TEXTOS DEL AYER



Se incluyen en esta sección artículos no recogidos en dos antiguos librillos: Metáforas de costumbres (1985), La Pelos (1985). 

"EL Ti Gaitera": EL FARO, 23, AGOSTO, 1985
Relación de textos:

·"Marta, la Ciega", 19 de agosto de 1983.
· "El zarzal y el violín", 30 de diciembre de 1985.
· La señora Josefa, mujer del pueblo. 9, septiembre, 1976
· "Paco Jiménez: 'Zapatillinas'. 24 de agosto de 1984
· "El Torero". 8 de marzo de 1983.
.  Letanía a "El Torero", 14, mayo, 1983.
·"La bola azul", cuento. Navidades, 1983.
·"El último viaje de Severo". 28, junio, 1988.
."Astorga, bajel de la meseta", Expo Astorga, 1985. Por Cornejo.
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Me he encontrado, rematando datos del escultor Amaya, con este relato de ficción, que escribí un año después de ser clausurada la Vía del Oeste (31, dic., 1984). Como testigos del tren que llevaba a Extremadura, desde Astorga, aún quedan vestigios: las viviendas, en mal estado, llamadas Pabellones del Oeste (cada pabellón es como un vagón del tren, y en el edificio principal, la máquina), y tramos de las vías.  Los del barrio de San Andrés, viviéramos en la Moldera o cerca de la iglesia, teníamos como lugar de atracción las máquinas de vapor que bajaban hasta los pabellones para cambiar de dirección; y los mismos trenes,  primero con máquinas de vapor, cuyas calderas cargaban de carbón, después los ferrobuses. Esta Astorga que aquí se muestra, a partir de una historia de ficción en que una chica, finalmente huérfana, decide marchar de la ciudad, mientras su amigo más entrañable, que guarda similitud con su fallecido  padre, miembro de la banda (ella sigue su afición),  decide quedarse, tiene, digo, su parte de realidad.  Puede ser para algunos una realidad vivida: el deseo de irse, y finalmente quedar; o irse definitivamente. El pintor Sendo tuvo la deferencia de facilitarme el expresivo dibujo que ilustra el relato.


EL FARO ASTORGANO, 30 DE DICIEMBRE DE 1985

EL ZARZAL Y EL VIOLÍN



  Ató el fardel con las dos cintas de su brocal y apresó las contraventanas. Retuvo por unos instantes la última imagen del horizonte: las casas empinadas de los labradores en la calle de San Marcos, y, al final, de la cuesta vertical, los muros blancos del Hospital de las Cinco Llagas, enjalmados por la espadaña de la iglesia franciscana. No había corrido la vista por los aledaños del molino porque odiaba el olor a perros de la Moldera, y porque su vega no era sino una lámina amarilla, reseca y pálida: un filo de rastrojos amortajados en yertas morenas.
   Eran las tres y hacía tanto calor que, cuando resonó el portazo definitivo, a la vivienda se la comieron las sombras y el mal olor de los charcos. Salió con la fardela al hombro, sin mirar el florido zarzal que embocaba la puerta del patio.
   El Mixto resoplaba fuego sobre el andén. Subió al vagón de tercera cuando la Chocolatera respiró un fogonazo de miedo y una nube se deshilvanó entre los atalajes, pero en el fondo le importaba un rábano que el visitador  —escurrido bajo la escalerilla y con el espinazo magullado de tanto esperar— le viese las entrepiernas. Se lo había repetido la Ti Conce, la vecina de abajo, cada tarde de verano, rezongando desde la cuadra donde roncaba la siesta:
   —Niña, que me tienes harta, que vas a lo más para mover el rabo y tocar cuplés; anda, guapa, apaga el violín, que no nací yo para estas mieles…¡Y tú tampoco, rica! —decía dándose la vuelta y ahogada ya en el aliento.
   La Chocolatera enfiló los raíles y ahogó el grito de las vendedoras de mantecadas, pero un kilómetro más abajo, con el molino aún apostado a menos de media legua, paró en los pabellones del Oeste a engullir carbón, que le volteaban una marisma de obreros tiznados de carbonilla. Siempre se respetó la siesta en los Pabellones, y las madres no dormían hasta que atizaban los consabidos soplamocos a los pequeños para que silenciasen sus alborotos; todos menos la señora Lola, a quien la Providencia dejó el vientre vacío y un antojo por los transeúntes; cuando esta vez descansó sus pechos sobre el vierteaguas y se puso a tender la sábana blanca por tercera vez, desde el segundo piso del primer pabellón, y encontró a Dori recostada en el cristal con la vista abandonada en las puntas de las traviesas, acudió presurosa a la ventanilla:
   —Esta chica siempre ha tirado a orgullosa y ligerilla —masculló para sí entre dientes—. ¿Dónde vas tú sola, hija? ¿Y Tía Paca?, ¿lo sabe Tía Paca? Hija, qué va a ser de ti…—dijo, esta vez en alto y con aspavientos.
   Todos sentimos un encogimiento cuando abandonamos la costumbre y al más pintado, en estos trances, se le anuda la garganta y escalofría el cuerpo; Dori emigraba de la Moldera llena de escarabajos, únicos supervivientes del magro de La Feculera, huía de aquel olor que asfixiaba el aroma de las rosas de Alejandría, pero, aunque no lo tuviera muy claro, qué bobada, Juanillo seguía, como cada tarde de verano, agazapado y con la cara enjugada, atolondrado porque no había sido capaz de dejar el instituto y esta ciudad, a la que cantaba con versos rimados. No era culpa de ella, se lo había repetido hasta la saciedad:
   —En esta tierra, Juanillo, no hay futuro, cuando muera mi madre no cuentes que vaya con Tía Paca; en esta tierra, Juanillo, a los que no tenemos tienda ni título nos humillan las señoritas, nos despachan con dos duros, Juanillo; y nos hacen tratarlos con reverencias. Cuando muera mi madre, marcharé para Madrid; si quieres, te vienes.
   Juanillo le recordaba a su padre: los dos tenían algo de artistas en medio de un lodazal; ¿pero de qué le valió a su padre el apego a esta tierra, el conformarse con tocar el violín en la banda municipal cada noche, después de terminar derrengado en la mueblería de Componte?; ¿de qué le sirvieron los aplausos de los señoritos en cada concierto del Jardín?; y de qué aquellas tardes de domingo, tras el zarzal, sembrando de notas el filo de los rastrojos hasta que la Ti Conce bramaba desde la cuadra:
   —Que me tienes harta, Musiquitas. Apaga el violín, que no nací yo para estas mieles…¡Y tú tampoco, rico! Mozo de carga y gracias…—decía dándose la vuelta y engarabitando el aliento.
 Juanillo era como su padre, pero a su modo: esperaba cada tarde de diciembre a que los hielos del poniente bajasen desde las cumbres a barnizar la torre dorada de la catedral, y, según la iban tornando malva y le extraían el aliento, le subía a él por la laringe un escozor agridulce; después bajaba para casa barajando palabras, sin encontrar una que abarcase su ánimo. Juanillo, aunque nunca diría “en todas las tierras se cuecen las mismas habas”, sino “hay que mejorar esta tierra pudriéndose en ella”, en el fondo era como su padre, más ilustrado, eso sí, pero con el mismo apego a los rastrojos y a los negrillos del Jardín, y a la lumbre de las lontananzas en el ocaso:
   —Puedes aprender a tocar mejor el violín si te apuntas a la banda; después el tiempo dirá —le decía convencido de que ella algún día se iría, y apretujándola con rudeza.
   Volvió el tren a mover sus engranajes y la señora Lola quedó en la lejanía restregándose los ojos en el mandil. Parecía que iba sentada sobre las rodillas de su padre, con el cuerpo detrás del violín y los brazos incapaces de alcanzar el mástil y el arco. Cerró los ojos. El Mixto cruzaba un desierto amarillo, con lomas salteadas de encinas. Despertó en El Olivar sobresaltada porque le ardía el cuerpo: Juanillo, por más que lo intentaba, no era capaz de apagar los zarzales de las cunetas y rescatar del fondo de ellos el violín.


                                                                                                                                                                                                           PERANDONES

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La calle San Marcos de San Andrés,  en 1976, fecha en la que publiqué  este artículo, aún  contaba con varias familias labradoras; hoy ya tan solo queda en ella el último agricultor, dado de alta en la ciudad, Miguel Alonso. Solo urbanizada por ambos márgenes en dos pequeños tramos, tenía un gran encanto, pues las casas de bajo y planta, que aún en parte se conservan, en su margen derecho, respondían a esa arquitectura sencilla de principios del pasado siglo, con la fachada y las ventanas enmarcadas,  y el alero con un caprichoso juego romboidal, ambos con ladrillos aplantillados. Por el contrario, en el margen izquierdo predominaban las casas de labranza, sin adornos, pero con puertas carretales.  Además de la señora Josefa,  la habitaban personajes singulares como la señora Estefanía y su esposo Dimas, vendedores de prendas en mercados, con maletones y arcones siempre abiertos en el pasillo, y generosos muchas mañanas con una pequeña propina si les dabas desde el portal  los buenos días. Y la señora Coral, de juventud misteriosa, que vivía de coger los puntos de las medias, muchas de cristal; entonces, huelga el decirlo, no se tiraba nada. La señora Coral era mujer de mundo, y me contaba historias extraordinarias, sé que extraordinarias aunque no las comprendía, nada decía para el entendimiento de  un niño de apenas cinco o seis años; recuerdo que hablaba y reflexionaba y pensaba sin mirarme, mientras cogía con alargadas  agujas de  punzón  hilillos que agitaba,  trenzaba, estiraba y milagrosamente acoplaba. Cuando revisaba la labor introducía la media en su mano y al abrir los dedos me ofrecía  un abanico de transparencias. No era un mundo mejor ni peor que el actual, pero era distinto, porque las puertas de las casas estaban abiertas y tu espacio no solo era tu hogar, o la calle, sino los pasillos y cocinas de las casas vecinas. La señora Josefa, la Morena, representa una manera de estar en el  mundo que se fue: en la crianza de los hijos, en el trabajo del campo, en la convivencia  vecinal y en un acendrado espíritu religioso, por el que se miraba al cielo,  en la faena diaria,  para encomendarse  al  Dios  protector.   
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El Pensamiento Astorgano, 9 de septiembre de 1976


LA SEÑORA JOSEFA, MUJER DEL PUEBLO




La señora Josefa, la Morena, se nos ha ido a los noventa años a buscar el merecido descanso. Y por encima de toda la tristeza que sentimos los que tuvimos la suerte de conocer su trato, se sobrepone su perfil humano y religioso, aprehendido solamente en los sentimientos más humanos del alma popular.
   En mi mente quedará para siempre fijada aquella imagen de mujer sufrida del campo sentada en una piedra de su casa, cosiendo, haciendo calceta cuando no había labor en el campo, siempre alejada del cuchicheo del barrio del que huía como del demonio. Y desde que empecé a subir por la calle de San Marcos a la escuela de las monjas de S. Andrés siempre tuvo para mí una palabra de afecto, una preocupación por mi familia y por los que me rodeaban en el molino. Así era esta gran mujer del pueblo para todo el mundo: preocupada y metida en las carencias y angustias de los demás. Cuando le decíamos señora Josefa que usted ya es muy mayor, deje el campo ya, no madrugue tanto, viva tranquila, respondía que su tranquilidad estaba en verse útil, poder ir a la siega, era malo amodorrarse; pero señora Josefa si usted tiene más de ochenta años, no puede venir de la siega y sofocada correr al Rosario..., muchas veces a tocar las campanas e incluso cuando el sacerdote andaba apurado lo rezaba ella para todos, mezclando los misterios pero rodeándolos de improvisaciones que le salían del alma. Había vecinas que no entendían esta vitalidad, y ya se sabe lo que es el vivir cotidiano en esta ciudad. Al pasar una vez para la iglesia hubo quien le espetó:

                                       Al lado del rezador
                                       no dejes el trigo al sol.

   Y ella le contestó con garbo:

                                       Y del que no reza nada
                                       ni trigo ni cebada.

   Ahí queda eso, y otras muchas anécdotas entrañables de su larga vida.
   Sabemos que la señora Josefa tuvo a los ocho años o antes que dejar la escuela y entregarse a las labores del campo, y que más tarde, cuando quiso recitar sus rezos tuvo que llegar con la improvisación espontánea a donde la memoria no alcanzaba. Después vinieron aquella docena de hijos a los que había que dar el pan sin abandonar las faenas del campo, trabajo en casa, trabajo fuera, y en todo este trajín se curte un gran espíritu de sacrificio. La fuerza venía de sus creencias religiosas pero también de encontrar un sentido a la misma naturaleza: cuando entresacaba la remolacha o segaba con la guadaña el trigo ella antes miraba para arriba persignándose, y después toda airosa hincaba la azada en la tierra, encontrando en ese esfuerzo que germinaba la razón de su vida.
   La señora Morena era la peregrina de su propia tierra. Octogenaria y aún en cabeza de todas las procesiones de la ciudad, sin faltar a una “anovena”, diciendo al cielo la vida cotidiana y la esperanza en el trabajo, y cuando los cantos amainaban porque Sisebuto estaba en la cola de la procesión allí estaba ella con su canto hondo al Cristo de los Afligidos; las demás voces continuaban como si algo súbito les despertara. No faltaba a las festividades de su pueblo, Valdeviejas, y aún llegaba andando en romería a la Virgen del Camino con el fardelico de comida al hombro, de posada en posada sembrando calor humano a su paso, nueve días por estos caminos de Dios leoneses venciendo la fatiga. No, no era su fe bobalicona o tridentina, y bien que entendió que el cura debía vestirse como los demás, y vivir sumergido en los dolores del barrio, en la difícil convivencia del barrio gitano. Cuando don Antonio Cavero cayó enfermo allí estuvo la señora Josefa atendiéndole con sus manos desenvueltas haciendo de enfermera y madre a la vez. Muchos tenemos en el recuerdo aquella mujer con su mantón, su comida, y tampoco podía faltar, claro está, terminar la romería sin echar una buena jota de la tierra en medio de los pendones, jotas maragatas que bien sabía la señora Josefa que para hacerlo pasable se levantaba el zapato bien alto y se clavaba en la tierra con garbo, porque esta es la vitalidad de nuestro pueblo. Ella suplía a los cepillos de la parroquia para que los condenados rapaces no anduvieran abriéndolos y para eso recogía las limosnas, después las dejaba encima de la camilla como si de un rito se tratara, bien, bien que sabía ella que no contaba el poco dinero sino el valor de quien lo daba..
   Cuando vino La Gaceta Ilustrada a fotografiar el espíritu de nuestra tierra hubo que encaminarla a su casa para que recogiera lo más puro de nuestro pueblo: un trato humano, cordial y abierto, una cara amorosamente curtida por el clima, el garbo temperamental del remolino de la saya, el pañuelo negro anudado, el jarro que se lleva al campo debajo del brazo en época de siega... A nadie se le puede escapar en esta imagen el desgaste de nuestros campesinos y su vitalidad.
   Hay una historia cotidiana que por desgracia no es noticiable en nuestra ciudad, pero es la que conforma nuestra existencia. La vida de la señora Josefa es un ejemplo vivo de alma popular y sencilla de nuestra tierra que siempre quedará en el recuerdo. Nos queda el gozo de la presencia viva de su cara morena por trabajar de sol a sol, curtida por surcos como la misma tierra que ella trabajó, aquel desparpajo vital en su andadura por la vida. A la eternidad merecida y que esperaba ha llegado con una cara blanca, cuando la caída de la hoja y la recogida del fruto marcan la razón de nuestra vida.
                                                                                   
                                                                                                                                                                                                       PERANDONES 


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En este artículo de 1984, sobre un singular personaje astorgano, Paco Jiménez, conocido como Zapatillinas cito aspectos de la vida astorgana de tal fecha y anteriores (como la leche en polvo americana que llegó a las escuelas en la década de los 50 / 60 por el "Plan Marshall; se repartía durante el recreo).  No era solo él quien "andaba" por las casas para vender puntillas y similares. Cuesta trabajo creer que su madre, Juana Bermúdez Jiménez, que falleció el 18, 7, 1977, muriera a los 103 años. Si así fuese,  Paco Jiménez habría nacido cuando su madre rondaba los 48 años. Después del episodio que aquí se cuenta, fue derribada su chabola de Rectivía, y los últimos años los pasó en León.  Falleció  el 13,7, 1999 y  vivió 72 años;  fue enterrado en Astorga. Ambos, madre e hijo, como es habitual en el mundo gitano, cuentan con un panteón de categoría en el Cementerio: mármol blanco, grabados sus nombres, con cruz y hornacina, escultura de  la Virgen y el Niño... Para entender la alusión al Cuartel hay que recordar que los soldados en aquel entonces no eran profesionales, y que por las tardes, con su uniforme, salían un rato a la ciudad. El Bar Gordón, que se cita, en la calle León 88, con vuelta a la Gasolinera, está cerrado, pero aún conserva en sus cristales la bella estampación de su nombre y de "Mantecadas y hojaldres La Mallorquina". La tienda de Agapito sigue abierta, en el edificio con que termina la calle Mérida Pérez con vuelta a la Avda de las Murallas (cruce Ambulatorios).



EL FARO ASTORGANO, VIERNES, 24 DE AGOSTO DE 1984

La Astorga subterránea

 Paco Jiménez: “Zapatillinas”



   Paco Jiménez adquirió la categoría de ave comercial con el tráfico de la leche americana, y astorganos hubo que hasta creyeron que su mística obraba milagros, pues si no cómo se explicaba un alma cándida que cuando se agotó la leche en polvo Paco empezara a venderla en tal cuantía que, o bien caía del cielo, o algún avión clandestino aterrizaba, después de cruzar los mares, a su vera con latas rebosantes de tan gracioso manjar:
––Bendito sea, iba po la Ribera y se la compaba a lo maesto, que la tenían guadá en su casa porque la habían quitao de lo niño.
   Entonces Paco Jiménez era un buen galán. Hoy, con cincuenta y ocho años, aún conserva su piel cetrina tersa y brillante, y si no fuera por ese haz de arrugas que, en abanico, se apiña en la comisura de sus ojos aparentaría los cuarenta y podría ser modelo para un busto romano, pues tiene simetría en las facciones, y unos ojos penetrantes aun cuando no habla del cielo, y unos dientes proporcionados en los que silba una risa estridente. Cualquier viajero que lo atisba mientras le llenan el depósito de gasolina en San Narciso, con las manos entrelazadas en su prieta barriga, lo tendrá por cofrade con título celestial, o por un beato que vistió el luto como promesa por una pena.
   Aunque a Paco Jiménez Bermúdez lo bautizaron por chanza Zapatillinas, es de los afortunados del lugar que, pese a ese apodo inspirado en su andar corto y con traqueteo de caderas, no ha perdido su nombre de pila. Pocos astorganos habrá que no sepan quien es Paco, el gitano, edipo desde la más tierna infancia, camelador de payos con puntillas y género, traficante de alubias en otoño y ahora con carnet de la Iglesia Evangélica de Filadelfia.

—Yo soy Aleluya, yo dejé eto d´aquí poque son mu ateo, yo no doy la palaba aquí poque beben alcohó, habla mal del pójimo y dijo la Biblia que hay que hacé mucho bien pa entá en el reino del cielo.
   Paco se quedó sin el chamizo de la Corredera Baja de San Andrés hace unos años, pero tuvo tiempo de recibir las doctrinas de Filadelfia antes de fabricar su diminuta chabola con tablas forradas de plástico blanco, al lado de las Escuelas Nacionales de Rectivía, donde el sol de agosto le amarillea las sábanas de su cama matrimonial y el Sagrado Corazón chorrea barniz a mediodía:
—Mi made era mu güena, murió a lo ciento y te año y a lo nueve hemano no crió en sábana blanca, bendita sea...
   Hace siete años que su madre murió como un pájaro por asfixia, sentada en la cama matrimonial tiesa y arrogante, con sus ojos lánguidos y enternecedores clavados en el rostro de Paco, que lagrimeaba con un torrente de gritos afilados en la laringe. Desde entonces vive abandonado a la escarcha y al estío, con tanta pena que le brotó un temblor en los músculos, y su corazón en cualquier azar detiene su ritmo y se hace precisa una pastilla debajo de la lengua; desde entonces, desde aquel día en que los grajos sobrevolaron su chabola y se llevaron el alma de su madre a oír el repique de las campanas de la catedral, le nació un tumor encima de la ingle derecha que le va desollando las entrañas sin remisión, aunque de cuando en cuando le pongan auxilio en Puerta de Hierro de Madrid:
—Me dijo mi Dio, si no muero yo ante, que anque muera un gitano yo no iré a su entierro, Dio me perdone, pero no iré...
   A Paco le abandonaron los gitanos el día que supieron que no le iba el  matrimonio y que ofrecía chicas a los jóvenes en el descampado de la plaza de toros, así sin más, pero cuando llegaba la hora convenida aparecía un bulto negro que avanzaba como si tuviera bajo las zapatillas un balancín:
—Paco, dónde está la chica...
—La moza soy yo, bendito sea...
   Y los gitanos de aquí ni le hablan, ni le miran. Así que ha buscado refugio cerca de la gasolinera, en el bar Gordón, donde ve pasar a los militares camino de la ciudad; algunos paran a repostar y le piden al generoso de Paco bocadillos y viandas; y Paco paga entre chillidos jubilosos que le nacen en la laringe, con esas diez mil pesetas que le da la beneficencia y con las otras que no declara y que consigue vendiendo tapetes que le pasan de Portugal, o con los dineros que le da Agapito cuando le compra las alubias que él ha mercado en la Ribera a cambio de puntillas y género:
—Lo soldao son persona necesitá y yo le ayudo.
—¿Y por qué Paco, si tú eres más pobre que ellos?
   Paco apenas recuerda nada de su infancia, mantiene muy presente a su padre que deambulaba por San Justo con una capa negra, y sueña que va de nuevo con su madre a robar gallinas a los corrales:
—Yo miraba y ella la cogía y la ponía debajo, debajo en el delantal... Y sabe usté una cosa: vivimos en Villamanín cuando la guerra y allí lo rojo afusilaron a mi hermano, ¿sabe usté po qué?, pues poque era de Acción Católica, de derecha, bendito sea...
   A Paco desde que murió su madre y quedó en la absoluta orfandad con el cuerpo estragado, le sostiene el amor al Padre, por quien madruga muchos días a las cinco de la mañana y se va con un vecino que trabaja en La Rúa, a coger allí el autobús que lo lleva hasta Barco de Valdeorras, donde reza con otros gitanos aleluyas y merca los tapetes de Portugal. Vuelve al atardecer y busca asiento en el bar Gordón, mientras su amigo Hermenegildo, un trashumante que se acaba de aposentar en esta villa, pasea y pasea delante de la vitrina tecleando su acordeón:
—Yo, como don Paticio, el sacerdote, somo iguale y él, pobe, e mu güeno, pero vino a visitá a mi made, pero ningún gitano le echa la made al asilo, e mu güeno, pero yo atendí a mi made hata lo último, lo sabe toda Atorga; e mu güeno, y mi Dio me dice de no hacé mal a nadie, de seguí mi camino y no volvé la cara pa atá; como don Patricio; algún día etaré con él a la vera de mi Padre, sentao con Dio, Jesú de Nazareno, a la vera de Él, bendito sea.
                                                                            
                                                                                                          PERANDONES

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14 de abril, 1983,  "El Faro" en portada: anuncio del accidente de Fancisco Suárez Naranjo y en página 5 detalles sobre el mismo. En el número del 7 de mayo, pág. 4, se da cuenta de que "se recupera en el hospital de sus heridas" (había sido atropellado la noche de la fiesta de Santo Toribio). 
Artículos: dos, 8 de marzo y 14 de mayo, antes y después del accidente:  el último recién celebradas las elecciones municipales. En ambas páginas, como se puede apreciar, aparecen sendos artículos del añorado José Antonio Carro Celada,  y de otro astorgano muy querido,  Luis, "El Músico", de la Banda Municipal, con sus habituales "Tiros a diana". 
Francisco Suárez Naranjo fue un personaje desarraigado, cuya mayor afición era torear con un trapo en la mano, con querencia por la plaza que conocemos como "de los taxis"; entonces se hallaba allí el kiosco de periódicos de Toño, por lo que era un lugar de gran concurrencia. Los chavales lo jaleaban hasta, en ocasiones, llegar a encorajinarlo; terminaba corriendo detrás de ellos Falleció en el hospital de León por lo que en el juzgado de Astorga no consta su defunción. 


EL FARO ASTORGANO, 8 DE MARZO DE 1983

La Astorga subterránea

EL TORERO


Ya nos abandonan los rigores del invierno; fíjate en que el Teleno tiene menos bruma, y en que la estepa acolchonada que se extiende a sus pies se empieza a deshilachar en flecos verdes, como si fuera a parir a la primavera. La solana de la muralla vuelve a estar concurrida a mediodía de niños y ancianos, curas con sotanas vetustenses y enamorados tempraneros; mientras, los porreros, recién aterrizados de la galaxia, espulgan su cabellera en un cubo del Jardín de la Sinagoga -no te parezca mal, que así lo llamaron nuestros ediles románticos en 1835-. 
   Si no fuera a llegar el buen tiempo, el Torero no hubiera sentido desde las crestas de las montañas la llamada irresistible de la ciudad; ni hubiera abandonado a la ventura a las ovejas que ramoneaban entre los arbustos y las encinas, cuando, hace unos días, escuchó al atardecer el mugido lacrimoso de su toro que plañía con los pitones cara al cielo malva del oeste. Fueros aquéllos, momentos de zozobra y ansiedades; corrió por la estepa a la búsqueda del toro invisible, pero cuando llegó a la muralla ya era de noche; hasta la madrugada estuvo imitando su mugido como reclamo; primero voló desaforado al atrio catedralicio, adivinó el foso del Palacio tras las rejas, llegó en una palpitación a los soportales por si el marqués de Astorga había decidido que lidiasen su toro en la Plaza, como antaño; y acabó un día más, acurrucado en un banco de la Estación, con la barriga tan inflada como un pellejo de vino que, al hervir, se derrama.
   Este año   -fíjate cuando lo encuentres- el Torero vuelve con la piel más cetrina, y se diría que hasta está más encogido de tanto emocionar su cuerpo con verónicas y volteretas; ya no lidia con la camisa sino que se ha agenciado un retal rojo y dos varas de mimbre: una para sujetar el capote y la otra no para matar (que tampoco él es un Ignacio Sánchez Mejías que merezca un Lorca que cante su valentía en una letanía), no para dar la estocada te digo, sino para sujetar la brisa, que él lo que quiere es escenificar un juego que lo lleve a la gloria.
   Todas las ciudades tienen sus tirios y troyanos, cuerdos y visionarios,por eso tú chaval, o tú, grandullón, este año, al cruzarte con el Torero en el Jardinillo o delante del Imperial, si te apetece sigue sus pasos: primero mira cómo se tensan sus arrugas y se afilan sus ojos al extender el capote, después presta atención a sus verónicas y volteretas, déjale sitio cuando busque el burladero y brinque como Manuel Benítez, pero no te burles cuando, terminada la faena, su gesto tenso se disuelva en una risa triunfal; observa esos instantes en que repliega su cuerpo y contornea la cabeza hacia el cielo, porque lo que le inunda la pupila es un público que, puesto en pie, revienta el coso con aplausos y olés. 
   Tú, chaval, o tú, grandullón, deja reposar a el Torero en su sueño onírico, porque tiene el derecho a trasmudar la imagen real de Astorga a un coso taurino, donde él es el muletilla desarrapado al que acompaña un toro que no puede matar aunque lo persiga. Y para que te enteres, guinda, carbonilla, aún hay más: cuando su toro emigra con las golondrinas de estos pagos porque la escarcha les sume los huesos, el torero vuelve a la montaña, a la vida ermitaña, y si lo vieras otear desde las crestas la muralla por si brillan unos pitones, ay chaval, si lo vieras bajar las laderas a zancadas por si resuena el eco del mugido en el valle, entonces, chaval, grandullón, comprenderías que se pueden sumir los cuerpos de tanto emocionarlos, que es que no te enteras de qué va el rollo, guinda. 


EL FARO ASTORGANO, 14 DE MAYO DE 1983

La Astorga subterránea

LETANÍA A "EL TORERO"

Ya no te acordarás pero el ocho de marzo te contaba cómo Paco había abandonado las crestas de las montañas, las enfiladas sierras, el pedregal rojo de tanta calentura por el sol del sur -ese sol que enciende el Teleno y disuelve en torrenteras la nieve tardía-. Paco presintió la primavera porque le picaban las manos y habían pasado las golondrinas, y hasta la tierra se esponjaba como un mazapán al horno por los brotes de hierba. Ya no te acordarás, pero te decía entonces que un día Paco vio desde la cima los dos pitones de su toro encajonados en la barandilla de la muralla y, al escuchar aquel mugido que hacía eco en el valle, corrió desbocado a la Ciudad, lo buscó en el foso del Palacio y lo encontró a la mañana siguiente en el Jardinillo.
   Paco ha estado jugando con su toro por todos los recovecos de la Ciudad hasta el día de Santo Toribio. Cuando, esa mañana, Paco sintió repicar las campanas a fiesta se ajustó la ropa, compuso una mueca ante un cristal de escaparate y se vio vestido de luces: era el día de tomar la alternativa y la comarca lo esperaba en San Justo. Mientras el conjunto le daba al rock de Ramoncín, él escuchaba pasodobles y bordeaba la plazoleta hasta que el toro se esfumó entre las parejas. Abandonó las  barracas y siguió su olor cuesta arriba, camino de El Crucero. El Torero seguía el rastro de aquellas bocanadas de algodón que iban quedando en las curvas de la muerte del alto de San Justo; su toro tenía que correr ciego para dejar tanto aliento congelado en pelotas blancas; sí, sí tenía que ir desbocado su toro, porque él también corría y su aliento no dejaba en la noche más que un cometa de pequeñas canicas cristalinas.
   A Paco le estremecieron aquellas once campanadas de los relojes gigantes de la Ciudad, y, ya, en ese momento zigzagueaba como una bola de máquina tragaperras; le ahogaba esa nuez suya, inflamada un día más por el alcohol, y, cuando rasgó la noche un mugido lacrimoso que venía de la cruz del Santo, Paco sintió un motor rugir en su pecho, un motor a tantas revoluciones que tenía a la fuerza que explotar como un petardo de la feria. Se le aproximaban dos faros como dos lunas de la sierra -la del cielo y la del agua del riachuelo-: relucieron aquellos pitones fosforescentes y extendió la capa. El toro obedecía a sus verónicas y muletazos; cuando iba a arrodillarse para la cordobesa se sintió un estruendo en el cementerio del valle, reventó la cabeza como si hubiera caído un mazo desde los cielos, se quebraron sus piernas y quedó allí, en la brea, con el toro en la retina y un fulgor en la frente de fuegos artificiales. Quedó allí como un ajo macerado; mientras, los coches daban un volantazo para no pillar aquel ovillo con una capa en las manos.
   A Paco, el Torero, le estallaron las venas altas por aquel golpetazo y ahora tiene la cabeza prieta por un bonete marroquí. Lo dejaron tanto tiempo en la carretera que se le abrieron las grietas y le entró por ellas el frío del norte. Y ahora tú, chaval, que ya sabes que Paco está inflado de frío y de sueños, puedes entender que no "molaba" eso de cachondearse de sus verónicas y muletazos; ahora, grandullón, podrás comprender que se pueden sumir los cuerpos de tanto emocionarlos; mañana, guinda, convendrás conmigo que Paco, el Torero, es nuestro Robinsón Crusoe, enamorado de su propia isla. ¿Y sabes lo que te digo?: que su toro ronda de día el Hospital y muge en la noche por la Ciudad y no se irá este año con las golondrinas. Yo, chaval, te quiero decir que su mugido es ahora tan hondo que estremece a los mendigos a la hora del alba, y les entra un respeto mirar el banco de la Estación donde Paco se acurrucaba como si no hubiera salido del seno materno. 


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En esta búsqueda de artículos y acontecimientos de hace tiempo, he hallado este cuento que publiqué  en “El Faro” en las Navidades de 1983.
   Aunque el motivo esencial es una  ficción, el relato no deja de inspirarse en hechos reales: cierto es que algunos, muy niños, vivimos cómo hacían desfilar a algún compañero con orejas de burro, entre dos filas; en el cauce de la Moldera las vecinas de San Andrés contaban con piedra propia para lavar la ropa (tal y como aparecen las lavanderas en los Nacimientos); los rodeznos de los molinos cuando cae en ellos fuertemente  el agua suenan como  un frenético tambor; los churros en Astorga no los freían como palos que se arrojan al aceite sin más, sino que los moldeaban antes en una paleta superponiendo los dos extremos; también reventábamos botes introduciéndoles carburo y agua, les enlazábamos  una mecha encendida y obteníamos finalmente  una atronadora bomba.

                                                         


                                        LA BOLA AZUL
                                                                     (A los niños)

No era don Antonio, mi maestro, amigo de canciones que no fueran las de “Flores a María” en mayo. Los restantes meses todo lo más que tatareábamos era la tabla. También, de vez en cuando, el último de la clase tenía que salir al patio a rebuznar. Le ponían unas orejas como las de los burros de las lecheras y nosotros en fila lo zarandeábamos al grito de “¡burro”, “¡asno!”, “¡pollino!”.
   Y el niño amigo volvía a clase gimiendo, después de dejar un rosario de lágrimas por el suelo de aquel patio que no olía nunca a flor, ni tenía una enredadera que trepara por los arcos y ‘engarriara’ por las ventanas: era un patio calcinado de tanto sol y escarcha.
   Don Antonio siempre nos decía que cantáramos a lo que había allá en el cielo, y yo así lo hacía. A veces, acudían a mi reclamo los ángeles, y si aquel día estaba en ayunas hasta la corte celestial veía. Don Antonio nos tenía prohibido cantar cosas de aquí abajo, porque decía que igual cometíamos pecado. Pero yo siempre había escuchado a las lavanderas de San Andrés cantar coplas de amor mientras batían ropa contra las piedras de la Moldera, y de tanto oírlas también las cantaba; pero, después, por la noche, del tren Expreso que pasaba a cien pies de mi ventana se apeaba una corte de demonios, juntaban todos las cabezas en el cristal y chapoteando el agua de la Moldera me decían:
   —Canta, canta, pues ya ruge el tambor del agua —y yo, la verdad, casi me moría de miedo, porque no eran de carne sino de fuego.
   A don Antonio, cuando yo tenía siete años, le agarró el cuello una zarpa invisible que lo iba agachando, agachando, de manera que sólo podía mirar para donde decía que estaba Lucifer, y las calderas de Pedro Botero, y, ¡Jesús!, el fuego eterno. Antolín, un amigo mío muy ocurrente, decía:
   —Así hace mi padre con una vara: la va doblando, doblando, y al final sale un cayado para arrear las mulas y saltar los charcos.
   Don Antonio, aunque perdió el brillo de los ojos por no poder mirar al sol, nos veía mejor porque tenía la cabeza a nuestra altura, y nos leía hasta los más ocultos pensamientos. Mi amigo Antolín, que tenía genio para todo y era más mayor, le dejó un día una carta personal encima de su mesa con la siguiente dirección: “Al rey Mago, don Antonio”. Y dentro le ponía: “Don Antonio, como siga usted así va a  parecer un churro de los que compra mi madre los domingos para el chocolate, porque se le va a pegar la cabeza a los pies, y va a llegar un momento en que no se sepa si usted es un hombre o un churro. Retírese a descansar. Se lo pide un servidor de usted”.
   Lo recuerdo como si fuera hoy. Era veintidós de diciembre y tenía ocho años. Antolín me susurró a la entrada a clase que el día anterior había dejado encima de la mesa de don Antonio “unas letras de carburo”, que explotarían antes del rezo al Señor. Estaban helados los árboles aquel veintidós de diciembre y me dolían los dedos del frío del camino. Sentí cómo la vara de mimbre recorrería su cuerpo, la regla mis uñas y los libros doblarían nuestros brazos  en cruz. ¡Bueno era Antolín para que nadie se chivara!
   Fue como un milagro: don Antonio entró a clase aquel veintidós de diciembre con una pandereta en una mano y en la otra una bola azul. Nos saludó muy amable. Él quedó de pie y nosotros sentados, Por fin rompió a hablar:
   —Mis huesos están rotos y los tengo que dejar de mover; haremos caso de Antolín.
   Mientras leía las “letras de carburo” yo noté que bañaba los ojos en una lágrima que contenía en los párpados. A nosotros nos latía tanto el corazón que parecía que teníamos todos un despertador dentro del cuerpo. Don Antonio terminó:
   —Vamos a hacer un concurso de villancicos; quien mejor cante se llevará esta bola azul.
   Fue la clase una explosión de alegría tan grande que don Antonio creyó que habían caído los cielos o que un cohete artificial revoloteaba por la habitación, al menos eso decía.
   Fui yo quien ganó la bola azul. Recuerdo que llegué a casa y porque no tenía pino la colgué del pestillo de la contraventana de mi dormitorio. Ya sé que ignoráis que la Moldera, cuando hay luna, ilumina los molinos que la cruzan y los cobija en un resplandor. Mi dormitorio, aquella noche cobijaba el reflejo de la luna. Yo no dormí hasta el alba aquel veintidós de diciembre porque miraba la bola azul y veía en ella el paraíso terrenal lleno de frutas gigantes, otras veces un inmenso valle donde jugaban miles de niños, al instante una cascada en la que se bañaban aquellas señoritas de tronco de persona y pies de pez.
   Vi tantas cosas que hoy es el día que, cuando me paro ante un escaparate y aparece el reflejo de mi cara en una bola, espero un momento y entonces se abren los cielos, y si quiero hasta el Palacio Episcopal lo veo como un castillo de chocolate con brujas en las troneras que me invitan a subir, para después meterme en el horno de leña del señor obispo.
   Con aquella bola azul aprendí a soñar y espanté a los demonios, eso creo yo, porque ya nunca más se apearon del tren  Expreso.


PERANDONES


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(Se ilustra el artículo con un cartel del Kavafis y la reproducción del ejemplar de El Faro, con el texto original)

EL FARO ASTORGANO, MARTES, 28 DE JUNIO DE 1988

El último viaje de Severo

     A la memoria de Severo Cuervo, presidente de la Junta Vecinal de Nistal de la Vega. Fallecido en accidente de tráfico, el jueves.

     No comprendía Severo, aquella tarde del último viernes de junio, qué hacía el pueblo frente a su casa, con caras entristecidas, ni por qué las niñas, vestidas de domingo, acunaban en sus brazos ramos de flores y lloraban sin frotarse los ojos.
     Nadie lo veía y eso que, subido a la bicicleta, pedaleaba entre ellos. Por más que preguntaba a ver qué esperaban, ya que no había convocado concejo, ni era día de fiesta para dar el convite, nadie respondía:
    —No sé por qué no estáis contentos, por fin ha salido el sol después de meses de lluvia...; se salvarán las cosechas y los trigales levantarán cabeza; este fuego de junio secará el grano.
     Severo siempre odió los coches. Porque no soportaba su pestilente olor dejó Madrid y volvió un día, definitivamente, para Nistal. Los veintitantos es una edad propicia para recuperar las raíces, y para ver desde la ventana de la cocina el lúpulo enhiesto y desafiante: “Una cortina verde en el cielo azul, que oculta el horizonte” —decía Severo.
     Una vez que aireó la casa —tan pegada a la tierra y con el agua presurosa por sus cimientos— fue por pintura y quitó hasta la última mota de polvo y de óxido de la vieja bicicleta. A los niños de Nistal les hacía mucha gracia el ver cómo la pintaba toda de blanco y después superponía en el cuadro rayas de colores. Si algún disgusto se llevó Severo fue el día que le desapareció de la señal cercana al Banco de Santander; la encontramos días después, abandonada frente al Haití, y cuando se la devolvimos, un poco ajada, la limpió en un suspiro y marchó veloz tatareando. Y es que Severo tenía la bicicleta más hermosa y mágica del mundo.
     —¿No te hielas, Severo? —le dijimos un día los amigos, cuando en pleno invierno, tarde ya, dejaba el Kavafis y se disponía a pedalear camino de Nistal.
     Y el día siguiente Severo, nada más despertar, le puso a la bici unas antenas en el  manillar que sujetaban, para hacer de parachoques de los vientos, un gran plástico transparente; después, siguiendo el perfil de un huevo de madera, recortó en él unos agujeros para otear la noche con sus chispeantes ojos.
     Severo no comprendía por qué la tarde del último viernes de junio su casa estaba repleta de gente, tanta que no había modo de culebrear el pasillo y atravesarlo para posar al fondo la bicicleta. Dentro, algunas mujeres lloraban. Decidió bordear la hilera de casas y entrar por los huertos vecinos. Pero la otra puerta, la que da a los campos sembrados y por la que entra a su casa el frescor de la vega, también estaba cerrada. Era cosa de esperar.
     Arreciaron los llantos en su casa y el pueblo entero, camino de la iglesia, entonó una salmodia que no entendía. La casa quedó vacía. Severo, como otras veces, se puso a mirar hacia el horizonte. Había sido tanta la humedad que el sol extraía de los campos de alubias y de remolacha un vaho cristalino. Aquella llanura verde le hinchaba los pulmones y le incitaba a correr campo a través para abarcar el viento; es éste un paisaje labrado por el hombre, mucho más apacible que el que se ondulaba a sus espaldas: un altozano cubierto de cereales y magarza, de tierra rojiza, donde se asienta el camposanto. Jamás le prestó la menor atención y ese viernes tampoco. Así que volvió a coger la bicicleta y sacó del pequeño cajón de madera, que siempre traía amarrado al portaequipajes, la barra de pan y algunas viandas. Las posó en un poyo del huerto. Volvió a la calle. Alguien se había llevado la llave.
     De nuevo empezó a rugir a lo lejos una salmodia. Todo el pueblo venía de la iglesia y se dirigía al camposanto. Aquellos rezos, según se hacían más cercanos, parecían cantos que filtraba la tierra y volvían al aire acompañados por un tambor repicado por miles de pasos.  Una gran cruz negra de madera y con sudario abría el cortejo. Las niñas, según iban caminando, acunaban en sus brazos ramos de flores y lloraban sin frotarse los ojos. Severo se acercó con su bici y les  sonrió con esa cara suya, de ojos vivos y nariz respingona:
     —Pronto volveremos de excursión y veréis cosas hermosas, y organizaremos juegos este verano...
     Las niñas cada vez lloraban más fuerte. La cebada cercana, al paso del cortejo, inclinaba su tallo frágil. El viento retuvo a la puerta del cementerio su aliento y Severo, raudo, veloz, dio media vuelta, pedaleó con fuerza y llegó a la vega donde cruzó, subido  en su bicicleta (la más hermosa y mágica del mundo) la cortina verde en el cielo azul.
                                                                                                           
                    Juanjo Perandones

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El sábado, 19 de marzo de 1983, se inauguraron las calles Alcalde Carro Verdejo y Doctor Redondo Flores. No fue posible en el acto municipal leer este poema, que compuse para la ocasión, y fue declamado en el propio cementerio. "El Faro" lo recoge el día 22,  acompañado en la página de una esquela. 



(Revisados tomos  enero / marzo 1983 y  abril / junio 1983, " La A. subterránea")














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