “Las hay rubias, algunas ratinas, pero ya son cruzadas”. He venido a Iruela para ver una exposición sobre la vida y obra del hijo más ilustre del pueblo, el que tuvo que salir por pies para, dado su liberalismo, no ser cazado por el rey Felón: fue  todo un señor  patriota en Londres,  con su taller en Regent Street, 105, adonde iban a parar otros  exiliados españoles e hispanoamericanos.

   Nos hemos juntado un grupo. Isabel García y su hija Beatriz nos enseñan y explican el contenido de la exposición, con la que pretenden revitalizar el pueblo y que el ayuntamiento de Madrid conceda una calle a quien le regaló uno de sus símbolos más destacados: el reloj de la Puerta del Sol. Y después me pierdo por el pueblo con el presidente, Chencho, le pregunto por los vecinos reales, tan solo cinco me responde: Bibina, que cuida de la iglesia, Emiliano, Adela y Pablo, Miguel Ángel; otro más, Laureano, ha estado solo este invierno; “todos mayores, de más de 60 años”. Me enseña, ilusionado, la fragua con su poderoso fuelle,  los puentes, las  fuentes, todos restaurados; las propias escuelas, donde se halla la exposición, y la iglesia, cuya rehabilitación pagaron íntegramente los hijos del pueblo. En la iglesia me paro detenidamente ante el retablo con el Crucificado que Losada donó al pueblo, junto a ornamentos para los oficios. Ha sido remozado, y el párroco ha tenido el detalle de dejar sobre su altar la memoria de su restauración para quien quiera echarle un vistazo.  Y observamos la cercana loma de la Peña de LLampazas donde quieren abrir una nueva cantera de pizarra, con lo que supondría de deterioro ambiental.

   Retorno con esa agridulce impresión que te producen tantos pueblos de nuestro entorno, casi sin población y con unos hijos fuera que los llenan en verano y que velan porque no se pierdan sus signos de identidad. Con casas rehabilitadas, otras derruidas, algunas de nueva hechura y poco concierto. ¿Conseguirán los irolanos, como pretenden con sus continuas reclamaciones, que la Peña de Llampazas, vista desde la espadaña de la iglesia, conserve su verde cobertor? ¿Y la calle en la villa y corte para un  hijo tan  ilustre? En eso laboran.
      


 Dora el sol
en su seno azabache     
 Peña  Llampazas. 











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5, agosto, 2016

SE VA LA MIES Y FLORECE EL MAIZAL



   A  la Senra, uno de los pagos primeros de la  carretera a Nistal, en término de Astorga,  ya ha llegado la cosechadora. Si antaño eran los cantos de los segadores lo que se oía, en este primer viernes de agosto redobla un ruido vibrante, de zigzagueo, guadaña y ceranda; no es otro sino el del propio motor que mueve un complejo mecanismo: desde el molinete delantero que lleva el cereal a la barra de corte,  hasta el  ventilador posterior que expulsa la paja trillada, una vez ha sufrido el vaivén del sacapaja. Cuando la mies se deja “en marallo” para empacar no se levanta gran polvareda, pues se  dispone alineada en simétricos surcos,  pero si la máquina expulsa la paja picada, como esta tarde,  de su trasera brota una fuente con mil chorros de virutillas que rebotan en el suelo y se expanden aunque no corra  brisa alguna. Limpio de polvo y paja queda el grano de trigo en el estanque, que será volteado a un camión, en este caso, o tractor.

   Le pregunto a Miguel Alonso de la Iglesia, el último labrador astorgano dado de alta en el régimen agrario, a ver por qué todo lo que alcanzan los ojos son cereales y maizales, pues otros veranos uno también se deleitaba con la contemplación del agua  bombeada que, a través de canalizaciones entubadas, regaba como con lluvia del cielo, aquí y allá, extensas fincas de patatas. Lo que habitualmente ocurre, me contesta: “Perdimos dinero, hicieron burla de ellas, nos las pagaron a tres céntimos, lo máximo a seis, así que no las plantamos”. Los labradores son los verdaderos jardineros del campo; lo mantienen limpio, hermoso cuando lo sajan con  el arado para seccionarlo en canteros, bello en las sembraduras, pues no hay planta sin flor ni aroma. Medito  que si los segadores son estampas de cuadros y fotografías y los trillos en las eras reliquias de museos: ¿qué será de estas  vegas cuya  fuente nodriza, para la Moldería Real, regueros y canales, es el río Tuerto, cuando el baldío no sea, como ahora, una excepción, sino la extensión del señorío de la maleza?
  
  Aunque la copiosa lluvia en la primavera caída  parecía agostar definitivamente los maizales y dejar sus altos penachos estériles para el polen fecundador, las flores se abren en sus antenas, con diminutas campanillas rosáceas; al tiempo, lucen ya las mazorcas en su cresta  una  seda de pelusilla verdiblanca y se adivina que, tras su peciolada carcasa, van cuajando los granos enraizados en la coronta. Todo de un color verde intenso o acuoso para, en el otoño, tornarse ocre, en un haz celular amarillento, dentado.   


    Declina el sol, ya pasan de las ocho, y es dorado en la mies recién segada; aún perdurarán en la Senra, salteados, los mantos amarillos, los mantos verdes, como en toda la “contorna”. La cosechadora  está vertiendo los granos del trigal a un camión, y salen furiosos por una cañería, como si su tanque fuera un henchido manantial.



Se fue el trigal,
y en lo alto del maizal
brotan las flores.





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14, mayo, 2016

LE TIRARÉ LA TRANCA

J.J.A.P., 14 de mayo de 2016. La Senra
Al acecho de eso estoy, de tirarle la tranca no para envainársela en el lomo, pero sí para que golpee cerca de él, y le daré tales tronidos que todos los pájaros y aves que anidan en las paleras, los humeros y los chopos, así como los patos voladores, que se bañan y contornean  de cuando en cuando por la Moldería Real, al pago de La Senra, temblarán al creer  que los llama  Plutón para llevarlos al tenebroso mundo de los infiernos.

    Hay gatos y perros tratados como príncipes, y otros callejeros, bien porque sin dueño  nacieron o porque,  como  regalito de los Reyes Magos para los pequeños resultaron ser finalmente un gigante divieso en el piso que confortablemente la familia habita. Así que por el entorno del matadero y por la carretera que conduce a la perrera,  y al pueblo de Nistal, en épocas vacacionales, pasean como ánimas en pena perros con el pelaje marchito.

   La gata que un día se adentró en casa,  tan pronto aparece para reclamar comida como desaparece.  Parió el nueve del pasado mes, bajo la tupida hiedra, en un socavón surgido al azar en las obras de instalación del colector general que, oculto, conduce las aguas fecales y un sinfín de desechos de limpieza y placer de gran parte del municipio a la depuradora. Huele en la contorna bien, porque en el patio, en la huerta cercana, ya han echado la flor las lilas,  y los frutales y plantas silvestres,  pese a la lluvia que desde largo tiempo los azota, retienen en sus copas  flores blancas, malvas, amarillas…  

   Nada más que las crías  empezaron a removerse la gata no ha cejado de buscarles distintos acomodos: bajo un brezo, en un cobertizo, al amparo de las alcachofas y el durillo… Pululan algunos gatos alrededor, que yo bien creí, pese a parecerme temprano para  el olor del apareo, que deseosa con prontitud de placer la cortejaban: uno grande grande, canela  y blanco, que arriba desde el sur, y otro blanco con pintas negras, por el norte.  Pero la gata lleva más de una semana, desde que las crías ya se mantienen bien sobre sus patas y caminan, que está sumamente inquieta; maúlla a mi alrededor con un sonido ronco, afónico y rasposo, y mira inquieta, ora para el norte, y mucho más para el sur. Así que consulté en la enciclopedia universal, que es Internet, a ver qué mal o pesar la afligía.

   He de decir que después de enterarme, al gato blanco y de pintas negras, que llega del sur, lo espantaré sin aspavientos, porque he visto que es melindroso y basta el verme para escapar como agua que lleva el diablo. Pero al blanco-canela se la tengo jurada. Ahora me explico el porqué, hace un par de días,  cuando  observé desde una ventana con qué porte olfateaba todos los costales del patio, mientras la gata, tensionada, permanecía próxima a la casa y lo observaba, me vino a la cabeza el sargento con galón legionario que, en el centro de instrucción de reclutas de Tenerife, nos olía uno a uno, una vez formados, nos pasaba revista, arriba y abajo,  como gatos de presa, y de vez en cuando se le iba el puño hacia algún riñón para que permaneciésemos enhiestos como velas.

  Tengo la tranca a mano, porque, ya digo, me he enterado de que las gatas, que son unas madrazas, tienen temor a los gatos que las pretenden para un nuevo celo, y matan a sus crías si no las reconocen como fruto de su empareamiento mientras las amamantan; por eso las llevan de  aquí para allá. Esto es lo que le pasa a  la gata,  que maúlla implorándome socorro. La miro a ella, a sus crías, de cuerpo y ojos tan bellos, inocentes e inofensivas, y estoy impaciente por afinar la garganta y ondear la tranca y estrellarla cerca del gato canela y blanco, no para envainársela en el lomo, sino para que huya despavorido, como el rayo de Júpiter hacia  el infinito.
  


Te irás, te irás,
y jamás volverás
de los infiernos.

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27, abril, 2016

LÁGRIMAS




   Si esta misma tarde,  Morla, José Luis Morla Magallanes, por un orificio del cofre color caoba  en que se hallaba a cal y canto encerrado hubiese podido ver las coronas de flores, ¿veinte?, ¿acaso treinta?, que tantos amigos y jóvenes portaban, de sus ojos hubiera salido un resplandor más intenso que el producido por  los 3000 voltios de la  catenaria alzada sobre el vagón  del gato en grafito metamorfoseado, “Agro Cereales Manchegos. S.A. Albacete”.

   ¿Qué sexto sentido tienen los perros con la muerte, que los aguijonea para  ladrar de un extremo a otro de los pueblos, como percibimos hoy, en la atardecida fúnebre, ante la iglesia de Riego de la Vega? Quizás los alertaron las campanas anunciadoras del funeral, la de toques pausados  y con eco en toda la altiplanicie, ¡tom!... ¡tom!..., y la otra, festiva, y volteada, ¡tolom, tolom, tolom!, como para  desparramar  ante la cercana muchedumbre un grito de vida. Y qué sorpresa  no hubiera sido la de Morla, si desde una ventana abocada al patio, hubiese podido ver esta mañana, finalizado el recreo,  que se reunían en su honor todos los alumnos del Instituto y los profesores, en un silencio desacostumbrado, como el de una navaja que corta el aire, y que cuando sonó ese timbre de las horas, siempre por el bullicio atemperado, se adentró en nuestros oídos como un estridente chirrido…  “José Luis no era mala persona”, me comentaba, un rato más tarde, su primo Manuel Seco, “pero no le gustaban los estudios”. El ser mal estudiante  no quiere decir que no sea uno  buen ciudadano, le he razonado; es más, cuando te lo encontrabas, ¡tantas veces!, próximo a la Jefatura de Estudios, y le decías ¡pero otra vez aquí!, siempre asentía sonriendo, como quien admite que ha hecho una travesura, y otra, y otra, y merece una y otra reprimenda.


Vagón, cable catenaria de 3000 voltios,
con el tubo de la silla colgado.
   José Luis Morla era un chaval “pispejo”; aunque con quince años, en su cara no había brotado el sarpullido de la adolescencia. No había gesto de aprecio, de cercanía, que, sin apenas contestarte, no agradeciese. Y es que por mucho que te cuiden tus abuelos, tus tíos, cuando uno ha perdido al padre, a la madre, en los primeros años de vida, hay una ausencia infinita que va acrecentándose con la edad, un vacío que  alma alguna es capaz de colmar. Quizás esa orfandad suya traslucía la foto colgada en  la red social: una cara pecosa de mirada interrogadora, un peinado encaminado a domeñar la tupida y rebelde cabellera, y unos labios gruesos, ligeramente apretados, sin atisbo de sonrisa; ante un labrantío en plena tarea de arado, con un tractor al fondo que va alineando los surcos en la altiplanicie. Pocas veces el color ocre de la tierra se  refleja, como en Morla,  en unos ojos avellana, en el pelo castaño, en la piel de textura arenisca y sonrosada.

   La Estación del Norte de Astorga luce impoluta. Hace unos años remozaron sus fachadas, sus andenes, sus marquesinas… Los trenes Alvia llegan a ella desilizándose como en un patinete, y se van bisbiseando; algo más ruidosos son los de largo recorrido o las Unidades, y estruendosos los de mercancías.  Pero ya hace muchos años no existe El  Recorrido, con sus ferroviarios; la cafetería y el kiosco de periódicos, están cerrados; solo una persona la habita en las taquillas, y algunas horas, ni eso siquiera; está a la intemperie, a la intemperie siempre, pues, de llamar la atención, pueden ser recibidas respuestas airadas. Pero eso no quita el que conserve restos de su antiguo esplendor, sus numerosas vías donde depositar vagones en desuso: toda una amalgama de viejos furgones con ajados grafitos pintados en otras estaciones de forma furtiva. Algunos de ellos los ocupan los adolescentes los fines de semana para experimentar las más modernas danzas, o los  abordan  a la francesa moda “parkour” para cimbrear el cuerpo.  Sucedió en la tarde del  domingo, hacia las siete, pero aún, por trámite legal, el tubo metálico,  plegado, de la silla desarmada, junto a una colchoneta, entre los raíles, este miércoles sigue pendido de la catenaria de 3000 voltios; fue subirse por la escalera que da acceso a la cubierta abombada del vagón manchego, tocar el tubo de la silla colgado de la catenaria y no despertar  ya nunca más. Morla, quedó tendido en la techumbre; aún tuvo tiempo de decir “ay, me muero”, y después, como revive  su primo Manuel,  “no paró en los suspiros, aaah, aaah…”.

   Ay, si Morla hubiese podido oír esta tarde el “Toque de Oración”, cuando elevaron su cofre ante la iglesia de Riego,  a cargo de  la Banda del Nazareno y de la Soledad, a la que se había recientemente apuntado… Hubiera abierto con una sonrisa y para siempre esos labios ligeramente entristecidos de su foto de la red social, ante el labrantío de surcos confundidos en el sinfín de la loma tan amorosamente volteada. En el Instituto quizás mañana, aunque no del todo, pues estos tres días  han sido tantas las lágrimas, se vuelva a atemperar el timbre de las horas  con el bullicio, las reprimendas y el altisonante furor que ocasionan  los exámenes.




Lágrimas, lágrimas,
en las aulas y el patio,
y en las flores.
Cofradía del Nazareno y la Soledad


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17, abril, 2016


¿QUÉ PREGONARÁ ESTA LLUVIA?


¿Qué pregonará esta lluvia del mediodía?, esta lluvia que ha empezado a caer al pronto de comenzar la reivindicación de la memoria por enésima vez, la memoria de cuantos fueron fusilados en el monte de Estébanez o en el muro posterior del cementerio viejo,  justo al lado del nuevo, añadido,  en el que nos hallamos. ¿Cómo no vibrar ante tantos compatriotas, el propio alcalde de la ciudad, Miguel Carro Verdejo, que hasta para figurar su nombre en el cercano panteón familiar se necesitó autorización especial, solo su nombre, su nombre esculpido en el mármol con sus 41 años, junto al de su padre, y el de su madre, la cual hubo de presentir u oír los tiros asesinos del alba el 15 de agosto de 1936. Pues van diciendo los nombres y apellidos, su pueblo, el lugar del asesinato, uno a uno, con un son como el del triángulo que golpean una, y otra, y otra vez, hasta herir los oídos. Van, y van recitando los nombres, de profesores, de un sacerdote, de médicos, de maestros, de un general, de jornaleros, de labriegos, sacados de sus casas en su noche de autos, del penal leonés de San Marcos; o del Cuartel de Santocildes, temporal macroprisión que nunca hubo de ser.

   ¿Por qué ese afán de amordazar la memoria para unos?; por qué cuando la memoria para otros fue carro triunfante. Eso me pregunto, bajo el paraguas, como están  tantos otros, que identifico, de Izquierda Unida, del PSOE, unos pocos de Podemos,  y nietos o biznietos de represaliados; han pasado muchas décadas y ya solo en este acto de recuerdo y de homenaje organizado por  el Ateneo Republicano se hallan dos ancianos que vivieron de niños tan trágicos acontecimientos en la ciudad. Leen versos de Machado y de Miguel Hernández, bajo una frágil carpa, instalada para la ocasión; un grupo de músicos locales interpreta el Himno de Riego y composiciones que traen el eco de unos años en que la nación pudo cambiar su destino. Se recuerdan, con detalle,  los últimos días de Eugenio Curiel, el director del Instituto, del abuelo de Sol Gómez Arteaga…; de cómo se puede percibir una ciudad, muchos años después, cuando un familiar alcanza a conocer en qué espacio fue posible el dolor de sus antepasados,  y de cómo  llega a reconciliarse con ella.  Se reconoce, finalmente,  la ingente labor de García Bañales por investigar y publicar lo que pese a  tantos periódicos y  revistas, nadie nunca contó.

   Es abril y apenas en caprichosos instantes clarea. Vuelve la lluvia y golpea sobre el  granito, de los adoquines que cubren el osario, de las primitivas aras sobre ellos asentadas, asimismo en los pináculos del castillo de los marqueses reutilizados en su día para la escultura  del león español que tiene rendida al águila francesa. Este sobrio  monumento a la memoria de aquellos compatriotas a los que robaron la vida, y dejaron en sus casas un grito de dolor eterno, es tan solo un azar de piedras de granito, unas menudas horizontales y otras enhiestas, todas ellas esparcidas en un cuadrado.  ¿Qué significará esta lluvia que cae sobre este paño de cantería gaudiniana y un enjambre de paraguas multicolores?; en la tumba, jalonada por dos cipreses, de Carro Verdejo, sobre los claveles de los benefactores Goyo y Aurea, en la de tantos otros… Lo que cuantos han intervenido han dicho: que reivindicar la memoria es un acto de justicia, un anhelo de paz, nunca de revancha. En eso  estamos, en que es bueno el conocimiento y malsano el olvido.









Como tañidos
en granito y flores,
cae la lluvia.







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2, abril, 2016

TIEMPOS  CURTIDOS



No es verdad que haga tanto frío, aunque los nubarrones negros acerados prevengan a uno a abrigarse. Sucede que cuando este monte mítico, que va emergiendo y sumergiéndose desde este ondulado tobogán que es la carretera hasta el Val de San Lorenzo, está como hoy con mantillo blanco, y que se aprecia desde el coche, entonces la brisa no arroja puntadas de nieve, pero sí su frescura. En la nueva hora del reloj  son cerca de las ocho y media, pero la solar no ha cambiado, por lo que en el ocaso del Teleno, tras lomas de terreno baldío y de cereales despuntados en un acolchado verdor, el sol aún se esconde, sobre una blanca inmensidad, la del monte nevado y la nube clareada. Y  aún más,  es tal el poderío de su luminosidad que sus  laderas próximas no son verdosas como las que tengo cercanas, sino se adivinan  violáceas. Un placer, asimismo, este museo al que hemos venido, La Comunal, donde los valuros atesoran su historia de batanes y telares,  trajes y canciones; para escuchar al último curtidor, en activo, de Santa María del Páramo: Genaro González Alonso.  Nos aleccionan con un vídeo de la enjundiosa labor desde que la piel del animal entra en la tenería hasta su acabado en curtido. Nada de lo que dicen me resulta ajeno, ni siquiera ese olor de sales y aguas sulfurosas corrompidas,  que nacía de los pozos donde echaban a ablandar las pieles; tampoco el habitual artesiano con su gigantesco pilón, aún menos el descarnado, el empastado o el acolchado con que iban domeñando piezas que se habían nutrido de los vientos y de cuerpos finalmente desollados. Aunque definitivamente se fue, parece que sigo viendo a mi tío Paco (Francisco Rodríguez Prieto), el último curtidor de Astorga, ya jubilado, al lado de casa, ante el caballete y la piel sobre él extendida, con las cuchillas de descarnar, de esparrar, o la más simple de mano, todas ellas como cimitarras árabes de doble empuñadura. Con la piel ya colgada y la luneta calada con corte vuelto presa en su mano,  raspa que te raspa  para hacer saltar en virutas los empastes sobrantes; o con la corcha bajo su brazo para batanear la piel ya trajinada.

    Recordar aquellas tenerías es disfrutar de nuevo  años  infancia, esos que dicen son el paraíso, aunque no para todos.  De los tres cortijos (así se llamaban las fábricas de curtidos en Astorga), ya solo queda el recuerdo: el de la carretera de San Román, cercano al puente de  la Moldería Real, de Mateo Tagarro y, posteriormente de Felipe Fernández,  donde mi tío Paco trabajaba y estaba de casero, y del que pude disfrutar sus grandes pozos, ya menguados,  y los corredores cuando las fiestas del barrio cercano; el del bisabuelo del escritor Ramón Carnicer, finalmente de los hijos de Cipriano Tagarro, junto a la iglesia de San Andrés, por donde nos guardábamos para el escondite y hacer algunas picardías; y el de Fabián Salvadores, que terminó habitado por los Sorribas, frontal a la fábrica de chocolates de Tomás Rubio que aún pervive en la carretera de Nistal, donde la cruza la Moldería,  como la última osamenta de lo que fue un soberbio edificio. En la  ruina y desaparición de todos ellos se fue una parte importante de la industria y artesanía locales, con presencia al menos desde los años 80 del siglo XIX. Eran potentes edificaciones, sin ese refinamiento de las fábricas de harinas y chocolates del área de la Estación, pero bellas en su reciedumbre. Apenas si preservamos  el patrimonio fabril de nuestros antepasados,  donde tantos sudores, anhelos y penurias habitaron. Ojalá se cumpla el sueño de Genaro González, el último curtidor en activo de Santa María, de suerte que cuando ya carezca de fuerzas para tan duro oficio se convierta su tenería en permanente museo. Esto cavilo, de vuelta a Astorga,  ya de noche, cuando el coche sube y baja badenes, pero sin más horizonte que el inmediato asfaltado resplandeciente.



Luneta de curtidor, 2,4, 2016



Torna el recuerdo,
en sales y sulfuro,
de aquellas pieles.





  




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17, marzo, 2016

                                            



                                LA LIEBRE  LULÍ


¿Cómo no detenerse, esta misma tarde, a las seis, en El Melgar? Va uno pensando en el mago que habita las bodegas del Palacio, y se cerciora de que tan alterado sigue, porque ya hace tiempo sufre la perforación de los taladros, que hacen vibrar, con un ruido ensordecedor, toda la pétrea coraza blanca. ¿Bajarán los obreros  a los sótanos, que él habita tan ricamente entre lápidas y bóvedas de celdillas ensambladas, una vez que retiren  el postizo de la vivienda del casero-guardián? Si el mago rabia, Gaudí, y el mismo Guereta, allá donde habiten con su genio, verán complacidos cómo otra parte de tan noble edificio recupera su esplendor original. Detenerse merece un señor que cuando te paras con él para entablar conversación te dice:

—Yo no soy de bares, todo el día al campo, haya frío o nieve. Me gustan mucho los animales.
   Aunque me comenta que es de Astorga, le manifiesto que no reconozco su fisonomía, y yo me precio de que, los nombres no, pero si alguien ha vivido largo tiempo en esta ciudad y ya es adulto no se me despinta. Va a resultar que ha dado “la vuelta al país y parte del extranjero” y que tiene gran querencia por El Sierro, donde por las motos, por las explanaciones para cubrir los vertidos de escombros, “ya no hay conejos, ni nada, solo bastardos, sí, sí, serpientes, eso es lo que hay”.
   —Es una buena obra tapar los escombros. Y plantamos en su día encinas y robles, cuando el ayuntamiento pasó a ser propietario de todo ese monte de pozos ferruginosos.
   Pues de poco ha servido, me manifiesta, porque dice haber sembrado en la parte baja cebollas y se las han comido los caracoles; me reconoce que su mayor satisfacción en este paraje que tanto frecuenta son los nidos de perdices.
    —¿Y lo acompaña? —le pregunto.
  —¿Quién?, ¿Lulí? Lulí va conmigo a todas las partes, ya sea la plaza del ayuntamiento, El Sierro o este parque.
   De lejos bien creí que era uno de estos perritos pequeños, ahora tan de moda en la ciudad en demérito de los mezclados castizos,  pero no, el vecino Valentín Campo Borrego, quien,  ya jubilado por un brazo quebrado, reside en esta ciudad, a quien pasea, con todos los aditamentos propios de los canes,  es a una liebre. La liebre Lulí, que rescató para que no terminara en alguna cazuela como manjar suculento hace un par de años.
   —La tienes muy cuidada, y vaya cómo te conoce, y qué gracias te hace.
   A Valentín, ante palabras tan complacidas, se le “achispan” los ojos, que se develan  un tanto picarones en esa tupida barba propia de la edad tercera, la que tan pronto nace de plata como se tiñe de azabache. No es para menos. Pues Lulí, en verdad,  es una coneja hermosa: tiene unas grandes pupilas de color canela y un iris negro tizón, y así es también todo el manto de su piel, un tupido pelo acaramelado con vetas atezadas.    
   Valentín me dice que si quiere la suelta, que no se le escapa. No, no, no hace falta, le repito, y me pide que no me despida aún,  que espere un instante: entonces mueve ligeramente la cadeneta como quien toca suavemente una campanilla. Con toda naturalidad,  Lulí  se le sube al pantalón y lo olfatea mientras agita con cimbreo sus bigotes. Y yo me despido sorprendido porque  coneja tan diestra no desmerece de los demás perrillos de pitiminí,  pese a que sus amos, al caminar controlando su trotecillo, se enseñoreen, esta tarde,   por el parque de El Melgar.





            En El Melgar,
            olfatea Lulí
             a Valentín.
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THOMAS 




CAMINA AL FINISTERRE



3, marzo, 2016

Ni la primera vez que emprendió el Camino, en 2010, por el asalto de un fortuito y dilatado encuentro  de amores donde sus padres se conocieron, y tampoco la segunda, en 2014, dado el agotamiento de su perro Ulk en donde lo engendraron, pudo llegar a su destino; pero estoy convencido de que esta vez Thomas Fouillat Dussart  sí que alcanzará la costa oeste, "adonde el sol se pone”. Aún puede que estén enclavadas las balizas que su padre Yves junto a su hermano, Philippe,  hará más de cinco décadas,  colocaron en el camino que va desde Santiago al que será  su destino final, Finisterre. Ya está a mitad  de camino, pues esta mañana,  son las 14:50, sube con su singular carruaje, y compañía, por  la cuesta de la Nacional 120, o calle de El Pozo, que es  el origen de la vía romana de Astorga a Burdeos por la que en los tiempos medievales empezó a discurrir la peregrinación a la tumba del Apóstol. No se le nota cansancio alguno, es más, su cara, claramente  francesa y ovalada, derrocha frescura y sonrisa permanente, con unas calenturas templadas por el viento, ya frío, y por el sol; sus acompañantes, Olivier (Oli Moulu), y Emmanuelle (Emmanu´ailes), que se unió a ellos en San Martín del Camino y pronto abandonará  el Camino, para en otra ocasión retornar, suben la cuesta con menos brío. Thomas, hasta que para conmigo,  camina, ya digo, el primero, ante su burro Calimero, que transporta una singular carreta con su dogo canario Ulk en su aposento, pues es merecedor en la vejez de disfrutar de su amo, y de cuanto su amo siente y contempla. 

   Cuando comenzamos a hablar ni Calimero, que parece enseñarme su concha que luce en la testuz,  ni Ulk se inmutan lo más mínimo. Le comento que pronto lo sorprenderá  la nieve, y que ha llegado a una ciudad muy bonita, que no deje de ver sus monumentos, sus museos:
  ¿Dónde queda el Museo del Chocolate?, me pregunta.

   Damos unos pasos y le indico la bajada hacia la Estación y le describo a lo lejos, más con gestos que con mi mal francés,  el hermoso edificio modernista de Magín Rubio, que no se ve, pero se adivina. Mientras hablamos no dejo de mirar a Ulk, con su pose señorial, que observa  a uno con sus ojos lánguidos como si entendiera. Thomas nunca ha dejado a su perro a la intemperie, o en soledad; por eso, si  él había de persistir en su deseo de ausentarse de  Thorens-Glières (el pueblo de la Alta Saboya donde vive) era preciso buscarse un jumento y fabricar una carreta para tan ilustre familiar. Acudió al célebre Jacques Clouteau, admirado en Francia, porque desde su pueblo occitano de Montdoumerc,  libra, como en Astorga Isaac de la Fuente,  una batalla por la pervivencia de los burros, con su adquisición y cría; con su asno Ferdinand recorrió medio mundo, también, en 1993, la senda a Santiago.  Thomas eligió a Calimero, y Clouteau  se comprometió a darle los materiales para su carreta, pero con la condición de que, además de transportar a Ulk, fuese un modelo apto para minusválidos. Thomas la diseñó y ensambló como si ese fuese su oficio artesano y el cinco del pasado febrero salió de Cahors, con Calimero y la carreta , Ulk y  la mochila.



    Thomas fue engendrado en el pueblo navarro de Bagorta, adonde sus padres, que se habían conocido en el propio Camino, en Saint Jean de Port, llegaron, también con una burra, Aneth, para pasar el otoño y el invierno de 1987. En la senda peregrina iría creciendo en el vientre de su madre, y nacería en la propia ciudad de Santiago el 3 de julio de 1988, con gran resonancia informativa; entonces los albergues  eran  llegar a un pueblo y pedir alojamiento al señor cura.  Sus padres (cada cual años después siguió diferente destino) están satisfechos porque se ha reconocido como “hijo del Camino”.  Yves, en Francia lo acompañó hasta la frontera, y practica  el mismo oficio con el que pudo ir viviendo años ha en la senda peregrina: trovador, concertista, animador... Su hijo Thomas renunció a un buen puesto en Ginebra, pero está más que satisfecho porque considera que “cuando sales a la calle la  gente es maravillosa” y lo entusiasma la posibilidad de crear un centro destinado a la espiritualidad. Llegará a Santiago, y verá ponerse el sol en Finisterre.


 



         Camina Thomas
con Ulk y Calimero
al Finisterre









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13, febrero, 2016

EL CONFETI




   Son estos unos días en que este invierno tardío de nieves ha colmado los cauces de los ríos y arroyuelos, hasta anegar  las calles de varios  pueblos de La Cepeda. Y aunque parecía que en Astorga iba a llover a cántaros durante las primeras horas de esta mañana sabatina, para el Pregón de Piñata alumbró el sol. Tiene la Plaza un bullicio, que ocasionan las gentes, y el montaje de dos grandes escenarios para las orquestas, encarados; hoy, uno con una alta parrilla, ante el ayuntamiento, y otro en el cantón, con un telón de fantásticos colores de neón. Viene siendo ya costumbre el respetar esos momentos en que Juan Zancuda y Colasa repican las horas, y así se cumple en esta ocasión, hasta que por segunda vez anuncian la una. Entonces ya sale al balcón mayor el cortejo carnavalesco, con el señor alcalde y concejales disfrazados para la ocasión, y la pregonera, periodista de profesión y habitual, hasta hace unos meses,  de la gran casa. María, María Fernández,  que se proclama hada del Carnaval, se mueve con sus alas de mariposa  por el largo corredor  de 461 arrobas y media de peso, como  el Mosquito de Lorca cuando, en los Títeres de Cachiporra, quiere cautivar al público: con voz templada y radiofónica (tal es ahora su oficio en El Barco), sin legajo alguno,  cuenta cómo desde la infancia el Carnaval ha formado parte de su vida, y no olvida algunas puntadas para el merengue de color azul, rojo, morado y naranja, en que España anda estos días empastelada; también proporciona  una peculiar receta para el buen hacer de la Corporación. Del interior de la planta  principal los  cañones que arrojan bocanadas de  confeti envuelven a los ediles y a la  pregonera en una lluvia de colores vivos, los mismos del cartel de Jaillus, donde otro tipo de personajes, abigarrados, de traza tradicional y nacidos de fotogramas digitales,  se muestran exultantes sobre un fondo de color rojo y amarillento como al azar vertido: el maragato con su flauta y la maragata, el soldado napoleónico,  don Quijote y su insigne creador, Elvis Presley, una representante del grupo  Las Brujas con peineta torera,  y otras figuras propias de las películas de animación, como La guerra de las galaxias.

   A mí me ha  gustado, especialmente, el confeti: esa nube de virutas en papel  que parecen expulsadas por  un fuerte ciclón, y que, una vez han cubierto a cuantos se hallan en el balcón mayor,  empiezan a diseminarse, ante la fachada barroca, terrosa, y la puntean de motas de colores. Es como si, por unos instantes, la casa de todos se hubiera engalanado, con un desecho de papel de mil tonalidades, una vez  triturado y aventado el cartel de Jaillus, para el lucimiento de un pregón que resultó original y cálido.  Y es que a veces lo más bello es lo más ingenuo y sencillo.

    



La bocanada
de confeti aleteó  
en la fachada.

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4, febrero, 2016





¡QUÉ DELICIA!















¡Qué delicia la del sol! Estos meses de diciembre y enero no han sido los acostumbrados: días oscuros, con amenaza de lluvia, niebla en las mañanas, un asomo de nieve y prontas las noches,  cuando,  ya de por sí, llegado el invierno, son  tempraneras. Pero hoy la Eragudina, los céspedes y praderíos, al clarear la mañana estaban cubiertos de un mantillo blanco que, por estar helado, lucía cristalino y a la caricia primera del sol se alzaba en un vaho vaporoso de caldario romano. Este jueves ha sido el primer día de sol permanente, con ese cielo del invierno, azul claro tamizado de nubecillas transparentes. Como finalicé pronto las clases en el instituto, pude subir el último rato de la mañana a la Biblioteca, pues estoy interesado en conocer algo, en los archivos,  de su historia, de los miles de niños expósitos que la habitaron. Coges en tus manos documentos de más de 170 años, con padecimientos de viruela, de hambre, de malos tratos…, también de buena crianza y de lucha por su dignidad, y no puedes evitar una emoción, por eso, porque en los papeles muchas veces está la vida. Camino de casa, por la muralla, la vida de la ciudad ha cobrado un ritmo nuevo: en la plaza de San Roque están instalando un circo, la cubre un gran casquete azul, con protuberancias de los puntales jalonados de estrellas, cientos de sillas rojas, graderíos y el escenario casi dispuesto para el mejor espectáculo del mundo; un letrero, colgado de una farola cercana, lo anuncia, Vienna. Saludas a paseantes, pues placentero es en las ciudades pequeñas compartir la vecindad, y nos acompaña el Teleno, escaso de nieve. Por San Blas la cigüeña verás: ahí está, la cigüeña macho, en la espadaña tronchada del santuario de Fátima, beneficiada porque en la tarde del cuatro de junio de 2011 un rayo con todo su resplandor atronó el barrio del ayuntamiento y derruyó su cimborrio y la cruz que lo remataba; espera a su pareja, que lo es de por vida, para acomodar entre los dos otra vez  el nido en el que nacerán nuevos cigoñiños. 

   La muralla es toda para el sol, pues los  67 gruesos plataneros y un benjamín, que la recorren,  están como recién podados, mondos y lirondos, con los brazos desnudos y la piel, blanquecina y gris, en mudanza. Solo hay verdor en la copa de los cuatro aligustres cercanos al foso campamental, pero apenas se notan, intercalados entre dos tandas de plataneros, y en las tres tuyas al final de la cerca del seminario, previas a las terrazas para el juego de bolos, donde los cuatro prunos, de tan desnudos, nadie diría que llegarán a estar cuajados de carmín. A los siete últimos los antecede el majestuoso cedro, con la morera a su vera, achicada, como estéril: puro engaño, pues florecerá en abril y de sus capullos nacerá la seda.  Se  ha difundido la creencia popular de que este año será de buena ventura, porque a la Virgen de las Candelas, procesionada en Rectivía el martes, no se le apagó la vela en todo su recorrido festivo, que lo fue con compás de flauta y tamboril de David Andrés y veteranos mozos con castañuelas.

   Anuncian que esta noche la pelona va a ser de las de abrigo. Así que mañana, de nuevo: ¡qué delicia la del sol!





Mantillo blanco:
¡qué delicia la del sol
en la muralla!








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31, diciembre, 2105

ARCO IRIS




    No sé si antaño sucedía que en invierno no aliviaban el agua convenientemente en el Embalse de Villameca que las zonas bajas de la Moldería Real en San Andrés y las del Tuerto en las proximidades de la Aiptesa se enaguaban, y quedaba toda esta vega hasta la vía férrea como un inmenso lago. Entonces teníamos que abandonar la vivienda para irnos a refugiar en casa de unos familiares,  y siempre atenazaba el peligro de que la inmensa presa podía reventar y sembrar de destrucción pueblos de La Cepeda, cuyos restos, animales muertos, vigas, aperos y algún mueble, llegarían envueltos en el fango hasta las Fuentes de Santiago. Nunca sucedió tal infortunio: cuando el agua, al fin, se desaguaba en los dos cauces, era la maleza, trapos, troncos, algún cacharro, lo que menudeaba por la inmensa torta del labrantío. “Si sale el arco iris se espantará la lluvia”, me decían mis padres, así que cuando los siete colores hacían su arco de ballesta en el cielo, sabía que no habría peligro alguno y que nos quedaríamos tan ricamente en casa, y que podría, como cada noche, levantarme y tras el cristal  ver pasar el “Changay” hacia la capital; era algo fantástico el avistar  los departamentos con la figura del revisor, o gentes que viajaban de pie en los pasillos,  hasta que los vagones se diluían en la oscuridad.

   Le pregunté una vez  a mi maestro don Octaviano a ver si me desvelaba  el misterio que me infundía tal tajo de espiral de la tierra al cielo: “¿Por qué si el arco iris está delante de mí tengo el sol detrás?”. Cosas de Dios, hijo, cosas de Dios. “¿Y viste el ángel en el cielo?”.  Le decía que no, y él echaba mano de un grueso libro con pastas aceitosas, eso me parecía aunque puede que fuera forro con  papel de tienda manoseado , y nos leía del Apocalipsis cómo un ángel descendía del cielo  envuelto en una almidonada nube, con el arco iris sobre su cabeza y bajo los pies columnas de fuego. Años después, cuando estudié su etimología, me descubrieron que la diosa griega Iris era la mensajera que comunicaba el pacto entre los hombres y los dioses así como el fin de la tormenta.

   Todo este relato viene a cuento porque al echar hoy un vistazo a mi cámara, que va llenándose durante el año de imágenes de la ciudad, de sus gentes, paisajes y costumbres, me he encontrado con esta tamizada foto estival. Foto tirada desde las fincas del norte del matadero, e inusual para mí, porque creo que es costumbre del arco iris cuajar en el cielo a partir del mediodía,  pocas veces como esa mañana del 30 de  agosto, antes de las ocho, cuando aún los veterinarios,  matarifes y demás obreros no han emprendido su labor, la de despachar y despiezar las vacas (que en verano, en la noche, al presentir la muerte, mugen y compungen el agua de los cercanos rodeznos de la Moldería Real).

  Ahí está la estampa menos fotografiada de la ciudad, pues es el Teleno y su trasera horizontal amurallada, con el palacio y la catedral, los que se llevan  todas las fotos nupciales, la mayoría de los retratos de los viajeros, los suspiros de los poetas. Pues conste que también, pese a no lucir muralla, que fue como el castillo despedazada, pese a sus volúmenes un tanto disparatados, esta vista desde la vía romana a Burdigalia también tiene su encanto. Y más con este arco iris, con cuyos siete colores bien puedo desear a amigos y conocidos, poco antes de las doce campanadas,  el mayor disfrute  para el año próximo y los demás venideros: con el rojo del ocaso del Teleno, el naranja de las horas tempranas de hielo y sol, el amarillo como lámina de cereal recién segado; con  el verde de las cañas tempranas de los maizales y los praderíos;  ese azul de los días luminosos del estío, el añil de las noches de luna llena, y,  en fin,  el violeta en ratos de tormenta y ´tronío´, o el de  los  atardeceres fríos, fríos de hielo en la torre rosada catedralicia.


Azul, naranja,
verde y añil,  violeta
 rojo y amarillo.



13, nov., 2015

MARRANOS A LA VISTA

  Camino hacia la Biblioteca en esta mañana tardía y anaranjada del remolón veranillo de San Martín. La ciudad la puedes pisar además de con los ojos actuales con la mirada del tiempo. Así, a escasos metros de la calle Jardín, es posible recrear la Puerta de Postigo, porticada con su reconstruido y lucido arco de medio punto; con sus portonas custodiadas por los vecinos de Valdeviejas, Murias, Castrillo y Hospital de Yuso (Santa Catalina), pues esa era su obligación. Entre esta calle y su paralela, la antigua  del Arco, adentrándonse en el Jardín de la Sinagoga, se alzaban imponentes edificaciones donde se iban criando los niños que por la guerra, el hambre y el estigma social para la mujer eran recogidos o quedaban abandonados  en su torno. Crecían  al cuidado de las monjas, bien queridas, y con el  maltrato de algún fascista como el celador Manuel el Pelao, quien, en la postguerra, infligía a los varones los más severos castigos para satisfacer su voluptuosa ira. También me viene a la memoria el vaporoso incendio acaecido en el pabellón masculino el 28 de diciembre de 1938, que conllevó, trasladados los huérfanos al Hospital de las Cinco Llagas, las penalidades que uno, por ser tan reales recordar su lectura no quisiera: aquellas criaturas hambrientas,  con la  ropa reutilizada de la Legión Cóndor que convirtió sus cuerpos en ampollas.

   De aquel orfanato de la calle Jardín nos quedan, en el flanco izquierdo, los restos del muro de la capilla y el pabellón  de los varones rehabilitado en 1982 /83  para  Biblioteca Municipal. Camino pensando en todas estas cosas del  pasado y algún recuerdo propio,  a  este principal edificio cultural de la ciudad,  pues antes de disfrutar el fin de semana quiero solicitar de la eficaz bibliotecaria, Esperanza Marcos, que instruya a los pequeños alumnos del instituto sobre su relevancia y funcionamiento. Y como es mi costumbre, me detengo, antes de cruzar la calle (así ha de ser pues vengo de los parajes de  Fuenteencalada), en echar una ojeada al jardinillo infantil, desierto pasadas las diez de la mañana, porque  detrás de los columpios y toboganes se divisa el Teleno, ese lejano horizonte que nunca se nos presenta con la misma luz, con el mismo relieve, con igual incandescencia; hoy a esta hora se halla  brumoso y lo espero,  llegado el invierno, con un manto de nieve.
 
   





















  Yo, en realidad, lo que quería contarte, es cómo  a veces cualquier lugar, plaza, parque,  o esta misma calle del Jardín, espacios todos por donde ha discurrido y transita  tanta vida de la ciudad, cualquier maleducado los puede mancillar con su inconsciencia. Pues te diré que porque alguien tuvo la deferencia de apartar hacia el bordillo los cristales, si no a buen seguro, en mi distraimiento hacia la Biblioteca, esta mañana  hubiera pisado los restos de una botella que algún sinvergüenza estrelló contra el suelo en la noche. ¡Cómo no cabrearse! Cómo no cabrearse si nada más cruzar hacia el margen izquierdo tengo que evitar un sarpullido de colillas que algún marrano vació del cenicero de su coche y a continuación  se fue tan ricamente escarneciendo el suelo. A buen seguro, en cualquier momento llegará un empleado de la limpieza y retirará estas inmundicias.

   A lo mejor sucede eso, que nos olvidamos de enseñar, y de leer lo más importante. Le pediré a Esperanza Marcos que no deje de mostrarles a los niños del instituto algún libro o cartilla de urbanidad. Para que nunca mancillen una calle,  esta calle, con su hospicio y su jardín.    
  
  
Calle Jardín,
ajada de colillas
tu suelo está.

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9, noviembre, 2015











Denise




Pikka Thiem








Si a  Denise Pikka Thiem no le hubiera salido al encuentro en el camino  un  canalla confeso donde los haya, Miguel Ángel Muñoz Blas, el pasado cinco de abril habría empezado a subir las lomas que, después de dejar la episcopal ciudad encumbrada a 870,3 metros de altura sobre el Mediterráneo en Alicante,  van ascendiendo ascendiendo  hasta el monte Irago. Hubiera depositado una piedra y un deseo a los pies de la cruz ferruginosa y descendería hacia la hondonada berciana, donde los frutos son generosos y el habla de sus habitantes cantarina y melosa. No es un desprecio a la meseta, que en la Vega del Tuerto se convierte en labrantíos de lúpulo, remolacha, maizales y cereales, pero en  la tierra baldía maragata, que circunda el camino peregrino, es otra la belleza, máxime cuando revienta en floración: la de las urces,  arandaneras y serbales, robledos y encinares…

   Es hoy un día tan ardiente y luminoso, con la tierra humedecida, que no ha de ser desaprovechado;  pronto los hielos nos negarán esta calidez, apenas si llegarán peregrinos (hoy aún no temen los rigores y caminan complacidos), por eso me he acercado hasta Rabanal, donde el tamboritero Maxi Arce atesora el silbido de la tierra.  Y resulta inevitable que todo este primer tramo del Camino maragato sea ya para siempre un tributo a Denise, la norteamericana nacida en Hong Kong y que venía a conocer un tercer continente, en su más pura esencia: la senda  por la que han trajinado reyes y vasallos, obispos y monjes, juglares y troveros, pícaros y robadores;  y, hoy en día, junto a los asalariados agobiados de las grandes urbes, los más afamados de las finanzas, las artes y la farándula.

   Sin duda, Denise se hubiera sorprendido en su  caminar por la primera loma hacia Santa Catalina, al contemplar cómo emerge para el peregrino, enhiesta y solitaria, la espadaña de su iglesia con el fondo infinito azulado del Teleno. ¿Habrá pueblo o tan solo ese mojón de campanas entre salteadas encinas? Hay pueblo y hospital de peregrinos. Y si hubiera podido llegar hasta El Ganso, su lugar de destino hasta reanudar temprano de nuevo el Camino, en la noche a buen seguro le hubiera gustado  también la espadaña de su iglesia, iluminada tan solo en sus campanas, por eso es mayor su belleza; y se habría fijado también en esas tapias de piedra que el tiempo no logra arrumbar del todo y en algunos tejados con sus vigas desnudas de cuelmo.  Es aún esa otra suerte del Camino: no iluminar los monumentos como láminas fluorescentes, sino, por la penuria a la que conlleva la despoblación,  insinuarlos sin agobiar la oscuridad de la noche. En otros países más pudientes, enemigos del dispendio,  es costumbre habitual este recato de la luz,  como pudimos ver en la ciudad hermanada de Moissac o en la amistosa para con el otro camino, el de la Plata, de  Utrecht.

   Denise acaso pudo disfrutar, en el atrio catedralicio,  el encuentro bailado entre el Resucitado y la Virgen del Amor Hermoso; no pudo llegar a El Ganso, porque un canalla confeso donde los haya le arrebató sañudamente la vida. Pero su cara oriental, tierna y bondadosa,  permanecerá para siempre  en este tramo del Camino; no en vano desde el principio de la creación suya es la fortaleza de la urz, del roble y de la encina.


Por un canalla
espadaña en El Ganso
no vio Denise.

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1, noviembre, 2015





CASTAÑAS DE SANTOS

No es este uno de noviembre un día frío y entreverado de sol, como acostumbra: ha despejado el cielo  y se ha ido esa lluvia meona de estos últimos días, la que por ser tan caprichosa y fina no sabes si llevas abierto el paraguas para adornarte o guarecerte. En todos los parajes los árboles siguen desprendiéndose de sus hojas, y más intensamente los chopos lombardos de La Eragudina  y los comunes de la Moldería Real, no así aún los  pocos humeros que, como reliquia, este cauce molinero conserva. Las confiterías, a hora temprana,  han llenado sus mostradores de bandejas de buñuelos, con densa crema, y huesos de santos, con caña de cuajada yema.

  Es el día de las flores; desde primeras horas, danzan por millares entre los cipreses de las calles de los cuarteles para ser posadas en las sepulturas. Pasadas las nueve, se disponen Isabel y José a apostarse, con la máquina de asar castañas, remolcada desde Villadangos,  en el lateral norteño de la puerta principal del camposanto. La capilla, de tan recoleta, apenas cuenta con espacio para los fieles, por eso el ayuntamiento está situando, no muy lejos de la frontal campana, aparatos de megafonía, incluso pantalla, para que, al mediodía, cuantos deseen puedan  elevar sus plegarias  con don Blas, el párroco de Santa Marta, y, actualmente, también de Rectivía.

   Astorga no es ciudad de castaños; algunos, bravos, estos días en la carretera de los Bolos abren sus conchas de erizo para expulsar el fruto hacia el pavimento. Sin embargo, desde antaño, en ella no falta la querencia por las castañas: en hermosos versos para siempre quedó ensalzada, por Leopoldo Panero, Macaria, la castañera de la plaza Mayor, con su asador de tambor,  ciega y vagabunda en la vejez, como  “…rescoldo / retirado de mucha soledad”. Para la nuestra y otras generaciones ha quedado la simpatía y bondad de Riancho, con su máquina junto a los taxis,  simulacro de las de vapor de la Vía del Oeste;  al final, pese a unos primeros intentos,  no pudo ser el  continuar la tradición, por la desgracia de ese hijo que pereció en la exhalación de humos y carburantes en el altozano del santo Toribio.

   Otros vinieron, mas por poco tiempo. Hasta que un día Isabel Suárez Rojano propuso a su marido: “¿Y por qué no vamos a Astorga, que es un sitio frío?”. Hasta entonces su mercado era León, donde son conocidos por su puesto, que ellos consideran “artístico” y que  llenan de garrapiñadas, manzanas de caramelo y algodón de azúcar. No recuerdan si llevan viniendo siete, ocho o más años, pero por los Santos  cada mañana remolcan desde Villadangos la máquina de asar castañas que el propio José Rubio Bernardo ha fabricado con sus manos. “Tengo otra en casa, esta está sin rematar, le faltan los adornos y los faroles”. Pero tiene arte también, le comento, aunque es verdad que la que ha  dejado en Villadangos luce más cuando te la cruzas camino de León engarzada al coche. No me atrevo a comentarle que algo de encanto ambas sí han  perdido porque ya no arden en ellas las brasas sino un aspersor de gas butano.

   Riancho zarandeaba en el interior de aquella verdadera caldera las castañas con un ritmo y bamboleo precisos; igualmente pretende José en esta mañana de todos los santos. Isabel comenta que de castañas congeladas, ni verlas, que para ella las de El Bierzo, mejores que las gallegas, tan “apatatadas”, y que este año la cosecha finalizará en dos semanas, porque ha llovido mucho. Al atardecer Jose e Isabel emprenden camino a la plaza Obispo Alcolea: hasta febrero convivirán con los taxistas, y de cuando en cuando un niño, un adulto, parará para comprar un cucurucho de papel de periódico donde calentará sus manos.  


Oigan los niños:
“Ya están los castañeros,
a su plaza van”.

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25, octubre, 2015



Este domingo último de octubre ha amanecido  templado y amoroso. Para la llegada del mediodía oficialmente falta  más de una  hora, pero no para mí, pues aún no he bailado las agujas de mi reloj, tarea esta sencilla pero a la que me resisto un tiempo como rebeldía –inútil, claro–, dado este jugueteo que se traen para adelantarnos o postergarnos la luz solar. He caminado por la ciudad y después bajado al río, porque  en la otoñada suele ser, antes que cauce para recibir los deshielos desde la Peña del Gato, humedal con henchida vegetación. Y te diré que tanto La  Eragudina como todos los pastizales baldíos tras el convento de las clarisas son una densa alfombra  para atenuar tus pasos;  pasa eso en días así, cuando  la lluvia ha sido persistente y fina, la tierra con verdor tanto  se esponja que caminas por un mullido jugoso y confortable.

   Pocas personas, apenas dos, observan el Jerga cuajado de espadañas: “A nosotros no nos molestan”. A mí tampoco, es más,  me gustan, les había dicho; también que   no son maleza, que si hambre hubiera comeríamos sus tallos jóvenes, que ahora solo  conservan parte de su esplendor, pues la vistosa flor masculina de la primavera ya no es más sobre la persistente espiga cilíndrica femenina que un filamento quebradizo. A esta espiga femenina la adornó la naturaleza con todas las virtudes: de similar hermosura a la “cardencha” con que los tejedores del Val convierten la lana en almidón de azúcar, pero más estilizada y sin aguijones, de suerte que es posible  apresarla o depositarla en un florero para adornar y espantar los mosquitos. Echo de menos los mazos de  juncos que los gitanos depositaban unos días,  por estas fechas, en la vereda de los chopos lombardos, para fabricar cestos de mimbre que sus mujeres después iban a vender a nuestras casas. Pero me reconfortan los zarzales con sus bayas rojas en las paredes empedradas de las fincas cercanas.


   Cuando contemplo un edificio de interés encapsulado para su restauración  con una malla, sea la casa Granell, o estos días la espadaña de la iglesia de los redentoristas, siento contento porque la ciudad no pierde retazos de su hermosura.  Fue la noche del  25 de agosto de 1996, en que  llenamos de músicos los campanarios de la ciudad, para el concierto de Llorenç Barber “Astorga inevitable”, cuando me apercibí de que la magia de las campanas en la ciudad no estaba solo en la catedral, tan repleta de ellas su torre rosada, sino en las espadañas de los monasterios, de las iglesias y del mismo ayuntamiento con Colasa y Zancuda. Atestigüé  que eran más abundantes que las torres cuadradas, de San Bartolomé,  o del mismo San Andrés, tan hermosa como remate alzado de las barandillas rojizas aplantilladas. Hoy he vuelto, temprano,  a disfrutar de  todas, con sus vanos, unos con campanas, otros simulados o vacíos, en Santa Marta, monasterios de las  Siervas, de Sancti Spiritus y de  las Clarisas; y del diminuto pináculo de la cofradía de la Vera Cruz –verdadero sonajero para la umbría del Jardín–. Lástima que la del santuario de Fátima, aunque ahora ha dejado sitio para  un nido de cigüeñas, no haya recobrado el espigón que un rayo mortífero derribó en 2011.


   En Astorga las espadañas brotan en el río y se alzan como espigones hacia el cielo con sus campanas.
                                                                                                                     



   Las espadañas
tañen sones y cuajan
 el humedal.
   
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26, septiembre, 2015




BABEL DE GENTES  Y TRONIDOS
EN LA CIUDAD




Hoy la ciudad, en el transcurso  del  mediodía según hora solar, era una sorpresa, una mezcolanza de antiguos atuendos, y de sonidos de cencerros y atabales, de gaitas y tambores; de vez en cuando retumbaban las murallas por el fogueo de las tropas napoleónicas; mientras, los zuizones velaban armas en el foro de la ciudad. Los astures y romanos desfilaban por la ciudad amurallada, se asomaban a los cubos y las troneras, los del oeste, del sur y del este, para que los recién llegados, gentes y tribus de la montaña y de la estepa del Viejo Reino, pudieran demostrar sus artes sin ser incomodados por  tropas o hados enemigos. 

Muchos son los peregrinos a Santiago que se detienen, en su discurrir hacia el monte Irago, en la vía peregrina;  ya sea para contemplar en la Plaza, al amparo del cangrejo gigante de Herrera de Pisuerga,  los tajos verticales y horizontales con que los gabarreros de El Espinar desmochan anchos troncos; en Pío Gullón al Zangarrón zamorano, con su máscara negra y su peluca de cintas de colores para ahuyentar la peste; o, asimismo, en  Postas para oír la narración, por parte de los Jefes, de la destrucción de Silos para que Almanzor no hallase en su razia otra cosa que ruina y fuego. Júntanse, finalmente, los peregrinos con otros visitantes de Europa, América y Asia,  en la plaza palaciega, y todos juntos alaban la belleza de las doncellas de Simancas que un Abderramán no pudo gozar. En estos dos festejos atemoriza  la morisma, y en el caso de las doncellas liberadas fueron, según fabulosamente cuentan, por el triunfo de la seña o enseña de Clavijo, custodiada en la Casa Consistorial. 

Octavio Augusto, recién coronado César en las celebraciones augustales, oficiadas por Mixticius, altivo en su cuádriga y acompañado de su cohorte recorre el paseo de la Muralla; al tiempo otea el horizonte del Teleno, satisfecho en esta “civitas” que tan gran culto le rinde, y desde donde piensa planificar la  conquista del Finisterre. El Caudillo, una vez sellada la paz con Roma,  junto a  los jefes de las tribus astures inspecciona la capital donde han sido acogidos por el magnánimo emperador; deseoso se muestra por tomarse  en las tabernas un cuenco de vino, por  adentrarse y darse un baño en las  termas, entre vahos y vapores, una vez que le han descifrado el sentido de los grandes carteles que el recién elegido duunviro ha colocado en tan magnos edificios: SPA, es decir, salud por medio del agua. 

Y uno, al ver tantos peregrinos y visitantes, toda esta algarabía de instrumentos y tronidos, tal muestra de trajes de pieles, bastas telas y coloridas cintas, pensaba cuán grande es la energía de muchos vecinos de esta ciudad, capaces ante cualquier ocasión, como esta de exaltación del turismo regional, de levantar tiendas y pallozas, organizar desfiles, acoger a otras gentes y tribus, así como representar y divulgar dignamente lo que somos y lo que hemos sido. 

 



 El Zangarrón   
con cintas de colores
la peste aleja.










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21, agosto, 2015

LA MECEDORA Y EL CARPE DIEM



Son ya las veintiuna horas, y desde Las Eras de San Román,  el sol, definitivamente achicado en su propia esfera incandescente, se apresta a esconderse en la cordillera del Teleno por poniente. De toda esta vega del Tuerto llega el frescor de los cercanos maizales y  lúpulos, también de la rectilínea  chopera del río, tan esbelta y densa que marca el tránsito de dos paisajes, de dos luces: la planicie de un umbroso verdor y el alborear que se atempera tras las lontananzas. No hay desafío capaz de ocultar las torres catedralicias, ni desde este regadío que tengo a mis pies,  ni  desde el secano rojizo de las altiplanicies maragatas, aún menos, si otear prefieres,  desde las cumbres cepedanas o tras las lomas de la  reseca y  amarillenta  Sequeda.

  Ya sea estío o invierno, hay un hálito que en Astorga, pese a esa idea que tanto cunde de ciudad dormida, de perseverancia quejumbrosa por el ocaso de un figurado esplendor perdido,  siempre alienta: su  empeño colectivo, su capacidad creadora, en suma, su vital sustancia. Y en cualquier estación, o en este mismo tiempo: la conmemoración de la restaurada plaza de toros, la recopilación musical de Astorga Rock (que viva estará esta noche, de prefiesta, en el Jardín), la incesante invención creativa de Oria, la impronta teatral de gusto tan variado, la inmediata  pasarela  cinematográfica, esas calles con ciudadanos del mundo ávidos por saborear nuestros dulzores y góticos encantamientos… O esta nueva y desenfadada sorpresa, La Mecedora, continuadora del Hapyy astorgano del verano pasado, de apenas cinco escasos minutos, de Alfonso Glez. Díaz-Palacio, que hace un rato acabamos de visionar. Inspirada en un texto homónimo de la página web “El Cajón de Gatsby” (donde su autor se socorre de la limpia voz del cantante israelí Asaf Avidan), esta breve filmación de Alfonso, así aplicada a nuestra cotidiana existencia, a nuestro paisaje urbano, a nuestra gente, es una parábola de la vida: en la mecedora descansarán nuestras manos y nuestros pies fatigados, y cuando esa hora llegue mejor será apreciar que nuestro  anterior  acontecer no es un arrepentimiento, sino un gozo de los sentidos, una ternura compartida, una libertad irrenunciable. Nada nuevo, aunque nos lo parezca,  bajo el sol. Ya el latino Horacio nos invitó al “carpe diem”, a no malgastar el tiempo.

   Así será, si esa suerte tenemos: nos llegará la edad de la mecedora, y  bien sea en este hermoso paisaje de la vega del Tuerto, que a esta hora se adentra en  la privacidad de la noche – una noche de azabache, de esas que no las come el lobo–, o en cualquier otro, con bramar y espuma de olas, debemos aprovechar el instante. El momento no puede ser más propicio: nos iluminan luces de colores, suena la música en el templo, en plazas y jardines,  y los comediantes pronto danzarán entre sonajeros y cabriolas.

 Complace el  ver
desde la mecedora
la umbrosa vega.



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19, julio, 2015


 SALUD AL NUEVO CÉSAR



Son las once y media de la mañana del domingo tercero  del mes de  Julio César  y desde la muralla tras la que se aposenta el Palacio se contempla un ajetreo inusitado en el herboso parque de El Melgar. Cinco campanas catedralicias, desde la torre rosada,  llaman a la misa de doce, pero ¿qué campanas, de entre las once,  además de la dominante María?: ¿las Pascualejas, las Feriales, la Sardinera o la Prima, acaso la Jordana? Perdería el tiempo en pretender saberlo, pues don Bernardo Velado ya se fue hace un tiempo desde la planicie ´insabora´ de Majadahonda para el cielo. Suenan, suenan las campanas, sin balanceo, sin badajos, por impersonales electromazos, pero aun así se aprecia una áspera sinfonía y a buen seguro las diabólicas tempestades se alejarán vencidas por el león de la tribu de Judá, tal y como reza en las fundidas inscripciones góticas.

Últimamente, los noticiarios, con alevosía, nos dan la receta de los meteorólogos:  días tórridos en España pero de mañanas frescas en León. Cierto es: aún el sol no ha remontado para quemar  con su total incandescencia, y aquí se nota un frescor gratificante, ese que nace de la evaporación del rocío. El Melgar es un campamento variopinto: se levantan chozas, cabañas, tiendas de campaña romanas… Con los troncos tronchados en láminas,  las tribus  astures trajinan delimitando los habitáculos;  y  en el  endeble armazón de los tejados van asentando  lonetas plastificadas, azules ante todo, pero pronto los fejes de esparto o de paja los cubrirán y parecerá el norte del campamento un hermoso poblado de pallozas. Las tiendas romanas ofrecen, en el otro extremo,  otro refinamiento, propio de un aura imperial.

Como andamos con la celebración del trigésimo aniversario y la proclamación de un nuevo César, se refresca en mi memoria  aquel 30 de agosto del año bimilenario,  1986,  en el que el concejal Juan Pablo se atrevió a incluir en el programa de fiestas el Gran Circo Romano de Astúrica  Augusta en la plaza de San Roque, con desfile de cuádrigas, literas, gladiadores, fieras, centurias, carrozas y estandartes. Temerosos estábamos varios miembros de la Corporación, ataviados para la ocasión, por lo que podía ser un fracaso absoluto: no fue así, miles de astorganos manaban vestidos de romanos de la Plaza, del  Postigo, de la carretera nacional. La balconada amurallada era un hervidero de espectadores. Las ciudades sí tienen alma, un alma colectiva, aunque a veces la sintamos adormecida.

Treinta años y tres emperadores. A Emilius I Pertiguerus, la tierra le ha sido leve desde aquel 24 de agosto de 1990, en que con  féretro cubierto por paño de cofrade y custodia de centuriones romanos lo velamos. Este viernes será proclamado en el foro de de la ciudad  un nuevo César con los redobles y solemnidad acostumbrados: Cayo Julio Caesar Octaviano, de nombre cristiano Isaac de la Fuente, del gremio de la madera y desde niño volteador de catapultas. No sabemos aún si el segundo César, Josefus Orologius, del gremio de los relojeros y de ancestral ánimo festivo, será simbólicamente apuñalado o permanecerá, según la nueva usanza de los Borbones,   como ‘imperátor´ emérito.   

En estas últimas ocurrencias andaba aún  yo esta mañana cuando los últimos feligreses entraban por la puerta renacentista de la catedral a la oración. Y es que a veces uno se enfrasca tanto en sus pensamientos  y en la contemplación que se olvida de que ya lo han despedido  las campanas.


El nuevo César
pronto del campamento
dueño será.








  

10, mayo, 2015

¡QUÉ BRAVA ES LA PUERTA DEL SOL!



Son las diez de la mañana y me gusta este azul del cielo un poco velado. Del fresco de la amanecida solo queda ya su último vahído. Más que diez de mayo, si no fuera por ese azul, aún no cuajado, bien podría uno pensar que lo es de junio, pues el sol es ardiente, aunque también, no todo serán  mieles, se aprecia pasajero. No hay día, al ir o retornar de la aceña, que no encuentre a caminantes en su última fatiga, antes de coronar su andadura en lo alto de la ciudad, en esta, con buen tino llamada Puerta del Sol,  pues está  encarada al este.

Y no  puedo evitar, una y otra vez el recuerdo. Hace unos treinta años aún quedaban  restos de las casas destripadas por la muralla en una aciaga noche de agosto de 1952. El barrio, según nos contaban un verano y otro en la fresca, retumbó entero. A veces uno, tan niño,  vivía en sueños lo que los mayores contaban: los gritos de las familias bajo las techumbres hundidas, el estruendo de la  mampostería cuesta abajo hasta la entrada de la iglesia modernista, a no menos  de 500 pies desde el  Hospital de las Cinco Llagas;  en lo alto intacto y como desnudo quedó este monumental edificio de lisiados y temporalmente de hospicianos, ante toda la vega del Tuerto. Contaban que las campanas de la iglesia del  barrio pese al sonido ensordecedor de la noche no repicaron, pero las  de la iglesia franciscana, en la embocadura de la cuesta también,  al otro costado del Hospital, emitían grandes gemidos, como si sus badajos estuviesen encerrados en una caracola marina.

Hace unos treinta años desaparecieron los restos de aquella tragedia. Se los llevó la explanación y arreglo, para hacer más transitable la cuesta, pero aún perviven entre las plantas de la ladera grandes pedruscos de aquella muralla hermosa y altiva, que un día tuvo grandes portones que guarecían esta parte de la ciudad por la noche y ante las acometidas.  Hoy la cuesta de la Puerta del Sol es un río de peregrinos; antes de abordarla la miran como si fuera la subida del Gólgota, tientan sus fuerzas, remontan sobre sus espaldas las mochilas para que el peso sea más liviano y levantan de cuando en cuando la cabeza como quien ansía al final, a la vuelta, encontrar el remanso, la explanada ajardinada, el albergue peregrino.

La cuesta de la Puerta del Sol es la más encabritada para subir a la ciudad. Y gustan también de ella algunos ciclistas. Los hay que no se apean de la bici, pero otros ponen  pie en tierra y la miran con respeto,  como los peregrinos,  antes de montarse de nuevo en el sillín. Luce este cielo azul un poco velado y los veo subir, y aunque es grande el pelotón, se cuentan con los dedos de una mano los que calibran que sus bíceps no resisten tal embestida. Y me viene a mientes el concejal Avelino Arce, pues tiene el cuerpo curtido como una hebra y a esta hora andará pedaleando por cualquier montaña; igual hasta se encuentra con Paco Panero que estos días no deja de caminar,  como embebido ante un oleaje,  por  la flora malva, limonera y verde del Teleno. De  lo que estoy bien seguro es que Avelino nunca se habría bajado, ante esta cuesta,  del sillín.


Suben ciclistas
por la Puerta del  Sol:
¡mas qué brava es!


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25, abril, 2015

EL MAGO DEL PALACIO QUIERE SER CONCEJAL


Ya te dije el pasado 31 de noviembre que  el mago  había quedado encaramado en la cruz del tejado del Palacio, con el cuerpo estragado por mor de los  martillos neumáticos y otros artilugios con que horadaban las  terrazas en medio de un estruendo infernal; y a saber si no se iría para siempre jamás.  Recuerda que tan fino era su talle que  salir pudo por las gárgolas, igualito que cuando en ellas silba el viento. Largo tiempo ha estado ausente, pues no había  vuelto a oír sus gemidos de soledad cuando a su lado paso, cerca del foso que circunda las capillitas del ábside, junto a los rebotaderos   de la muralla de El Melgar. Ha vuelto anteayer con las golondrinas,  después de coger algo de encarnadura, pues desde que el cuco retornó hace un par de semanas al Monte de la Marquesa para anunciar la primavera, los dos en compaña por  aquellos bosques han compartido el canto y la pitanza. Cu-cu, cu-cu, le oí esta misma tarde, pero un cu-cu bien entonado, como gorjeado en la garganta, y un alborozo poco frecuente, pues es el suyo un pesar constante que desahoga en lamentos  que aprietan a uno el corazón.

   Como tenía por costumbre, la noche primera, cuando bien se percató de que  la ciudad era un pozo de silencio,  ha subido de las bodegas  a extasiarse ante las vidrieras de la capilla. Temor siento por lo que le espera, pues, aunque la comparación sea un tanto vulgar, cuando, para dejar limpio el patio, tiraron los gallineros de nuestra vieja casa el Turco se volvió como loco; ladraba,  aullaba sin respirar, una hora y otra hora, sin beber agua  como quien reclama la presencia en los cielos de Urano y Atenea. Y es que hay una propiedad de las cosas que no es posesión ni riqueza sino sentimiento; por eso no sé a qué delirio llegará cuando vea que de manera más finolis, sin ese infernal ruido del martillo horadador, los artesanos limpiarán unas vidrieras, desmontarán otras, y algunas las llevarán a lejanos talleres, a buen recaudo, para su reparación. Presiento que para él será como si le robaran,  mutilaran o maltrataran a esos personajes celestiales de tanta solemnidad, y de belleza azuletada, verdimalva,  dorada y carmesí.

   De momento, ya digo,  está muy alborozado, pues anda descifrando por qué en el boletín de la provincia aparecen tantos nombres bajo denominaciones relativas a la ciudadanía, a la igualdad y a la defensa de los valores tradicionales del terruño.  Y tanto es así que esta segunda  noche no siguió la costumbre de ir en primer lugar a la capilla sino que directamente se dirigió al despacho del señor obispo para terminar de descifrar, junto a la blanquecina luz de sus espigados vitrales, los nombres de los aspirantes a regir los destinos del otro palacio, el municipal. El mago agudo es y  entiende que una cosa es lo sagrado, y otra lo mundano, de ahí que le haya entrado un cosquilleo por sumar a esas interminables listas de aspirantes,  ocho por diecisiete más suplentes, la suya; máxime cuando muchos nombres le suenan a chino mandarín, y le consta que   ni aquí viven, ni por ellos ningún maravedí del reino a las arcas municipales llega.  Encorajinado está porque le parece que quieren disponer de  nuestro botín desde el mismo día, este 24M, en que  depositarán su voto para ediles de comarcas cercanas, o de villas de postín, ya sean leonesas,  madrileñas o levantinas.

   El mago convencido está: ¿quién sino él es astorgano de pura cepa y con cetro en palacio episcopal? No aspira más que a dos escaños en el también vitrado salón de honores municipal: el otro será para su amigo Merlín. Que resulta que los de la gaviota ganan y triunfan, pues necesario será facilitarles una pócima de salvia y valeriana para que no  sea arrogante su vuelo; que a juntarse llegan los de la rosa y los amantes de la navegación por el Jerga, a saber si incluso también  los   del verde y unido prado, pues entonces Merlín habrá de administrarles una especial pócima de  ortigas, espadañas  y plantas aromáticas  para que la navegación sea plácida, el olor de la rosa bienoliente y, si necesario es, el frescor del prado tibio y reconfortador. ¿Y si nada de esto fuese así y no hubiere milagrosa pócima y  tal aconteciese como  estos años últimos,  que casi todo ha sido una jerigonza virtual leída y vivida? Pues  dimitan los dos: vuélvase el mago del Palacio junto al cuco del Monte de la Marquesa y Merlín al reino de Camelot.





Cu-cu, cu-cu,
y con las golondrinas
volvió el mago.





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29, marzo, 2015

… ET  LABORA



  No tengo plantado, como Fray Luis, un huerto en la ladera del monte, pero sí, como él,  cada año es por mi mano. Todo este campo entre las dos vías del tren, la fenecida del Oeste, y la otra del Norte,  por la que discurren cada día trenes mercancía con los vagones decorados con llamativos grafitos y los tiburones Alvia, es una llanura que la Moldería Real generosamente riega a uno y a otro costado. Dentro de poco anochecerá, más tarde de lo acostumbrado, pues nos han recortado el día  y lo que antes era hora de merienda, es adelantada cena, que ha de ser  más frugal que de costumbre, pues si te acuestas sin haber reposado bien la pitanza corres el riesgo —al menos eso a mí a veces me pasa— de soñar con terremotos, trasgos  y  tempestades que amenazan  engullirte  a ti, o a los tuyos;  aunque por fortuna nunca tal calamidad llega a su término pues siempre  despierta uno con un sobresalto y con el corazón bombardeando dentro del pecho. Como decía este huerto mío es un cuadradillo en una vasta llanura, pero con horizontes que dentro de una hora, cuando se aproximen las nueve, para sí muchos quisieran: hacia el oriente, donde el santo Toribio sacudió  las zapatillas, el cielo será  de cobalto, como las bolas de azulete que nuestras madres echaban en los baldes para sacar la ropa más blanca que la nieve; y hacia poniente, en lo alto del Silo y de las destartaladas viviendas de los ferroviarios —simulan una máquina y sus vagones,  hoy habitados por gitanos españoles y portugueses—, válgame el cielo, cuánta hermosura, llameará  el cielo como si de él fuera a desplomarse  una incandescente lava.

   Mi perro, Zar, ya son más de las ocho, sabe que hemos terminado la faena; entorna hacia mí la cabeza y no acabo de descifrar si lo que me quiere preguntar es a ver si estoy cansado, o satisfecho; si me hallo contento porque me ha acompañado en todos los viajes con el carretillo  a por abono, en una finca próxima,  o si en realidad me considera un hombre de la Edad de Piedra, pues mientras yo afano con herramientas rústicas, en las fincas cercanas los labradores  abonan con  máquinas esparcidoras y voltean la tierra con tractores, los más,  nuevos y de diseño. Verdaderamente para trabajar un huerto basta con estas dos herramientas: la gancha, que te sirve de horca para cargar el abono y permite en vez primera laborar la tierra,  y la azada; más de una, pero la preferida mía es la que está bien “mangada”, regalo de mi tío Paco, el último curtidor de Astorga; creedme si os digo que  ni en el desierto se soltaría su lámina acerada. El carretillo es un buen complemento, porque además de ser útil para transportar tierra, leña, o como hoy abono, bien limpio sirve en verano para que los niños jueguen con él  por el patio, carrerilla va, carrerilla viene; a veces, el viajerillo inquieto que transportan termina rodando por el suelo, pero no suelen ser más que leves magulladuras las consecuencias de tal volteo.

   La gancha ahí donde la veis cual gigante tenedor, es una herramienta bien moderna, ahora le están poniendo dos mangos, para que al hincarla en la tierra no sufran mucho los lomos; va, puro cuento. San Isidro, el labrador de más aire, en algunas imágenes aparece con su antecesora, la laya, y ya trabajase con ella o sea un adorno para que los devotos lo identifiquen, basta ver su gesto adusto y descansado para comprender que para él trajinar con ella era pura milonga, como un juego campesino. La azada, ah, la azada ya es otro cantar, de ella nació el arado y merece el mayor de los respetos;  su origen está en la antigua Mesopotamia, esa de los dos ríos hermosos y que se desangra después de la ejecución de Saddam Hussein. La siento en mis manos milenaria y gran benefactora de la tierra: con ella se cava, se siembra, se arica, se riega…; y beneficia las bolas de los brazos, bueno, bolas o bolillas, que tampoco es menester gozar de abultados bíceps para tan liviana tarea. Con estas  dos herramientas, quizás uno no consiga como Fray Luis, frutos olorosos, pero sabrosos, a buen seguro que sí.



Para mi huerto
la azada y la gancha
qué buenas son.  

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27, marzo, 2015

SARA Y ALEX: MANO A MANO



    Son estos dos días, ayer jueves y hoy viernes,  en el Instituto,  muy intensos; a la noche, hoy mismo, ya sonarán las trompetas y tambores por las calles de la ciudad: comienza la Semana Santa y el silencio será dueño y señor de este moderno edificio, funcional, y atractivo por sus corredores interiores, desde los que con la mirada puedes atisbar su trajín  en las  diversas alturas.  Las sobrias clases están ahora vacías, pero todos los demás espacios gozan de una actividad inusitada:  los vestíbulos con las mesas de ajedrez, el teatro con conferencias y actuaciones, los patios con actividades deportivas, y esta  Sala,  polivalente, donde ahora estamos, con una exposición antológica de Sendo,  a la que han prestado especial atención, antes de sentarse,  los expectantes  bachilleres.     

   En toda la mañana bulle en mi cabeza la historia de la ciudad en sus años republicanos, tan poco estudiados, y la razón es que finalizaremos estas dos jornadas de cultura y creatividad tributando un homenaje al que fuera director de este instituto, Eugenio Curiel, quien, como tantos en aquella etapa atroz, fue indebidamente  ajusticiado. Me congratulo por  cómo todo este nuevo espacio de modernas y espaciadas edificaciones, con sus árboles,  fuentes y el Jerga, que son  parte del antiguo prado de la Era-Gudina, está nominado con los nombres del médico Cortés Rivas, del sacerdote y profesor de latín  Bernardo Blanco, del general Cabrera, y ahora, por reciente aprobación municipal, de Eugenio Curiel. En otras partes de la ciudad otros ciudadanos, de diversas ideologías, pero de gran dignidad,  también han merecido el rótulo de otras calles.

   Es esta Sala donde estamos una estructura un tanto anodina, pero al estar coronada por paneles de vidrio ondulado y contar  con dibujos que Sendo y los alumnos estamparon en sus paredes, como celebración de la cultura, la ciencia y el deporte, me resulta agradable y pintoresca. Se filtra el sol por los gruesos vidrios y, tanto lo matizan, que inunda el interior con una atmósfera dorada. En la noble mesa Alex Prieto Fernández y Sara González Álvarez, que finalizaron su Bachiller en 2006 y 2007,  cuentan cómo ha sido su experiencia después de abandonar estas aulas. Me fijo en la cuidada ortografía con que van acompañando las ilustraciones que proyectan, en cómo abordan la vida de la universidad vallisoletana como estudiantes de arquitectura, en la consecución de becas, su experiencia en programas europeos; en lo centrados que están para conocer la realidad actual de la construcción y la empresa… Observo lo atentos que están  ahora sus alumnos sucesores, e imagino que por su cabeza estará pasando el examen de selectividad y después todo ese mundo que les describen, de vida nueva y libre, de expectativas y de conocimiento.

   Seguimos hablando en un aparte, en la cafetería; tengo vivo interés por conocer su apreciación de esta ciudad, de otras ciudades del mundo en que hayan podido estar como Budapest. Y me detallan, Alex con esa impaciencia y mirada penetrante bajo sus negras cejas, Sara con sus rubios tirabuzones y mirada  tan serena  como sugerente, sus plazas y recovecos, los aciertos urbanísticos  y los errores, de tal manera, que veo en ellos, como en mí mismo, que nos “criamos” en un espacio de belleza y sociedad singulares; pero eso sí, necesitado, me dicen, de “un empujón”, “de  “un empujón, Juanjo” para que nuevos ojos lleguen a contemplar  un tesón de siglos  en armonía espacial acumulado.


Sara y Alex
una bonita historia
contando están.






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25, marzo, 2015
¡Zar!: 1 y 2




Zar es un perro mestizo, de madre pastora alemana y de padre ‘hasky’.  Es mi perro, y ya se va reponiendo de la muerte de  Blanca, que estaba mezclada como él, fruto de  labradora y a saber de qué perro callejero. Hacían buena pareja, pues si bien Blanca era melindrosa, paciente y un tanto miedosa –pienso que por su congénita enfermedad–, Zar la protegía de todos los perros que por el olfato a ella acudían, y de cuantas hembras, celosas, lo querían como pretendiente.

   Para Zar el agua de la Moldería Real, ese cauce de antiguos molinos harineros y de chocolate que nace del Tuerto en Presarrey y desagua en  el Jerga, es una costumbre para sus ojos y oídos: oye como baja por los canales de las compuertas a los rodeznos y se bate cantarina en espuma blanca, la ve discurrir en un oleaje  que se va remansando hasta aparecer cristalina por los cantos rodados. No siempre es transparente, cierto es, pues cuando las aguas fecales de la balsa ‘depuradora’ de Carneros son expulsadas cerca de la Papelera a su cauce, se vuelve turbia y maloliente; y si algún pececillo, confiado,  se hubiera aventurado a correr, corriente abajo,  atraído por las espadañas y paleras, terminará asfixiado, con ese aspecto de pescadito frito malagueño que un verano,  tiempo atrás,  tanto hube de servir.

   Cada tarde, Zar, cuando lo dejo a su albedrío, corre por sus dominios, que es el  pago de la Senra, donde estos días  los labradores voltean con los tractores  la tierra, acompañados de cigüeñas,  pues estas  bajan como balas al atisbar  el manjar que estaba oculto en la tierra. Le gusta correr tras ellas y levantarles el vuelo, fácil es, porque picotecan alineadas en los grandes surcos que abren las vertederas. Para él es como un juego el  verlas  subir con las alas levantadas y, bajar,  cuando confiadas porque se aleja para merodear cualquier terrón en un vaivén planean. Pero nunca se entretiene demasiado porque sabe que lo estoy esperando en el comportón.

   Todos los molinos tienen un alividero antes de entrar el agua en  los canales de las paradas; este del pago de la Senra está bastante elevado y necesita no un agual cualquiera para desahogar, sino un comportón. Como cae con fuerza el agua ha quedado una gran poza en la que se estancan y revolotean, pero nunca escapan, cuantas botellas de plástico, cajas de leche, latas de Cocacola y de aceite, algunos de los  vecinos aguas arriba, cuales fueren, entre Sopeña y este pago del barrio de San Andrés,  tienen por mala costumbre arrojar. Hoy, entre otros desechos, nos toca retirar una botella azul. Lo animo: “Zar…uno”, y tantea el agua para mojarse lo imprescindible. Le grito: “¡Zar…dos!”, y se mete de lleno hasta acomodarla a su boca. Para él es una presa de gran valor, y merodea a mi alrededor, y no suelta la botella azul  hasta que no estamos cerca del tonel de basura negro;  entonces, sí, la posa a su vera, y me mira para que le atuse la nuca y le  haga las consabidas reverencias.



Flota en el agua
una botella azul:
Zar va que va.

________________ 20, MARZO, 2015

EL DRAGÓN QUE SE TRAGÓ EL SOL



Agrada este bullicio que se forma en los pasillos, en las escaleras, camino del extenso patio adonde nos encaminamos con los alumnos para ver el eclipse de sol. Observo tanta vitalidad apiñada, y me viene al pensamiento que, cuando de nuevo la Luna se interponga entre el Sol y la Tierra, en 2026, serán hombres y mujeres talludos, hechos y derechos, con sus profesiones, sus carreras, algunos con su familia, con sus consumados amores. Quizás, para aquel entonces, a algunos del instituto ya no los reconozca, como me sucede ahora con los que por las aulas pasaron, pero de otros, a buen seguro, no se me escapará el gesto de su  cara, la facción definitoria, el andar singular.

   Ya son las diez y media. Es inevitable que los ojos se vuelvan hacia el horizonte de los montes y no busquen las llanuras y estepas cercanas. El eclipse tamiza, con una gasa blanquecina, la bóveda azulada, cercana, del Teleno, y sus cumbres, que han ganado estos días un pequeño cúmulo de nieve, quedan suspendidas como un gigantesco casquete sobre unas laderas acolchadas en un manto grisáceo. La bola incandescente está a mis espaldas; bien apercibido estoy de que es una llama para los ojos, un rayo de Zeus que puede dañar mi retina.

   Los alumnos no han venido provistos de gafas especiales para la ocasión, con el armazón de cartón, como aquellas que comprábamos de niños en  Ferias para hacernos la ilusión de que éramos como los recios galanes de Hollywood. Algunos han adecuado cajas de desecho para filtrar la luz solar a través de un pequeño orificio y ver el fenómeno en el interior ensombrecido. Otros se han agenciado  caretas de soldador:

—Préstame tu máscara griega –le digo a uno cuyo nombre desconozco pero que destaca sobre los demás por su cazadora granate bajo la negra carcasa que  protege su cara.

   Cuando retira la careta de soldador para entregármela los de al lado se ríen, no es de extrañar, pues mis palabras le debieron de sonar a voces de ultratumba. Es algo verdaderamente hermoso, aquí dentro de la máscara como estoy, escondido, alejado del mundo, con los ojos fijos en la bola incandescente, que a través del filtro acristalado, tornasolada está en un haz de intensas tonalidades verdes; cuelo ante mis ojos mi pequeña cámara Canon para inmortalizar el instante. ¿Es este verde, aspado de rayos verdes, el verde sonámbulo de Lorca, el misterio de la belleza nunca desvelada? Demasiado atrevimiento el mío, pienso.

  De nuevo vuelvo a la luz tamizada en el Teleno, a escuchar las voces alegres de tan poco maleadas, y le pregunto a un alumno asiático:  "¿Para ti qué es un eclipse?": 

—Es el dragón, profesor, es el dragón, que se ha tragado el sol.

   El dragón reverenciado con que festejan en febrero, cuando cierran en la ciudad  las tiendas de Todo a Cien, para celebrar la llegada del año nuevo.

Se tragó el sol
el dragón y llorona
está la luna.


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15, marzo, 2015

¿Lo despierto o no lo despierto?


 Como cada mañana dominguera camino a por la hogacilla, por la explanada del antiguo castillo hasta la panadería cercana de Cadierno. Pasan ya de las nueve, y ha dado tal vuelco el tiempo que la brisa parece de nieve y,  si recorres con tu vista la bóveda del cielo desde el Teleno  hasta perderlo tras las torres catedralicias, verás que nace con un tono  primeramente  azul desvaído y se va cuajando, cuajando en flecos de nubes blanquecinas y plomizas hasta el oriente. Algunos, de los que salen a andar hacia las altiplanicies que de la fuente de Cuatro Caños conducen, como en un tobogán, hasta  el Val, se paran conmigo para preguntarme por mi golpe de estado conspiratorio, esa galerada de tanto efecto que hace unos días gratuitamente se inventó el  ¿periódico? El Mundo. De momento, les contesto, no han publicado mi respuesta; deben de estar mirándola  por la cara y el envés, en horizontal y oblicuo, con lentes y catalejos, quizás para comprobar si está libre de dinamita.

    De la tahona de Cadierno  por la calle del valeroso húsar Tiburcio, el que se ventiló en la francesada a un servil edecán, a la papelería de Berta, para oler a tinta, que aún a primera hora de la mañana algunos periódicos tienen fresca. Una querencia mía esta de  coger los periódicos que me emborronen las manos, como me sucedía en la escuela cada vez que mojaba el plumín en el tintero Pelikán; costumbre exquisita, pienso,  pues temo que llegará el día en que no me servirán las noticias en pliegos de papel porque los lectores no saldrán de su casa: bastará un chasquido de los dedos para que en una pantalla aparezcan, como en un deslumbramiento,  el deportista fosglutén, la política más color Esperanza, el 'yihadista' con su espadón rebanando cabezas.   

    Lo observo detenidamente, y no puedo ver su cara. La ciudad, toda ciudad tiene sus rellanos  para  los mendigos; el nuestro es ese triángulo isósceles de campanas, cuyo solitario vértice es el convento de Sancti Spiritus, y los otros dos el  de la iglesia de  Santa Marta y  el que con su alto vuelo a los demás achica en el espigón  rosado catedralicio. Ronca, ronca suavemente frente al convento,  que hermoso y sonoro está, pues de sus ventanas salen flecos de luz, los sonidos  del órgano templados en las artísticas yeserías  y un coro tan afinado que su cantar parece madrigal de ángeles. ¿Lo despierto o no lo despierto?: ha quedado así arrebujado, con las manos y los pies recogidos, en una espiral, como si se cobijase en el seno materno, pero no es el saco amniótico el que lo protege, sino unas nubes grises que saben a nieve. Miro su cara enrojecida y no sé si es por efecto del frío, o de ese acaloramiento que da el tintorro,  posiblemente vaciado de la caja cercana,  horas antes,  a su gorja. ¿Será peruano?, de la tierra de César Vallejo, el poeta inca  que en tiempos republicanos se hospedó en la casa  cercana de los Panero; ¿o de los Andes  ecuatorianos?,  esos que Carrera Andrade deshilvanó en preciosas menudencias.

   Hace frío, y todo el mundo cuando pasa lo mira desde el coche, inevitable es, pues su gorro amarillo flanqueado de azul  delata su presencia: ¿lo despierto o no lo despierto?






Ronca el mendigo                                      
y arrebujado está
bajo las nubes. 










   




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28, febrero, 2015


 


ASTORGA:
LA FLOR DEL CACAO











A finales de febrero casi siempre es así: amarillea un poco el aire humedecido un sol tibio, del que no se sabe si despide con duelo el invierno o anuncia una efímera y temprana primavera. Así viene jugueteando todo el día, y aún más esta tarde, sábado postrero, en que bulle la ciudad como en los grandes días feriados. Al campo de fútbol entran centenares de aficionados, con la garganta bien enjuagada y el pañuelo verde del equipo local, verde, como verde es el pago arbolado cercano y el atusado  césped donde los atléticos se batirán con los murcianos reales. En las vidrieras de la catedral, pasadas las seis, los tonos azules y rojos van palideciendo en azulete y púrpura hasta llegar a desaparecer en  el emplomado. Pocas veces se habrán congregado tal cantidad de músicos en la vía sacra: una coral, la Isidoriana, tres bandas, la municipal, la leonesa del Dulce Nombre de Jesús, y la anfitriona, la de cornetas y tambores de la Cofradía de realengo que hoy celebra por todo lo alto su bicentenario: la del Padre Jesús Nazareno y María Santísima de la Soledad. Son tan altas las bóvedas catedralicias y tanta la piedra acumulada, tan copiosa la madera primorosamente tallada en retablos y en los sitiales de las sibilas, simios y monstruos rampantes, que ya pueden las cornetas alzarse sobre las flautas, saxos, trompetas, clarinetes, bombos y platillos, que los sonidos suben acordes a las altas nervaduras, se cuelan por los apiñados tubos del órgano y acordes llegan a nuestros oídos.  Cuando el juez presidente, Ángel Iglesias, nos despide, reverberando queda el  órgano como si de un imán golpeado se tratase.


   El chocolate es un mágico encantador, pocos se sustraen a su sabor y aroma. Bien se puede comprobar en el claustro del Seminario, que alberga una nueva edición del Salón Internacional de este manjar tropical, y que cercanas las nueve sigue acogiendo a miles de visitantes. Cientos  de libras, de bombones, de tabletas almendradas, se muestran a nuestros ojos con su sabor afrodisiaco. ¿Cómo recoger en nuestra ciudad toda una historia de cuatro siglos, con sus obradores y fábricas, cromos, carteles y cajas de latón modernistas,  y postales de santos y de sensuales señoritas? Una muestra significativa, cierto es, se halla en el Museo, asentado ahora en el bello palacete modernista de Magín Rubio, pero, al final, lo verdaderamente importante es la flor.  La flor del cacao, antes de cuajarse en habas almendradas,   abre sus amarillentos sépalos como una estrella de mar, y de sus transparentes pétalos brotan, en un haz, un ramillete de estambres de color vino envejecido. ¿Por qué no?:  Astorga, la flor del cacao.   


Abre sus sépalos
como estrella de mar
la flor del cacao.


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21 de febrero de 2015










¿ARDERÁ ASTORGA 


COMO ARDIÓ TROYA?









…me pregunto ante la candidatura del dibujante Demetrío Colmenero a la alcaldía de la ciudad. Se ha dejado el bigotito como su hermano, Mauricio, pero ignoro si bajo el traje con que se ha vestido para el Carnaval luce también  los tirantes con las barras de la enseña nacional que en  el  Bar Reinols  eran gracia torera y cañí.  En la solapa me he puesto yo, como si un clavel de la Violetera fuese, la chapa con su mueca, no sé si burlona consigo mismo o para conmigo, quizás más bien enigmática, ¿sí?. ¿no?, ¿disparate?, ¿esperpento local? De momento, uno de sus admiradores me ha administrado  su programa electoral, al tiempo que escucho a José Ramos, que de la alta alcurnia de César ha pasado a ejercer en la Plaza el oficio de pregonero; pero,  ojo al parche, no es menester vil en él,  pues ha tenido arte y parte para que el Antruejo en la ciudad sea hoy un río de disfraces, de ritmos pachangueros, y de jóvenes demodés en las cavernas musicales.

  En realidad,  más que un programa de este nuevo partido emanado de la experiencia ardua, costosa, a  veces ingrata y vapuleada sin ton ni son labor concejil, es eso, un avance, con un logotipo en cuajado verde esperanza: una sigla de tres letras, D para destino, P para político, y una tercera, que en verdad me ha gustado, pues es como el  vaciado de un molde en cuya superficie no burilada se nos muestran las torres y la espadaña municipales. Esta estampación del palacio consistorial entre las astas de la M bien podría ser motivo de un cartel, sin explicitar su significado, que para este nuevo partido es el de  “Maragato”: para unos astorganos sería maromero, maniobrero o montero, pero otros  habrá que entiendan por la M mansurrones y municioneros. Para el  futuro programa electoral en este pasquín ya Deme (alcoba de) trío nos anuncia los tres ingredientes básicos con  que hará felices a muchos mortales:  toros  en la plaza cubierta y coronada con el toro de Osborne (con el ácido simbolismo del Madrid-Arena), un grandioso campo de fútbol, Nueva Eragudina, en sustitución del actual; y el tercero sí que no César. Esto sí que no, la Harinera, con sus molinos, triarbejones, desnichadoras, galés, descascarilladora..., este oculto tesoro nadie lo verá, ni con ojos saltones carnavaleros, como una Whiskería Club; así que dile a la señorita que tienta servir a uno desde fuera, estire en otra dirección la patita y embarque en el primer tren con destino a la Cochinchina.

   ¿Qué os tomáis a chanza este nuevo DePodeMos? ¿Que os echáis al gañote buenos chorros de aguardiente como pitorreo mientras arde y explosiona la Piñata? Allá vosotros. De momento, yo velaré armas, porque esclavo de Menelao no soy, y ayer el monumental caballo ofrendado a Atenea entre un río de disfraces por el Palacio entre aplausos pasó y guardado está, a la espera de que llegue el 24 de mayo; será entonces, justo al avisar  Colasa y Zancuda  de que es la hora del alba,  cuando Demetrío Colmenero abra la compuerta que se halla en la tripa del gigantesco percherón y desembarquen, para llenar las urnas,  caballeros guarnidos, escuderos, palafreneros, tañedores y menestriles… Y entonces, ¡ah!, después a saber si Astorga arderá como ardió Troya. 




Que no, que sí, 
que Astorga arderá,
que sí, que no.


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20, enero, 2015

LA CIUDAD ES HERMOSA







...con su acostumbrada nieve, que este año se ha hecho de rogar. Son las ocho treinta y a la bajada de los Bolos que lleva al instituto  no han llegado los autocares que vienen de la alta Cepeda. Allí la nieve ha caído abundante y se ha amontonado caprichosamente en derramas por las desvencijadas puertas de las viejas casas solitarias. Pero en este altozano que disfrutamos, a 870,3 m sobre el nivel medio del Mediterráneo en Alicante (qué hermosa esa placa ovalada en bronce de la catedral, donde reza lo salvaguardados que estamos ante bíblicas crecidas), en este bajel de bajamar que habitamos la nieve apenas si ha espolvoreado las calzadas; casi mejor, porque nada más que caen unos copos los finos urbanitas reclaman salitre para los pavimentos y, además de no disfrutar de tus pisadas, después estos quedan escarnecidos, llagados, carcomidos  y sin textura.  

   Se nota la ausencia de los alumnos que moran en las lontananzas de las montañas, pues hay menos bullicio en este corredor que conduce a las clases y desde el que se ve un cielo empañado, alboreado, con los tejados en terrazas labrantías  de nieve flanqueadas por el cimborrio del seminario y las espigadas torres catedralicias. Por apetencia, uno se quedaría un rato viendo cómo la luz irá desvelando los colores amarillentos de las casitas gemelas,  las cuadrículas blancas de los paños pardorrojizos, las calizas añejas y novicias de los muros sacerdotales, ¡ah!, y esa torre rosada donde están albergadas  las campanas y el reloj que macera las horas desde 1800, en rivalidad con el son de los vaivenes del de la casa consistorial. Se engañan quienes creen que el relojero astorgano Bartolomé Hernández, porque puso en marcha siete años más tarde el actual de la espadaña del ayuntamiento lo fabricó con menor esmero; no, no, cada reloj tiene su arca de resonancia, y si  el de la catedral tiene en su interior el sol y la luna, a Colasa y a Zancuda tiene el del ayuntamiento; y no es lo mismo el atrio catedralicio abierto a los vientos, que la recoleta plaza Mayor; a cada cual el timbre que le conviene. 
    La ciudad es hermosa con su acostumbrada nieve, que se ha llevado el sol después de desgajarse el empañado cielo en resistentes nubes, atezadas, plomizas y finalmente clareadas; ya el ladrillo es arcilla, los tejados vertientes acanaladas, los chapiteles catedralicios sombreretes  negros y  el cimborrio del seminario lámpara sombría.  Y ha llegado ya tarde, pasadas las cinco, un vientecillo frío que no se agita sino que reverbera;  no congela el agua en los toneles y en los calderos, como los hielos pasados, pero deja ver la transparencia del aire. Y es que hasta ahora no hemos tenido invierno, y por mucho que haya que soplar las manos, bendito frío, bendita nieve.

                              
Bendito frío
que tardo reverbera
tras de  la  nieve. 








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9, enero, 2015

VUELVE EL DISCO DE VINILO




  Así es.  La música enlatada había desterrado de las casas un mueble singular: el tocadiscos, junto a la pequeña repisa en la que se almacenaban los discos y los elepés. Muchos, con su caja de resonancia llena de sonidos para estrechar un cuerpo o bien danzar con un ritmo frenético, han terminado sus días en cualquier desgüace, o en las chatarrerías, maltrechos y expuestos a la oxidación. Millones de discos han sido arrojados a cualquier contenedor, con ilustradas fundas de grandes fotógrafos y dibujantes: el desprecio del arte y de lo fabril por lo fútil e incoloro.
   No sé qué habrá sido del mío, mejor del nuestro, pues con la propina de los domingos un grupo numeroso de amigos compramos uno en el antiguo establecimiento de La Modernista (en Pío Gullon), y lo colocamos en un sitio preferente del pequeño salón parroquial de San Andrés,  que don Faustino nos había facilitado para formarnos y divertirnos. De ahí nuestro nombre: El Fordi. El local, cuando lo puso a nuestra disposición,  estaba en unas condiciones penosas, pero tanto ellas como nosotros picamos las paredes y lo decoramos con cierta gracia. En un lugar preferente situamos el tocadiscos y cada domingo pinchábamos los pequeños vinilos  o elepés  de moda, y comprábamos, para el descanso del baile,  fantas, cocacolas, aceitunas y patatas fritas en la tasca cercana del Ti Taburete (que me perdone y ojalá disfrute del Paraíso, pero así llamábamos a un personaje de escasa alzada, rechoncho y singular). El tocadiscos era el rey, y gustaba ver el brazo con la aguja girar y girar sobre los surcos filamentosos mientras acortaba distancias: Elvis, los Rollings, los Beatles, y otros de gran éxito, ninguno como el de  Los Bravos con su "Black is Black", pues ahí el mérito no estaba en zapatear ni en hacer la media luna con los tacones sino en zarandear el cuerpo como una vara de mimbre acometida por un ciclón.
   Soplemos al viento la nostalgia. El retorno hoy al disco de vinilo es propio de una juventud refinada. Ignoro si es verdad lo que dicen los expertos de que su sonido es inigualable; sea cierto o no, su estética, su tacto, su giro siempre acompasado y de marea baja, bien merecen un espacio en nuestras casas, en esos pisos cada vez más pequeños y sin concesiones a nada que no sea eminentemente práctico. No, no es lo mismo escuchar o bailar con un tocadiscos a la vista, en el que una aguja gira y gira, a veces con pequeños saltos, en una cadencia que despierta en uno sensaciones y armonía, que con una cajita en el  bolsillo, negra y viscosa cual cucaracha.  El disco de vinilo y el libro en papel son dos logros de la civilización que no pueden ver su fin en contenedores o crematorios. Porque con ellos se iría una manera de entender la vida en la que el espacio que habitamos, los objetos de los que nos rodeamos, aquello que vemos y palpamos, cederían su trono  a una etérea, ajena,  e impalpable sustancia. Y entonces, ¡qué horror, qué peligro, todo para la invisible ‘nube’!


Gira y gira
el disco de vinilo
y qué guapo es.



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