MISCELÁNEAS ASTORGANAS


            (Relato  sobre nuestro acercamiento a Folgoso del Monte, la mañana del 14, nov., 2015)










MIPAM:  
EL NIÑO  QUE RESUCITÓ A FOLGOSO DEL MONTE
















Juan José Alonso Perandones
   Llegamos a Folgoso del Monte desde Foncebadón en el todoterreno de Paco Panero; mientras Maxi Arce, el tamboritero de Rabanal, y él iban mencionando los nombres de pueblos en el confín, de laderas, riachuelos y montes, los cercanos y los de las más altas cumbres,  yo sentía cierto complejo ante tanta sabiduría, y pensaba en cómo rehusamos contemplar a pocos kilómetros de casa parajes de inmensa belleza, en favor unos de la pereza, otros de tomar como pasatiempo los megamercados de la capital.  Para aproximarse a pueblo tan singular es preciso transitar por pistas abiertas en medio de grandes pinares, plantaciones tupidas e insulsas, dañinas para el ecosistema, y después de tres décadas con escasa productividad;  pateados  de cuando en cuando por algún buscador de boletos (setas), así lo delata su  coche en los arcenes, y también por algún furtivo que al vernos simula silbar cuando en realidad  está poniendo un lazo para atrapar al jabalí. En verdad que cuando te libras de los pinares y contemplas los valles  y lontananzas con su vegetación autóctona disfrutas de un bíblico paraíso.  Una pequeña tirada antes de entrar en Folgoso se ha de dejar el coche.  Kamil, el padre de Nipam, el niño valiente que sobrevivió a  una noche como boca de lobo, tiene su viejo vehículo donde, al contar el camino con  un pequeño terreno en ángulo, se puede, aunque con  dificultad,  girar; al lado del suyo, y de otro, de un vecino recién llegado, dejamos el todoterreno.
   Hasta el pasado marzo Folgoso del Monte era tan solo el hábitat de las vacas cruzadas de Valentín, el de Bembibre.  Hoy, la antigua casa de Antonio el Sordo es la vivienda arreglada por Kamil, adonde vive con su compañera Karolina y  sus hijos Timotej, Ronja , el pequeñín Mipam e Iroh, nacido este verano; los cuatro han nacido en España,  menos el primogénito, Metodej, de ocho años, residente en la  República Checa al cuidado de su abuela paterna, maestra de profesión. Recientemente, se ha alojado en la casa que fue escuela un vecino de Ponferrada. Kamil  y su familia llegaron a España hace seis años; se instalaron primero en la comuna de la Alpujarra granadina; posteriormente,  durante dos inviernos,  en Matavenero y, finalmente,  con ánimo de perdurar, en este pueblo de Folgoso. Le pregunto, pues ha salido a nuestro encuentro al enterarse de la presencia de extraños,  por qué España; y me contesta que en Chequia desde que entraron con sus inversiones los norteamericanos es necesario trabajar muchas horas para vivir. Él, concretamente, en la restauración de iglesias, puentes…, de la mañana a la noche,  si quería  cubrir  los gastos diarios  y abordar el pago de una hipoteca; cuando llegaba a casa “niño siempre durmiendo”. Le planteó a Karolina, “así no podemos vivir”. En Chequia no hay un metro libre de suelo que laborar. España con tanto terreno baldío podía ofrecerles lo que deseaban, vivir inmersos en la naturaleza  y ajenos a este trepidante mundo donde tanto se trabaja para consumir desaforadamente.

  La ruina, cuando un pueblo, como Folgoso,  es hermoso, no logra borrar su encanto. Fue abandonado a principios de la década de los setenta (en 1970 tenía ya tan solo empadronadas seis habitantes),  después de ejercer parte de sus varones como temporeros en Madrid ; contó con  una población, desde mediados del XIX a mediados del XX,  entre  107 y 120 almas. El Madoz en 1847 constata la existencia de “28 casas cubiertas de paja”. Pocas más perviven ahora,  bastantes con  el bello y peculiar corredor de piedra con entramado de madera, y todas con tejado de pizarra. Las piedras de las casas, nos hace observar el tamboritero Maxi, han sido colocadas por buenos canteros pues están ensambladas  en las esquinas “a una y cruce, a una y cruce”.  Se emplean millones en “Centros de Interpretación” para simular un patrimonio desaparecido y este singular pueblo, en la cota  El Cueto, a 1317 m de altitud, frente a los Montes Aquilanos, ladera arriba del Arroyo de las Tejedas ha desaparecido hasta  de la página oficial del ayuntamiento al que pertenece. Tampoco hay resolución por parte del alcalde para incluir en el padrón sus nuevos habitantes, ni siquiera a un pequeño ciudadano como  Mipam, que cumplirá  dos años  este cuatro de  diciembre, y que resistió solo la noche entre los helechos sin sucumbir ante  la inmensa oscuridad plateada con sus  lobos, zorros, corzos, jabalíes, y algunas alimañas que salen a hurgar deseosas cuando se acercan los días de luna llena. ¿Cabe mayor derecho a la  ciudadanía?
   Quien tenga deseos y ´reaños’ para vivir en comunión con la armonía de la naturaleza y de su continuidad en la hechura de un pueblo, Folgoso del Monte, encarado al sol, es un paraje ideal; también otros ya despoblados, o casi abandonados, en estas montañas de encuentro  de  la Maragatería y El Bierzo, como Labor de Rey, Castrillín, Las Tejedas… En todos ellos abundan los robledales en las laderas, las urces y los brezos, las encinas en los valles y sus cercanías; hay montañas escarpadas, donde la roca achica la vegetación, pero en otras se extienden mantos frondosos, ahora cercano el invierno con un tinte ocre y de sangría, junto a rellenos de verde oliva. De las casas de Folgoso sorprende cómo siguen desafiando a los temporales y se resisten al desplome total de su techumbre,  tampoco se cuartean sus chimeneas trapezoidales de pizarra clavada en lajas de madera. Según vamos recorriendo el pueblo, cuyas edificaciones están emplazadas en una suerte de terrazas con caminos empedrados que van garabateando y ascendiendo, Maxi las va reconociendo y recobrando la vida que de niño vio en ellas, la de Antón Folgao,  la de Rosaura y su hermana, la del Ti Miguel, la de Agustín Salso, la de su hermano Manuel,  la de Florentina y Santiago, la de Teresa la Tartera, la de Aurelio Flórez, la de Rosaura y su hermana; y, entre otras, las dos en las que sirvió de niño pastor, la del Tí Pedro y la Tía Isidra, y en el otro extremo del pueblo,  la de la Tía Vicenta.
   En muchas casas de Folgoso han desaparecido las puertas de la planta baja, destinada a los animales, y en bastantes dependencias de los pisos altos Valentín  guarda pacas de  paja para alimento ocasional de sus vacas, dueñas y señoras, junto a las ocho cabras preñadas y el chivo de Kamil, de los pastizales del contorno. Paramos un rato con Kamil en torno a la antigua  fuente, en sitio principal del pueblo;  cuenta con   un estanque donde no navega un submarino de plástico de Ronja y Timotej, los hermanos de Mipam. Hablamos largamente; Maxi Arce le da cuenta del pasado del pueblo, comentan su común afición por la música,  y yo le pregunto a ver si los niños van a la escuela. Y me dice que no, pero que lo desea, pues  en 2016  ya tienen edad para estar escolarizados; le manifiesto que es un derecho que le asiste. Quiere que sus hijos estudien y si desean, de mayores, otro tipo de vida, como realizar  carreras universitarias y acomodarse al consumo, lo aceptará gustoso. Nos acompaña hasta la  iglesia de Santa Ana y aquí siente uno la desolación: el  tejado de su única nave se halla en el suelo, no así su  alzado arco de medio punto ante el presbiterio, ni tampoco el amplio cabildo (el pórtico) que cobija la puerta principal. Para los vecinos el cabildo fue el testigo mudo de la fiesta, del luto, y del día en que a Maxi, con ocho años, por primera vez  el famoso tamboritero que llegaría a ser su suegro, Antonio Fernández Rojo, por conocer la afición del chaval,  le puso  un tambor y una flauta en sus manos y le dijo: “Toca…”.

   Kamil, quien  como toda su familia presenta un aspecto aseado y saludable, es un tipo hábil. Con la energía que le aporta una placa solar, con regulador y batería de coche, se dota de  electricidad, incluso Internet; no con total satisfacción, pero sí para irse arreglando. Cerca de casa tiene su  huerto,  que ha cavado con el pico hasta dejar la tierra desmenuzada, enriquecida este año con más de cien sacos de abono de las vacas de Valentín. Ha ido cultivando y metiendo en conserva todo tipo de productos, y sorprende la  destreza con que ha podado  las tomateras, el posteo de los pimientos, el vigor de otras plantas como las berzas de asa de cántaro, las  remolachas, los  cardos, las lechugas… De todas ellas recoge las semillas para plantar en el año siguiente. “Años y años sin ir a ningún médico”, pues su mujer conoce el valor medicinal de las plantas. Toda la vegetación de estos montes y valle le resulta útil: las cerezas, las moras de los zarzales para elaboración de vino y conserva, las castañas… Desearía contar con algunos ingresos, pues desde Chequia, por llevar años en España, no recibe ayuda alguna; con la venta de madera para calefacción, o bien trabajando temporalmente en albañilería relacionada con la conservación de edificios,  o de podador.
   Fue  la reparación reciente de un viejo  Land Rover el ‘acontecimiento’ que llamó la atención de los pequeños. Kamil los tuvo a su lado mientras maniobraba en el conglomerado de su maquinaria. Se ve que a Mipam le gustó su color pálido amarillento, el ruido de su motor, la carrocería tan proporcionada con su morro de animal de selva. No suele alejarse de la casa, pues sus progenitores le tienen acondicionado, para que disfrute del aire libre,  un espacio aledaño, al que trepa por unos peldaños, y por lo que hoy hemos visto, cuando su padre lo ha llamado y cogido en brazos, aclimatándose, desnudo,  al sol,  cuando luce ardiente,  o bien con la ropa necesaria si baja la temperatura; y en todo momento curtiendo la planta de sus pies. El 25 del pasado octubre por la tarde Kamil y su hijo Timotej se acercaron a los   castaños que perduran en las cercanías del pueblo, en el viejo camino que baja a Tabladillín. Mipam, en el momento que fuese, salió hacia otro rumbo, para  volver a  ver el  Land Rover con su morro de animal de selva,
   A él  llegó, con su andar de bamboleo; y aunque no levanta dos palmas del suelo seguro que  lo contemplaría complacido. Se hubo de desorientar y seguir camino adelante. Karolina y Kamil, al ver que después de rastrear el pueblo y su entorno Mipam no aparecía,  avisaron a la guardia civil, también a Matavenero, para que viniesen en su auxilio. Los presagios más terribles angustiaban a los dos, al presentir que su hijo había sido secuestrado. Se movilizaron esa misma tarde diversas patrullas de la Benemérita, pero muy entrada la noche el niño no había sido encontrado y decidieron reanudar oficialmente la búsqueda con la luz del día. Fueron horas y horas  de gran desesperación y llanto: “Buscaba en cada zarza, en cada rincón, no hubo sitio que no mirara…”, recuerda Kamil emocionado. A las ocho del 26 la guardia civil, junto a unos 30 vecinos de Matavenero (que habían continuado la búsqueda con Kamil durante la noche) reanudó el rescate, esta vez con perro adiestrado. Apareció hacia las diez, a kilómetro y pico del pueblo, camino a Paradasolana, donde junto  a los pinos abundan los helechos. Primero deambulaba, pero cuando la guardia civil lo llamó por su nombre corrió hacia ellos.
   Le pregunto a Kamil a ver si ha notado que Mipam tiene pesadillas pues ha pasado una  noche como boca de lobo en el mayor desamparo y aún no ha cumplido dos años. Se cuenta en la zona la leyenda de otro niño, de Filiel, que  no se lo comieron los lobos porque San Antonio les metía el cayado en la boca y así no lo pudieron devorar. Lo de Mipam no es leyenda sino real historia, que perdurará en la tradición oral, y se recreará, en los seranos, con un aura de fantasía. Volvemos para Astorga por otras sendas, pero antes nos acercamos al paraje de pinos y helechos  donde venció a la noche este  niño valiente.  Y no es embeleco que abundan en él los animales y las alimañas: cualquiera puede ver, en esta mañana del catorce de noviembre, en el camino que conduce a Paradasolana, en el entorno del cruce a Folgoso, cómo se ha revolcado el jabalí  esta noche en sus pequeños barrizales y ha dejado en ellos una rayada  torta con sus  apelmazadas cerdas.
   Mientras Paco zarandea el todoterreno  en la cima de  barrancos que fueron minas de hierro, y sigue junto a Maxi nominando montes, valles y torrenteras, yo conservo  la reciente  imagen de Kamil con su hijo Mipam en brazos;  y pienso cómo me gustaría que fueran  reconocidos como vecinos y que Timotej y Ronja, el año próximo,  se acercaran por estos caminos a coger el autobús  para  cantar la tabla en la escuela.

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Publicado el 29 y 30 de octubre de 2015

CAMILO LORENZO IGLESIAS

Juan José Alonso Perandones

EL NIÑO QUE QUERÍA IR  LA ESCUELA

   Como tenía que realizar los exámenes de mis alumnos, me permitió posponer el encuentro para este primer miércoles de septiembre. Nada hay que denote, en este despacho del noble  edificio de finales del XVIII, recientemente con acierto restaurado, esplendor alguno, y aun menos en la vestimenta del obispo. Pese a que ahora apenas lo veo, en ningún momento en nosotros el respeto evitó la franqueza. Por eso me atrevo a decirle, sin ánimo de mancillar la memoria de don Antonio Briva: “Don Camilo, pasamos del último  obispo florentino que en España hubo a un obispo de aldea”. Y no se ofende porque, efectivamente, son dos despachos, aquel en el  interior,  apenas sin luz y con un cierto aura de gabinete mediciano, mientras este es diáfano y  luminoso; y dos obispos, aquel de larga sotana y señorial porte,  y don Camilo, con ademán humilde y  un “clériman” propio de cualquier presbítero; solo el solideo violeta, que corona su cabeza, delata que detenta la más alta dignidad de una diócesis que, aunque fue amputada de tierras de Braganza, de Asturias y León, aún conserva un amplio territorio de la romana provincia de la Gallaecia.

   Nacer en una aldea y en una humilde familia de ocho hermanos, de madre laboriosa, en la casa y en la huerta,  y padre capataz caminero, imprime carácter. Ya lo creo. Porto do Souto es una de las 68 pequeñas aldeas de Piñor, perteneciente a la parroquia de S. Mamede da Canda, y cuenta con un racimo de casas de dos plantas, de granito y teja roja, a los costados de la comarcal 406 que enlaza con Orense; hoy, a no ser en verano,  muchas puertas de Porto permanecen cerradas pues  lo habitan tan solo  nueve personas. No era así cuando el niño Camilo Lorenzo Iglesias  había de caminar más de  un kilómetro para llegar  a la escuela de su parroquia, La Canda, sufragada su construcción por hijos de este pueblo en Buenos Aires; entonces  compartía clase con más de veinte alumnos (había también otra aula para las niñas). A Camilo lo que le gustaba era ir a la escuela, y no con las vacas al monte, pero tenía que intercambiar con su hermano Pedro este cuidado diario: el que iba por la mañana al monte le correspondía acudir a la escuela por la tarde, y viceversa.


   Cualquiera de nosotros, cuando abandonamos por primera vez la casa paterna a la búsqueda de otros horizontes,  sentimos como un temor a lo desconocido, cierta añoranza y, al tiempo, un deseo de aventura. A los catorce años, en 1954, el adolescente Camilo llega con su maleta al Seminario Menor de Orense; en Porto do Souto quedan la madre, Elena, su padre Camilo, seis hermanos, el monte con sus pastos y árboles, el racimo de casas, la escuela y la iglesia de La Canda: “Teníamos que trabajar mucho el campo y este cambio me resultaba agradable; no lloré, iba muy contento,  no lloré; había un balón, no dejé de jugar al fútbol hasta que me ordené sacerdote”. Hay vocaciones que se encauzan sin titubeos, sin remilgo alguno; don Camilo no es un hombre al que le gusta regodearse en el sentimentalismo, ni  perder el tiempo en lo accesorio, y todavía menos  utilizar el lenguaje más para complacer  que para decir. Cursó la carrera eclesiástica con brillantez, aunque no le da importancia alguna; y compruebo que no se sorprende ante mi extrañeza cuando me dice que en las clases de Filosofía y Teología hablaban en latín, dominio para mí inalcanzable en el instituto, pese al talento de don Pedro de Paz; el latín, la lengua humanística por excelencia, que el Vaticano II relegó a un segundo plano para llegar a los fieles, pero que al tiempo supuso empobrecer las capillas musicales. 
 
   El que un seminarista, tan formado en  Humanidades, ya desde el Bachillerato,  y Teología,  cursase  una carrera universitaria de Ciencias, es sorprendente,  aunque a don Camilo ninguno de sus actos  le parece meritorio. “Fiat mihi verbum tuum” es la divisa por él elegida para su escudo episcopal, bajo los símbolos entrelazados  de  nuestro roble y el puente orensano: “Cúmplase en mí tu palabra”. La carrera de Ciencias Químicas en la Universidad de Santiago, iniciada antes de su ordenación sacerdotal (en 1966), era un paso más para cumplir los designios de Dios: se necesitaban profesores del área científica y entre las opciones que se le ofrecían,  Matemáticas, Naturales y Química, “yo elegí la última porque me parecía más sencilla”. Finalizada la carrera, en 1972, fueron veintitrés  los años de docencia enseñando a los alumnos de su propio Seminario  la composición y transformación de la materia, “con muchos ejercicios y preguntas cada quince días”.  Le comento cómo es la enseñanza en los tiempos actuales, sobre la disciplina, que entonces podía ser imperativa sin responsabilidad alguna. Cuarenta alumnos o más  en el aula no es moco de pavo, pero nunca perdió los nervios: “Yo nunca toqué a un niño”, ni amagar siquiera. Era, sin duda, el rector ideal, tanto para el Seminario Menor, cargo que desempeñó de 1983 a 1992, como para el Mayor, de 1992 a 1995. Los rectorados han sido una cantera fundamental en España para la elección de obispos; por citar un caso cercano, don Julián Barrio, arzobispo de Santiago, fue elevado a la silla episcopal desde la responsabilidad del seminario astorgano.

   El obispo don Antonio Briva fallecería de forma repentina el lunes, 20 de junio de 1994,  horas después de haber oficiado en la celebración de  La Zuiza, la vistosa  procesión que había sido recuperada tras dos siglos de ausencia; fue conmigo probablemente con quien mantuvo, en la comida de ese domingo, conmemorativa de esta antigua tradición, la conversación más extensa, como siempre centrada en los acontecimientos internacionales, en la economía y en el  problema industrial astorgano; una vez más me  recordó que su deseo era haber traído la Bayer alemana para Astorga.

    A don Marcos Lobato, vicario, le tocaba lidiar con un cometido aún más delicado y difícil que el que, prudentemente,  venía ejerciendo: hacerse cargo, como administrador y por un año largo,  de la Diócesis vacante,  con las obligaciones, pero sin las atribuciones correspondientes, propias de un obispo. Y es que el nombramiento de un obispo, dadas las teclas que tiene que tocar, tanto divinas como humanas,  no es cualquier menudencia.

OBISPO DE ASTORGA

    “Señor rector, lo llaman de Nunciatura”. Pasó la noche en el tren, camino de Madrid, para cumplir el mandato de aquella inesperada llamada.  Tagliaferri es menudo, enjuto y de pocas palabras, así que nada más recibir su saludo, “Excelencia, no sé por qué me llama”, fue al grano:
– Usted puede ser un buen obispo.
– Déjeme pensarlo.
– Usted se va a Orense y le doy dos o tres días. Si dice que no, no le vamos a obligar.
   Los designios de Dios esta vez lo emplazaban a aceptar un cometido de gran  envergadura. ¿Astorga?, la ciudad donde solo había parado una vez; Astorga, la afortunada por la mente abierta de un obispo que apostó para el nuevo palacio episcopal por el joven Gaudí, la de la  catedral con altas bóvedas y capital de una diócesis que se adentra en la comarca gallega de Valdeorras. El obispo orensano  José Diéguez siempre ha sido para él el amigo cercano; a él se acercó a pedir consejo, pero le repitió el discurso del nuncio Tagliaferri: “No tienes obligación, pero piénsalo”.
   Le esperaba una extensa diócesis, de 11.525 km2, cerca de 300.000 habitantes, 1060 núcleos de población, con sus ermitas, iglesias, conventos, clero regular y secular… De gran diversidad: desde un relieve de pura meseta asciende a las más altas cumbres,  está regada por  ríos caudalosos, medianos y más chicos, de actividad plural, ya agrícola, fabril o minera, incluso con diversas lenguas, y en 1995 ya  amenazada por un descenso de la población, una merma de  la actividad económica y escasez de vocaciones. Recuerdo la imagen de  aquel primer gesto suyo, al bajar del coche en la plaza del Seminario, la propia tarde del 30 de julio, la  de su consagración en la catedral, con su sotana y muceta violetas, el inmaculado roquete y la birreta sobre su cuerpo,  con la mano  derecha  prudentemente levantada, su contraída sonrisa amable, pero de incógnita, como quien llega y sin hablar te dice: “Aquí estoy, hay que hacer lo que se pueda, a ver qué pasa”.

   Que si pasó. Todos sabemos que en nuestra ciudad un rumor de Manjarín a El Chapín corre más que el viento. Pocos días después de su consagración se difunde que el nuevo obispo ha entrado a una tienda a comprar algo relacionado con su atuendo diario. La sorpresa, que hoy nos parece infundada, hace veinte años tenía su razón; había quienes pensaban que no nos había llegado un obispo sino un cura de aldea. He de confesar que ese gesto ganó nuestra estima, aún más cuando, ya llegase el Domingo de Ramos, o cualquier celebración de ritual vistoso, la  capa pluvial con bordadura de oro se posaba en su cuerpo como una prenda más dominical. ¡Y cuidado que son hermosas las capas pluviales que atesora nuestra ciudad en su Cabildo!
   Le comento abiertamente  estas cosillas y otras por el estilo, como cuánta fue nuestra satisfacción como alcalde por su visita  al ayuntamiento el día siguiente de su consagración, o por acercarnos, para saludar a la Corporación,  al nuncio Manuel Monteiro en junio de 2001; se lo digo  y se sorprende. No tanto cuando le manifiesto una reflexión que siempre ante él mantuve, sobre  lo difícil que ha de ser llegar a un obispado, con sus hábitos, y hacerse con las riendas; afrontar los problemas a diario no solo de los feligreses, sino de los sacerdotes, con los propios seminaristas…; así  me contesta:  “Me parezco mucho a mi padre. Veía las cosas y no se desesperaba. Lo importante era solucionar el problema”.  Esta es la  máxima que ha aplicado en numerosas ocasiones,  como ante la rebelión de los seminaristas en 2002: “Volvieron”, me dice, “había que escuchar sus razones”. No rehúye don Camilo ningún tema, incluso cuando le dije que solo iba a tomar notas, que no iba a grabar, me manifestó que no le importaba lo más mínimo. Es otra virtud suya, esa limpia conciencia que le permite rendir cuentas de sus actos con total naturalidad.
   ¡Bendita aldea!, es lo que fluye en mi mente mientras escucho su hablar pausado, sin  artificios;  bendita aldea cuando uno es fiel a sus orígenes: salir de la casa paterna y no volver la vista atrás, pero tenerla siempre en la conducta presente. Un ejemplo: su primera visita pastoral (hubo una segunda) a los dos meses de su consagración, pueblo a pueblo “sin dejar ni uno, como nunca se había hecho, porque yo sé lo que eso significa en pequeños pueblos”, me manifiesta con orgullo. “He vivido la minería como una tragedia”, me comenta extensamente, con un análisis de las razones de su decadencia, “he sufrido  cada día la falta de sacerdotes en los pueblos”, en pueblos apenas habitados, para los que la iglesia con su espadaña y su párroco son la última seña viva de identidad. No ha de sorprender, pues, que durante  su episcopado, aunque  se han realizado obras importantes, incluso levantado nueva iglesia, su principal labor en la rehabilitación patrimonial ha sido, precisamente, impulsar la restauración de decenas de iglesias y casas parroquiales de los pueblos en toda la Diócesis.
   Don Camilo me repite que aquí se ha sentido muy bien tratado, pero compruebo que está al tanto de los rumores de culpabilidad, que vienen pululando por la ciudad sobre la supresión de los estudios eclesiásticos, del internado para los escolares: “El pueblo tiene que comprender las cosas, la falta de vocaciones, de natalidad, la particularidad de los pocos alumnos, alumnos difíciles,  para el internado del Seminario, sin vocación alguna…”.  Y respira hondamente cuando me recuerda que  pronto habrá un nuevo presbítero y los seminaristas que habían ido al  seminario de  Santiago, estarán en Astorga: “Ahora tenemos un grupito, que se va ordenando y que continuará sus estudios teológicos en León; estamos haciendo obras en la Casa para acogerlos”.
   Ya son cerca  de las doce cuando abandono el Obispado; el sol calienta y levanta una suerte de calima sobre un Teleno que se ondula en paños grises y violáceos. Me duelen un poco sus últimas palabras “Sabe, yo no estoy bien, estoy perdiendo memoria”. Y se me agolpan los recuerdos de lo vivido con este obispo que ha cumplido y sufrido su labor pastoral; con total sencillez, sin ánimo de apariencia alguna, con un respeto máximo a la institución civil, y un cariño por sus feligreses diocesanos, para  los  que ha procurado ser el siervo de Dios.


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22, agosto, 2015

Fernando, el  Carrero




Juan José Alonso Perandones


Si por  Fernando fuera me hablaría cantando, y no ha extrañar porque no solo se heredan los oficios sino las aficiones. No en vano, su progenitor, Lorenzo, de la saga de los Roquines, ya gozó de fama en el Círculo Católico, junto a Paco el Pertiguero, padre del ilustre Emilio, el primer César de nuestros fastos bimilenarios y con heredado desempeño catedralicio. Como testigos vivos  de un oficio artesano y de una pasión musical,   en el antiguo solar familiar de la calle San Antonio, 12,  en su casa, ya de factura moderna, se muestran, en un chaflán de su escalera, la bandurria, el laúd y la guitarra, bien trajinados, y en los bajos los útiles fabriles y herramientas del taller familiar.

   Aunque envejecemos, hay gestos y vivezas que no se las comen las arrugas ni la flacidez,  tal sucede en Fernando, el Carrero, apellidado en la partida de nacimiento del juzgado astorgano Alonso,  y Nistal por su madre Rafaela.  Aún diría más, el tiempo en algunas personas oculta las aristas y revela lo más benefactor de ellas, y lo afirmo porque aunque Fernando tiene sus ojos azules algo velados por la contemplación de la vida desde 1929, brillan al menor recuerdo, y en su rostro, en el que se han aligerado sus facciones proporcionadas y contundentes, aflora de continuo una sonrisa plácida y bienhechora. Las mañanas las pasa merodeando por  el antiguo taller de San Antonio; algunas tardes, en el Casino, a jugar a la “subasta perrera”, con el exalcalde Luis, Miguel, el de la Funeraria, el maestro Tomás Astorga, Julio Sahagún, Rafa Tagarro y Jesús González. Y convive con la añoranza de tantos que ya se han ido, como su hermana Mari Carmen, el mes pasado, Pepe, de La Mallorquina, en octubre…; y, Mercedes,  ¡cinco años en el pasado marzo! Mercedes Villada Rodríguez, su esposa, excelente bordadora de entre las que en el taller del Hospicio aprendieron este arte y que de niña llegó a esta ciudad porque a su padre lo destinaron como sobrestante de su Estación.  


   A los seis o siete años, me dice con naturalidad y gracejo,  “yo era un sobresaliente cantando”, “el niño bonito”, en el Grupo Escolar de la calle Los Sitios: que había que poner la bandera o encender los braseros, Fernando, que había que cantar canciones vascas con el querido maestro don Valentín, pues Fernando. Pero no fue con este o con otros maestros como don Domingo, don Manuel García, don Esteban o don Juan Seco, con quienes aprendió las primeras letras sino con la señora María, la Ti Petaca, en su casa de la plazuela de Santo Domingo, como los demás párvulos del barrio de Cañinas, San Juanín y La Soledad. Recuerda de ella que se auxiliaba de bastón, pues andaba encorvada,  y de los chupilargos de caramelo que les vendía por unos céntimos y que partía a la mitad para degustar en la mañana y en la tarde. Cuando abandonó el Grupo, con catorce o quince años, y se incorporó al taller familiar, continuó con clases particulares, con Laureano, en la calle del Cabildo,  y los Hermanos de La Salle.

   Continuar  un negocio y oficio, el “Taller de carros y arados Lorenzo Alonso”, cuando es costumbre y modo de vida familiar, era lo más natural del mundo, más para un niño que al final de las clases, diariamente, se subía a una silla para dar al fuelle y avivar la fragua. De aquella cuenca abrasadora salían todo tipo de herrajes incandescentes,  para ensambladura, como clavos, bisagras, argollas y pulseras en escuadra; francaletes para enganchar las caballerías al collarón, tentemozos para sostener el carro mientras se enganchan las caballerías; del horno cercano, al que se daba fuego con urces, los  aros para las ruedas; y de la carpintería las “atibas”, los cabiales para la unción de las vacas… Todo un arte. De ahí que Pablo Llamas, el competente monitor que fue de forja y metalistería en la Escuela Taller Municipal, requiriese su maestría para algo  que hoy en día ya pocos alcanzan a  dominar: “caldear”, empalmar el hierro sin soldadura cuando sale del horno derretido. Ajenos a estas habilidades no fueron los mandos militares cuando, a los 21 años, se fue a hacer la mili a Gijón, pues en la carpintería del acuartelamiento, con la graduación de cabo, le encomendaron fabricar dos carrocerías para camiones y toldos para los carros de servicios.  A él acudimos cuando hubo que fabricar la llave para la antigua cerradura de las portonas del restaurado palacio municipal. 



   Hace mucho tiempo que  las vacas y bueyes desaparecieron en el laboreo, y las caballerías, totalmente,  no menos de quince años.  Majestuosos tractores,  bien equipados según la faena,  y cosechadoras se mueven hoy en día  por caminos compactados. La decadencia, el fin de una fabricación artesanal  los ha vivido Fernando: con la incorporación de las ruedas de goma que sustituyeron a las antiguas de radios emanados de la calabaza y con aros incrustados en pinazas. Se fabricaron remolques para las caballerías y  se adaptaron,  o se hicieron nuevos,  para los tractores, que fueron implantándose a partir de la pasada década de los sesenta, hasta la reciente costumbre de su adquisición con todos los acoplamientos. Hermosos carros, rejas, “atibas”, trillos, engavilladoras, remolques,  se conservan en toda la contorna;  en las afueras de los pueblos,  rastros (colmenar de caracolas), vertederas y gradas se oxidan entre la maleza. Constancia, en último término,  de un ancestral oficio:  el de carrero, que no fue solo aquí propio de los Roquines (su tío, Pedro Alonso, uno de los promotores de la construcción de la Plaza de Toros en 1900, poseía taller de “reparación y construcción de carros” en la calle del Pozo);  otros, como los Miranda,  se acomodaron a los nuevos  tiempos, con la fabricación de carrocerías para camiones, cerchas y otros soportes para las obras de fábrica. Para el recuerdo queda aquella costumbre de los campesinos, los cuales, antes de llevarse el flamante carro pintado, invitaban a una buena comilona, con aderezados pollos de sus corrales, en las cantinas de Maruja o de Avelina.   



   En agosto, los astorganos celebramos las fiestas patronales desde tiempos pretéritos con toda suerte de espectáculos. En las últimas décadas han gozado de una gran impronta creativa local. Una de las primeras agrupaciones en sumarse a este empeño fue la de los Aficionados al Arte Lírico, sucesora de Los Macacos del Centro Segura, antes de la Guerra, y de la existente en los pasados años cuarenta.  Cuando, a las ocho de la tarde del 24 de agosto de 1985, en el Teatro Diocesano, algunos de nosotros, de la corporación municipal,  vimos subido el telón, abrimos los ojos: parecía increíble que aquella agrupación musical,  que había  nacido en la Asociación de Jubilados, con medios muy precarios, en la propia Biblioteca,  fuese  capaz de representar con aquella calidad la zarzuela La del Soto del Parral, dirigida por Pedro Gómez. Fernando actuaba de tenor, Luci  García Baños de soprano, Goyo Sánchez de barítono, Mari Manteca de triple cómica e Ignacio Pollán de tenor cómico. Ni en estos, ni en  tantos otros que nos ofrecían tal espectáculo nada sería comprensible sin su anterior afición musical. Como sucede con Fernando, desde niño hasta hoy: en la escuela, en la iglesia del barrio con Antonio Celada, Perina, y José Ramón Geijo, en la tuna que dirigía Ángel Julián, hijo, cuya madrina era Pía Carracedo y el presidente Miguelito Tarambana; en la Coral Astorgana, en la Novena de los Dolores, en verbenas, celebraciones, como las del Real Madrid,  en actos del CIT; como vocalista ocasional de las orquestas Los Brisas, La Monfortina y Jazz Alonso…

  “Mi hermano Juan (con el que compartió  el negocio durante años) y yo, mientras trabajábamos, siempre cantando”. Cantar, ¿cantar para qué, Fernando?: “Pues  para llevar la armonía, Juanjo, para llevar la armonía”.
























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DOS CEREZOS PARA MARTÍN



Juan José Alonso Perandones

  Ya pasan de las ocho de la tarde de este Martes Santo / 2015. Genaro Prieto, que junto a su esposa Valentina Martín  cuenta con gran almacén en la calle de San Dictino,  se dispone a echar el cierre al establecimiento: introduce, con una ‘transpaleta’, los grandes árboles con cepellón que se muestran  en el exterior, y en un santiamén ha dejado colocados en la amplia nave   los carros con bandejas de plantas de hortalizas, algunos útiles de labranza y para la ganadería, y retirado bombonas de butano. Cuando abate la gran puerta basculante  se lleva uno  un grato  olor a  pienso,  que está distribuido en sacos por  grandes estanterías adosadas, y  a los  cereales que  se almacenan en el suelo. Con igual presteza, echa al interior de su furgoneta una pala, una azada, una paleta de vivero,  varias garrafas de agua: vamos a El Buyeiro con dos cerezos, de raíz viva, que ha depositado primorosamente junto a las herramientas.

   Aunque confundimos el camino, y tomamos el de más arriba, bien mereció la pena pues nos adentramos en un bosque, y tanto en el corto tramo de ida como en el retorno, salían por doquier de las madrigueras conejos, y fue una suerte el verlos corretear  ante nosotros porque muchos de ellos no sobrepasarán el verano por la incurable mixomatosis; da pena el pensar que a criaturas tan coquetas y gráciles  se les hincharán los párpados y la cabeza, y sus ojos quedarán ciegos, como quemados por un ácido. Nos encaminamos, finalmente,  por el camino verdadero, que está más cuidado, y pronto llegamos a El Buyeiro: una suerte de pago en el Valle de Rozas, en  esa extensa cuenca compartida por Estébanez y San Justo, colindante con la nacional que nos comunica con León, y por el otro extremo, el noreste, con  continuación  en  otros dos valles, el de El Fanal y Los Ramos. Antiguos caminos hoy perduran en ellos y permiten enlazar ambos pueblos y llegar directamente a Benavides; incluso con parada en la restaurada Fuente de los Carreteros, donde mana un generoso chorro que salpica y  corre hacia un  cercano abrevadero.

   En esta tarde última aún marcea y cuando el sol se esconde por poniente, desde este paraje, el haz de rayos incandescentes  no puede filtrarse  entre el corredor de encinas  que se acomoda en la loma encarada hacia el Teleno, pero torna rosadas las pocas solitarias que se descuelgan de tan tupido verdor. Ante la modesta casa familiar y de descanso se disfruta un hermoso paisaje: frente a uno la vaguada que de niño Martín conoció poblada de bueyes, rezumosa y con canalillo de agua, por eso sube y remonta  hacia arriba entre plantíos de choperas que lucen blanquecinos y desnudos en la lejanía. Próxima a la casa, agostada para no desmerecer al encinar que justo al lado remonta hacia el oriente, me ha llevado los ojos, en la cercana cumbre, una torre majestuosa, perpendicular a la hilera de torretas de presilla, también para transporte de electricidad, que cruzan todo el Valle. Luchó denodadamente por reducir su impacto en esta tierra que para él era raíz y savia enamorada; no pasan desapercibidas, cierto es, pues las lomas y hondonadas, las lontananzas y las tenues cordilleras, están tejidas de estos  postes metálicos. Pero, esta de la cima, es como una  hijastra de la torre Eiffel, con sus celosías y su casquetillo de remate, al igual que la Mona Lisa contó con su propia dúplica para ensalzar aún más su indescifrable mirada.

   Elegimos los enclaves donde plantar los dos cerezos, y decidimos que uno, al lado de la casa, al abrigo de las cinco corpulentas encinas, y otro cercano al  pozo, en la propia vaguada. Genaro es hombre generoso y de palabra: un día hablando con Martín comprobó que le gustaban los cerezos, por eso estamos aquí, para complacerlo,  a él y, con igual estima,  a su familia. Mi papel no es otro que el de comparsa, pues es el suyo un brío que a mí no se me alcanza: el terreno de la poza primera es un turrón de pedregal y tierra rojiza, mientras que la del pozo es de  tierra fértil; nada se resiste a su paleta de vivero, pues la adentra en la tierra como quien horada con una cuchilla. Hay que plantear bien la disposición de los arbolillos, emplazarlos bien enhiestos, y una vez arropados el agua se encargará de dejar apresadas sus raíces. 
   
   Todas esas labores vamos haciendo mientras uno se figura a Martín, de niño, correteando por entre estas encinas, empapando  sus pies en la pradera humedecida, aprendiendo los nombres de los árboles y los más variados de la ganadería y de la sementera, todo ese vocabulario de costumbres, de paisajes agrarios de Estébanez que nos legó para encumbrar el cotidiano vivir: la fiesta y el juego,  el laboreo y  la plegaria… No hace tanto, en el verano de 2013, que  merodeaba por aquí, en sus   reposos hospitalarios, con ese optimismo vital pese al maligno e impertinente “bicho” que le retenía las piernas y el aliento,  y en verdad que por este pago sigue, pues uno siente como propio este paisaje por su mirada.  Lo imagino, en tiempo venidero, por cualquiera de estos parajes, si estos dos cerezos prenden y dan fruto, el “summit” del pozo, con cerezas de rojo intenso, y el otro, el  “napoleónico” del encinar, con racimos de gruesas cuentas amarillas enjuagadas en carmín;  lo imagino, decía, correr, para ocultarse, de una a otra encina,  como cuando de niño jugaba al escondite, y contemplar complacido  cómo Gemma, sus hijas y sus nietos degustan a la fresca tan rico manjar.

   Volvemos a casa casi de noche por rumbo cierto, y siento una ligera satisfacción porque cuando Genaro me invitó a realizar juntos esta labor me preguntó a ver cómo se llamaba este pago, trastabillé la lengua con palabreo, pero acerté a decir: El Buyeiro. Que te quede claro, Genaro, El Buyeiro del pregonero del Órbigo, del cronista de Astorga.
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LA ZAMORANA
 
1955. Entrega premio bonoloto a Gerarda Peréz Barreiro, hermana del sacerdote y director del Instituto Manuel P.B. En el centro, Tomás Tejedor; a su dcha. sus hijos Jerónimo y Tomás: a la izda., tras la báscula, su hija Toñina.

Juan José Alonso Perandones

Nosotros, ya de niños identificábamos la calle de entrada a  La Zamorana por García Prieto como la calle Ancha; denominación atribuida en razón de sus coetáneas, pues hasta tiempos recientes era bastante angosta en su embocadura final. Muy transitada, nos llamaban la atención los borricos de las lecheras con cántaros en los serones,  en las aceras de enfrente, y  los dos escaparates comerciales de este establecimiento (uno de ellos en calle Pío Gullón), donde Mario de Francisco conjugaba sus cualidades de pintor y de decorador. En esa cruz griega que conforman las dos  calles nombradas y Postas y Marcelo Macías con el Bar Correos y el señorial Hotel Moderno, bullía la vida comercial de la ciudad, y era lugar de labores de descarga y de conversación, por lo que rara vez no tenías en tu caminar que abandonar continuamente las aceras; no era mayor problema porque en la ciudad las furgonetas y coches no abundaban, y algún caso había en el que el reparto se efectuaba de forma rudimentaria; baste recordar la pintoresca estampa de Caste o Pepe Silva pedaleando en una bici-carro para surtir a los clientes de la pescadería La Coruñesa. Este edificio de la droguería La Zamorana era de postín, con su escudo nobiliario (repuesto en el actual edificio), y de mucho ajetreo: no solo porque en la planta baja también se hallasen la pescadería de Quinito y el bar La Guitarra con su celebrada tortilla de patata (de misteriosa elaboración); la peluquería de  las hermanas Chaves, en la planta alta, gozaba de gran reputación, y allí iban las mujeres de la  familia y siempre eran tratadas con simpatía y afecto familiar.
   Aunque a pocos pies estaba el antiguo edificio del antiguo Casino-Caja de Reclutas, y otros no menos nobles cercanos, ninguno para mí alcanzaba tanta notoriedad como este de La Zamorana, porque necesitabas liga para los jilgueros, allí la hallabas, carburo y mecha para reventar los botes de hojalata, ellos te la facilitaban. A este establecimiento iba mi padre por sulfatos para la huerta, Blanco España, pintura, cal, conservador de vino, y las semillas para las plantaciones de berza, que después vendía, en sus variedades  de asa de cántaro, corazón de buey y bacalán; recuerdo a mis padres en tardes de sofocante sol en la huerta de la casa blanca del señor Felipe Fernández, en la que vivíamos (cercana a la  vía del Norte), ir entresacando y atando con juncos de la Moldera manojos de estas  plantas que después eran enviadas en tren, dadas las facilidades por el oficio de mi padre, ferroviario. Allí compraba mi madre la cera con la que refrotaba cada poco tiempo los pisos entablados, la piedra pómez para tener impoluta la cocina económica; y el Sidol, al que yo le tenía una especial querencia, porque cuando con él abrillantaba los herrajes y la tapa del calderín de la cocina, las manillas de las puertas, me parecían aquellos dorados relucientes como los de la lámpara de Aladino, algo fino y exquisito en aquella  casa que, como tantas entonces, no contaba más que con los objetos y muebles imprescindibles para el desenvolvimiento de la vida cotidiana.
   El señor Tomás Tejedor Fernández gozaba de predicamento en mi casa; se le tenía por un hábil y serio comerciante, es decir, atento con el cliente y atinado consejero en el uso de los productos. Cuando con su hijo mayor, de nombre también Tomás, he rememorado la historia de esta empresa familiar, veo que mis padres no estaban faltos de razón. No era costumbre el decir voy a la droguería La Zamorana, pues su nombre sin aditamentos evocaba un amplio surtido de ramos comerciales, despachados a granel: colonias de sonoros nombres, como Embrujo de Sevilla o Flor de Blasón, y masajes varoniles; productos para el cutis, como el Visnú,  en diversos tonos, 

los polvos Caron; esmaltes de colores para las uñas, y para los hombres el Crecepelo SyJ38,  que causó furor entre los astorganos con calvicie en la pasada década de los 50;  fue invención del jesuita Isaac Montero, de quien dicen se llevó consigo a la tumba la fórmula de tan prodigioso producto. De todas estas esencias, aunque era costumbre el espolvorear hasta  las casas humildes con colonia, a mí me prendaba el frasco acaramelado de mi padre, el   Floïd, y me pegaba a él cuando se afeitaba con la barbera, porque al final  se rociaba la cara con este masaje de aroma “suave mentolado”.
   El haber trabajado el señor Tomás en la farmacia y rebotica de don Paulino (que fue alcalde, padre del anterior cronista, don Luis), en calle Postas, regentada después por Segundo Flórez, junto a su experiencia anterior, le otorgó conocimientos para la elaboración de jarabes, píldoras y sobres para tomar “a ojo de boticario”. Nunca descuidó este afán curativo, pues junto a las semillas de remolacha, nabos, maíz híbrido, lino, de berza, ya citada, en La Zamorana tenía Prudencio, el célebre curandero de San Justo, su botica: allí enviaba a sus pacientes para que el señor Tejedor y sus hijos les dispensasen en sobres de cien gramos la medicina natural recetada (“rocío de sol” o drosera, pulmonaria, tusílago…). Avezado era  para la publicidad, pues junto a los cuidados escaparates, contrató con una empresa los bonolotos, una suerte de rifas que se entregaban en razón del consumo y que aireaban a la hora de dar el premio a los afortunados.
   La Zamorana era una  de esas tiendas donde las calles continúan en su interior, tal era la vida que tenía. Sus repisas llenas de botes, el techo de colgaduras, el suelo entarimado con toneles de lejía, de aceite de linaza, de barniz, aguarrás y petróleo, le daban un aspecto de espacio feriado. Fue obra de un  hombre de gran vista  comercial, que nació en la población zamorana de Villafáfila en 1905, vino para nuestra ciudad en 1929, contrajo matrimonio con Antonia Salvadores Prieto, de Murias de Rechivaldo, y a punto estuvo de cumplir los 100 años. La Zamorana, antes de su emplazamiento definitivo, atravesó varias vicisitudes: se estableció en Manuel Gullón 5 el cinco de octubre de 1945, al lado del Sanatorio San José y de la sastrería de Eumenio; fue trasladada a Pío Gullón 12,  junto a El Corte Moderno, tan solo por tres meses, pues un incendio voraz, en 1950, el Día de Santo Toribio, calcinó todos los productos. El señor Tomás tuvo que empezar de nuevo, con el retorno a Manuel Gullón, para, sin abandonar esta tienda (será por poco tiempo),  asentarse definitivamente en 1955 en  las calles  Ancha / Pío Gullón, frente al Hotel Roma, en la que había sido tienda de ultramarinos “Hijos de Martín Castrillo” (conocida como Silabario, por la venta de cuadernos de este sistema de lectoescritura); en 1983 quedaría echada definitivamente la aldaba.  Su agudeza comercial y buen trato han continuado con sus hijos y nietos en  nuevos comercios  del ramo, abiertos en su entorno: Tomás Tejedor, Aloha, Droper, Perfumería Tejedor.
   Dos puertas siempre abiertas, dos escaparates con remolachas y otros frutos  pintados, aromas, esencias, olores aceitosos; señoras con bolsas, astorganos y comarcanos con bicicletas cargadas en su portaequipajes, o con  fardeles  y cestas, para transportar la mercancía comprada; y  el buen son  de una publicidad netamente de nombres españoles, inspirados en religiones orientales, en  la literatura costumbrista, las  artes y la naturaleza, con rostros sin más artificio que el despunte de su propia belleza. Dicho queda:  para muchas generaciones La Zamorana no les  ha sido ajena.



Foto de Andrés Palmero. Edificio de  La Zamorana, ya cerrada ,
y de otros establecimientos.

17, 9, 2014. Nuevo edificio  que ha sustituido al anterior,
con el escudo repuesto

Como se puede observar en las dos fotos, la nueva edificación mantiene una nueva alineación en ambas calles; ya se ha dicho también que el último tramo de García Prieto ha sido ensanchado.
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MAXI ARCE, EL SILBIDO DE LA TIERRA

Juan José Alonso Perandones







La 142, como gran parte de las carreteras de  Maragatería, tiene la capa de rodadura blanquecina, de tan desgastada, y por estas fechas cada año saturan sus baches con emulsión y areniscas. El problema para mi vieja moto Piaggio, de carrocería y ruedas pequeñas, no es tanto las protuberancias de la calzada, ni la deformidad de su castigado lomo, sino la gravilla residual, que provoca leves derrapes; así que hago caso de sus advertencias y reduzco aún más la velocidad. Camino de Rabanal no importa  el tiempo en esta mañana del 27 de julio de dos mil catorce, para más señas  día de homenaje a Maxi, en Chana de Somoza, su pueblo natal. Los peregrinos, en bici o a pie, suben con su pensamientos y yo con los míos: cuando el día de  la boda, para la sobremesa, acudí al señor Antonio, de Danzas de Maragatería, a solicitarle un tamboritero discreto que nos acompañara en la sobremesa; siempre tan atento,  no lo dudó un instante: Maxi, el afamado tamboritero de Rabanal del Camino. Es mediodía, ha alcanzado su plenitud ese sol incandescente de julio y  el Teleno en la distancia, omnipresente, se arropa con  el  acolchado violáceo de las urces; los peregrinos caminan con sus pensamientos, y yo con estos míos, los de aquella tarde en que me maravillaba de cómo de la  flauta del tamboritero tan pronto fluía una bailina como un pasodoble, y hasta mentira me parece, al revivir aquella alegría, que se hayan ido  para siempre tantos seres queridos. En la calle Real de Rabanal hay gentes de todos los confines del mundo; franqueo la puerta carretal de su casa, de modesta fachada, y lo llamo con contenidas voces; su mujer, María Fernández Argüello,  me recibe con esa reciedumbre propia del pueblo maragato, con aplomo y dignidad, y me manifiesta, bajo un hermoso corredor de barrotes torneados,  que Maxi ya ha bajado para Chana y que ella no puede asistir por  el impedimento de su enfermedad.


    Las cimas más altas que se contemplan del Teleno desde la iglesia de Chana de Somoza, Las Reguerinas,  aún conservan una hondonada de nieve. Los vecinos están endomingados porque es  la patronal de Santiago Apóstol,  y el generoso campanario, a punto de iniciarse la ceremonia de fiesta,  está repleto de jóvenes que acompañan a un maestro dispuesto a tañer los sones de fiesta. Son dos grandes campanas las que soporta la compacta espadaña  y a través de ellas se divisa un oleaje de altiplanicies verdosas en la cercanía, y en el horizonte malvas y azuladas, y se insertan, apenas sin transición, en la bóveda celeste con un ligero resplandor. Para un auténtico tamboritero, el público es siempre su satisfacción, incluso en días como hoy, en los que se reconoce una vida de amor a la tierra, a la que se trabaja y canta. Eso me viene a la cabeza mientras observo, sentado cerca de mí, en un banco aledaño a la puerta de la iglesia, al apreciado tamboritero. Están recitándole versos como homenaje desde el atril del altar, y nadie se sorprende de que Maxi no esté en lugar preferente sino alejado, cerca de la puerta, con el tamborín sobre la pierna izquierda, preso pero no apretado por un brazo cuya mano sujeta la flauta y el sombrero. Observo que declaman y declaman versos a su pasión por esta tierra, como si él fuera su más granado fruto ancestral, y algo se empapa su cara con un ligero sudor, brillan sus ojos claros, y  aprieta un poco los labios, pero sin alterar su natural expresión. No sé qué pasará por su cabeza ante tal torrente de versos; pero quiero pensar que quizás imágenes de cuando niño, como tantos niños entonces pastor, con una flauta y una lata por tamborín por estas montañas de la Providencia. O de adolescente, aquella tarde en que  capaz fue de amarrar  la oveja preñada y tirar, tirar de ella entre bramidos aunque  el lobo se llevase en los dientes una de las ubres de leche hinchada;  o quizás esté rememorando las virtudes de sus perros, compañeros fieles, que cuidaron los rebaños encomendados; en todo caso,  los amores  y estas montañas que nunca ha abandonado, a no ser por obligación militar: las de Rabanal, Piedras Albas, Chana, Folgoso, Villar de Ciervos, Fonfría del Pero, La Maluenga...; todas ellas con los nombres de sus pagos y hacenderas, de sus parajes, y de sus ríos y manantiales, y de sus árboles y de sus frutos.
   Para un buen tamboritero su satisfacción es la del público. Y así es, porque lo veo salir sin esperar a que finalicen los sonoros aplausos que fervorosamente le dedican; se sitúa a la salida misma de la iglesia, junto a la cancilla con celosía, sin entorpecer el tránsito, dispuesto, otra vez, para acompañar en la festividad a los hijos del pueblo. Así viste y calza Maximiliano Arce Simón, de 77 años muy trabajados, hijo de Cándido y de Faustina, que tomó por esposa a María, la hija del gran tamboritero Antonio Fernández Rojo. Fluye la gente del interior de la iglesia y no puedo evitar sentir admiración: erguido que no tenso, por ello lucen más sus proporcionadas facciones; el sombrero justamente calado, la flauta descansada en el meñique, el tamborín sin el menor bamboleo, y un ensimismamiento como si de cada soplo y nota emanara el silbido de esta tierra. Admiración, la misma que el día de la boda, porque hoy, como entonces, como sucederá  en el  homenaje que tendría  lugar a continuación en la plaza de Chana, en ningún momento ha desalojado de su brazo el tamborín, de su mano la flauta, y cuando se ha quitado o calado el sombrero lo ha hecho con el respeto y atención necesarios para no desmerecer las otras piezas de este hermoso traje de paño negro, y chaleco y cinto rojos con hermosas  bordaduras de leyendas, hojas y flores. “Lo llevo en la sangre”,  clama ante los vecinos que  lo agasajan   en la  Plaza, y “pido a los jóvenes que transmitan, que no pierdan este legado  que en la sangre llevo”. 




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Dos pintores en la Corte de Pedro Mato: Ángel Villafañe García (I)

Juan José Alonso Perandones

[Img #5973]
No están  al servicio de rey o de noble, para colmar su deseo de inmortalidad con retratos propios o de la familia; tampoco se han aventurado a probar fortuna en la colina de Montmartre, en el encantador barrio parisino de santidad y pecado que siempre ha cobijado a los pintores. A Ángel Villafañe le han permitido disfrutar del atrio catedralicio, aledaño al Hospital, y se muestra recogido con sus plumillas, como quien no desea que su simple presencia, en el poyo corrido que soporta las sobrias verjas con pespunte anillado, suponga molestia alguna. En el  costado opuesto, cercano a  la otra entrada enrejada, sobre los restos enterrados del santuario y el coro  de la antigua iglesia altomedieval, Pedro García aposenta también muchas mañanas su caballete y una mesa con carpetas, sin tomar nunca asiento ni abandonar el pincel, que es como una prolongación natural de su mano.  
Comprendo bien  la importancia para Ángel de los tebeos que su padre, cuando era niño, le llevaba de Papelera Astorgana. Del desecho, de ese papel que en toneladas era arrojado al 'púlper' para ser triturado por  sus aspas gigantescas, se libraban esos cuentos con dibujos que tanto le impresionaban y pretendía imitar con lápiz de carpintero y pinturas Alpino. Digo lo comprendo porque para mí también era un festín cuando mi padre volvía de su trabajo en la Estación con alguna novela, de Estefanía muchas, que los viajeros dejaban en los trenes. 

Para Ángel la escuela es la vida: nacer en El Postigo; y aprender a jugar en los patios de la guardería cercana de Las Candelas, y a disfrutar del campo abierto de las casas de La Majestad, cuesta abajo por la vaguada hacia El Mayuelo, o aventurándose hasta la mina ferruginosa de El Sierro, donde decían que  había un laberinto de galerías profundas con vampiros, sacaúntos y fantasmas. Con la memoria del abuelo materno Manuel, Juramentos, y con sus herramientas por la casa: el cepillo y la garlopa con que desbastaba la madera, la gubia y el formón, martilleados en su empuñadura, y con los que decían hacía brotar una lluvia de virutas acaracoladas. A Ángel le gustaba tener entre las manos aquellas herramientas con las que podía trazar relieves en la madera.

Nunca un arte ha de ser único, ni se aprende del todo: es posible dibujar retratos y caricaturas para El Faro o El Diario y satisfacer en la Escuela Taller municipal, de la mano de Abel Sierra, el sueño siempre apetecido de aprender a modelar la piedra. ¿Porque quién dice que la piedra no es dúctil?: se puede trajinar en un taller, en la propia roca, o en la carbonera de la casa familiar de La Majestad. De la habilidad de sus manos han nacido escudos, estelas, fuentes, lápidas, para casas nobles y cementerios, bebederos y alcores, todos imperecederos.
[Img #5972]
Cualquier lugar de la tierra es para Ángel habitable: Astorga, Matavenero, los años en Alemania prendado por las catedrales góticas, las visitas a otros países europeos para dibujar las catedrales góticas, el gótico, es el gótico donde hay equilibrio entre lo compacto y lo etéreo, entre la piedra y el dibujo vidriado... Y ahora de nuevo en esta serenidad, en la casa de La Majestad, o en el atrio catedralicio ante la portada de los tres lóbulos bordados, con las plumillas, con los rotuladores, trazando los perfiles de iglesias, catedrales, figuras humanas y religiosas inspiradas o surgidas de ese fondo caótico que brota en materia artística y que él plasma con tinta, acuarela y óleo. 

Ninguna otra forma de expresión es para él  menor: el rotulado, la ficción del 3D... Todos pueden ser recreados: políticos, deportistas, el 'rappero' francés Nuts, templarios ¡ah, la fantasía gótica!, templarios que salen de la Catedral por la puerta barroca y que hallan a sus pies, diminutos, los más nobles edificios de la ciudad. Lo real y lo onírico, lo religioso y lo profano, la figura y el paisaje, el color y la simple línea;  y el deseo, que quisiéramos ver en  él  colmado, de dibujar todas  las catedrales góticas de España, y de verlas impresas como las de Astorga  y León en el repertorio de Narciso Casas. 

Aunque Ángel Villafañe es casi etéreo en el poyo corrido del atrio y solo levanta la cabeza cuando algún viajero, peregrino o turista se acerca a interesarse por sus láminas, presiente y disfruta en todo instante la inmensidad de la belleza cercana: como un heterónimo de esos orfebres que tallaron las figuras humanas y celestiales  en esa piedra de  la portada evangélica, y bellos escudos en las láminas verticales, casi infinitas, de las torres catedralicias que la flanquean. Eso es, como un orfebre.  

https://www.youtube.com/watch?v=7BdmkJHMaFM (en Matavenero, dibjujos)
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Dos pintores en la Corte de Pedro Mato: Pedro García González (y II)


Juan José Alonso Perandones

[Img #5992]Hay un espacio de singular relieve, el amplio corredor en el que los ábsides catedralicio y episcopal se disputan la belleza: en su semicírculo de nervaduras, blanquecinas o terrosas, y en los remates con sus balconadas caladas. Si la Catedral impone ahí su presencia con ciclópeos arcos y estilizados vitrales, el Palacio reclama nuestra  atención con una mesurada textura de ojivas y su propia réplica de parteluces vidriados. Pedro García ha elegido esta otra entrada del atrio, que da paso  a la sobria  portada renacentista, tan opuesta a la filigrana barroca en la que descansa el hastial que abraza las gigantescas torres y donde Ángel Villafañe recoge su presencia. 
¿Por qué Astorga y no Madrid, la capital en la que la abuela Emilia, Emilia Argüello Pedrosa, de la saga de los Sibutos, hortelanos, abrió tienda en el barrio de Legazpi? Quizás Pedro sea fruto de esa querencia por la tierra que se transmite de generación a generación; y que prende en quien, aunque no nacido aquí, apenas develados los ojos e iniciado su trotecillo accidentado, despabila cuando oye de sus mayores comentar que proceden de un maravilloso país de huertas frondosas, donde las patatas, los tomates, los pimientos que se llevan  los clientes nacen primeramente en bosquecillos de ramas cuajadas de flores. 



Le hubiera gustado ser arquitecto, pero fue una meta que no pudo o no supo alcanzar. Siempre ha mantenido su aspiración de vivir, aunque finalmente difícil vivir fuese, de aquello que uno puede crear o recrear. Empezó a dibujar con carboncillo en la Escuela de Artes y Oficios de Moratalaz, y pudo asistir un año como oyente a las clases de pintura mural de la Facultad de Bellas Artes; ya en Astorga, participó en el módulo de carpintería  de la Escuela Taller municipal. Pero su verdadera escuela ha sido la calle, y ese Madrid repleto de museos, el Prado, Sorolla..., espacios de singular belleza donde pasar felizmente horas y horas  ante las obras de los mejores pintores del mundo. 



Hace ocho años Pedro decidió alejarse definitivamente de la capital, de su plaza Mayor donde compartía espacio con otros muchos pintores, y asentarse en el nuevo edificio, levantado por sus padres en la calle Zapata, en uno de los extremos de la extensa huerta familiar, donde aún perdura la vieja casa en la que creció la abuela, a dos pasos de la iglesia de impronta gaudiniana. Porque aquí no es como en Madrid “que necesitas un día para entrar y otro para salir”, tiene uno la arquitectura romana bajo los pies, con sus cloacas, termas, suntuosas estancias con  mosaicos y pinturas; y ante los ojos el arte gótico, el renacentista, el barroco, el modernista; y a todo llegas por  recoletas calles y plazas. Y ya subas a la ciudad por oriente o por poniente divisas un horizonte de policromías donde se asientan hermosos pueblos que capturar con los pinceles. 
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Importa la luz, esta luz nuestra tan pronto intensamente azul como tornasolada, que también hubieran apreciado Monet, Degas o Renoir. Con la acuarela hay que apresar la textura luminosa del instante: de la misma Catedral, desde el máximo resplandor hasta el descorrer sombrío; del agua de los ríos, de la vegetación multiplicada en tonos verdes, ambarinos y cárdenos; y de los  puentes y espadañas, de las casas de piedra y de adobe. Pedro también persigue captar la atmósfera de los pueblos del Teleno, aunque costoso sea en ellos conseguir que su color, al secarse en el lienzo, sea la limpia luminosidad estampada en la retina. Y gusta del óleo, para el retrato, para el paisaje, pero ese ya es otro arte, porque, aunque sin exceso, se puede retocar, mirar y remirar hasta conseguir plasmar un semblante, un leve o intenso cromatismo. 

Es esta una época de escasez, en la que el turista, el viajero, apenas se rasca el bolsillo. Pasan los dedos por las láminas, hacia delante y hacia atrás, no ahorran alabanzas al tiempo que comentan sobre los malos tiempos que vivimos, lo bonita que es Astorga, que no se puede uno marchar sin mantecadas, mas apenas compran. Aun así, Pedro no piensa renegar de su libre oficio porque “el verdadero artista es el que, como yo, vive del arte”, aunque este vivir difícil vivir sea. 

No es otro el pensamiento de Ángel Villafañe, el otro pintor igualmente protegido en la Corte de Pedro Mato. Corte esta habitada por imágenes divinas, apóstoles, santos y querubines, así como derrotados simios, faunos y dragones, y que el andarín y legendario caballero, desafiante, vela día y noche desde un espigón que se eleva por encima del ábside catedralicio. 










Ángel Julián Rubio







EL TESORILLO DE ÁNGEL JULIÁN

JUAN JOSÉ ALONSO PERANDONES / 

El verano ha irrumpido con un fogonazo de calor y, tanto ayer, como hoy, ocho de julio, al declinar la tarde, ahora que se agotan las siete, el Teleno es una lengua de fuego, pero aquí, en el Jardín, reina la umbría y corre un vientecillo templado. Mely Blanco Julián, Mely, no se hace esperar, y, como acostumbra, llega con brío y con esa elegancia que solo alcanza quien posee estilo propio y gusta de la sencillez. Cierto es que a propósito de los actos que el Ayuntamiento tributó a su abuelo Ángel Julián Rubio, en las fiestas de agosto de 1997, de la mano de Ignacio Climent y José Antonio Carro, pudimos conocer a este polifacético astorgano, en cuya persona  se resume la vida social y cultural astorgana de los años finales del XIX y de  la primera mitad del siglo XX: bibliófilo, fundador de periódico y revista, músico y compositor, dramaturgo y poeta, artífice de una imprenta con diseño propio (para envoltorios y publicidad de mantecadas,  chocolates…); digo bien, Talleres Gráficos-Julián-Astorga, con la demasía de su impresión  musical, celebrada hoy en día como un arte  equiparable, por rudimentario, por su minuciosidad, al  de un iluminador medieval. 

De la foto que hasta este momento solo había tenido a mi alcance de un Ángel Julián no es su espesa barba y tupida cabellera las que me habían llamado la atención, sino la chispa de sus ojos, esa mirada penetrante con la que algunos nacen y que se les aviva con las cicatrices de la vida; al igual que Mely, pues el tiempo no ha marchitado el brillo y la viveza de sus ojos, y menos aún su capacidad para afrontar la bonanza y la malaventura que la vida, según la suerte de cada cual, va dejando en nuestro tránsito.  Como son otros los  matices que yo pretendo conocer de su abuelo, no le pregunto por sus obras poéticas, musicales, dramáticas, porque ya nuestro cronista, don Luis, a ellas dedicó generosas páginas  en  su Historia del teatro en Astorga; y José Antonio Carro,  Enrique Ramos Crespo y Martín Martínez sendos artículos y reseña biográfica, publicaciones todas ellas de interés y de fácil acceso; a buen seguro, además, que en el nuevo homenaje y agradecimiento que el Ayuntamiento tributará a él y a su familia en este agosto serán recordadas. Comentamos cómo hay varios momentos en la vida de Ángel Julián que determinaron su destino: la crianza con sus cuatro tíos solteros, la saga de los Rubio Silva (el único casado, junto a su madre, Eulogia, fue Tomás Rubio, con fábrica de chocolates y mantecadas La Perla Astorgana desde 1850 en el camino de Nistal). Su abandono del Seminario a los doce años con el calificativo de “reprobatus”, su formación musical con el maestro de capilla Venancio Blanco, su labor de ayudante en la escuela de párvulos que su tío Manuel Rubio regentaba en los bajos del caserón (en La Cubera, 9, actual Martínez Salazar, hoy  reemplazado por un  nuevo edificio con original homenaje en su alero). Su matrimonio con Florinda Velasco, el establecimiento de la imprenta, una vez que han fallecido sus padres y tíos maternos, en la citada casa familiar. Y su misantropía.
  
Porque le recuerdo  a Mely que cuantos conocieron a Ángel Julián han destacado junto a su generosidad,  su misantropía, su apartamiento, y los más versados cómo su vida, dado su singular talento, fue en parte una oportunidad perdida, por su afincamiento en nuestra ciudad, por su fidelidad a su familia… Aludíamos antes a las cicatrices de la vida, la más profunda, para Ángel Julián, la muerte con 44 años, en 1933, de su esposa, Florinda Velasco, nunca se cerró internamente del todo; pues juntos  habían compartido la afición dramática (a ella, con dotes de  actriz,  había dedicado tres años antes de su matrimonio en 1907 el drama social Traineros y Jeiteros); y sucedió en momentos de plenitud, con sus tres hijos, Eulogia y Amor,  jóvenes, y Ángel, un niño de once años. Pero es ésta otra etapa  de su vida, hasta su fallecimiento a los setenta años en 1952. La vitalidad, la precocidad y la capacidad de adaptación de Ángel Julián en su adolescencia y juventud  son sorprendentes: a los 17 años ya había escrito cinco obras literarias de tono diverso, y ocho más antes de los 25. Fue un joven inquieto, con capacidad de defender su obra y desafiar en 1899 desde la revista El Céfiro al señor director de El Heraldo Astorgano. A los 18 años con su amigo, y posteriormente cuñado, Conrado Velasco, se fugará e iniciará una gira de conciertos con el deseo de llegar a  París; propósito frustrado al reclamarlo su familia. Hasta que se asienta definitivamente en Astorga en el año 20 y abre su imprenta, ha desempeñado diversos  oficios musicales, para sociedades de recreo,  la orquesta catedralicia,  Capilla Musical de Santa Cecilia y parroquia de Santa Marta, en Astorga;  para el Regimiento Asturias, para  Sociedades, Agrupaciones, Salones  y  bandas municipales, parroquias y casinos, en Madrid, Benavides de Órbigo, Vega de Ribadeo, Mieres, Orense.¡Orense!, como París, otra oportunidad,  que en esta ciudad le ofrecen, y que él desechará, la de sustituir para la compañía del Teatro Real de Madrid al gran pianista Raffaele Terragnolo. ¿Misantropía? Mely bien dice antes de despedirse que no, que son las costuras de las cicatrices de la vida, algunas ligadas a la muerte de nuestros seres queridos, otras a la ruina, a veces todas juntas, como le sucedió a su abuelo Ángel Julián a partir de los años 30.


Ángel Julián Rubio y Florinda Velasco
de Santiago (esposa de 1907 a 1933)
Zancuda y Colasa hace un rato repicaron las nueve y la lengua de fuego rompe en cascada hacia la ladera oculta del Teleno. Mientras camino por la muralla me recreo en la mente y en las manos  de un Ángel Julián capaz de superar a Terragnolo cuando con su piano, absorto del patio de butacas, improvisaba tristeza, alegría, desesperación y templanza en las primeras películas, mudas, del Cine Velasco. Apuro el paso, pues  tengo interés por ver en mi ordenador un envío de nuestro también querido director (nunca quien muestra su valía y cariño por la ciudad deja de serlo del todo) Ignacio Climent: sus fotos personales, desmenuzadas, del tesorillo musical de Ángel Julián, que su hijo Ángel se llevó para Villanueva de Castellón,  que conservó como oro en paño y que su viuda, Amor Mena, le entregó con el fin de que dispusiese cuál habría de ser el mejor destino para  bien tan preciado. Nacho, así de  familiar es para nosotros, lo ha entregado al Ayuntamiento, y su depósito para exposición ha de ser la casa de los Panero (junto al patrimonio de Evaristo Fernández Blanco). Como he verificado con anterioridad en la Academia  (donde este bien está ahora custodiado), es una caja de madera francamente valiosa, con su aldaba, de pequeñas dimensiones (27,5 x 13,5; 9,5 de alto), y dentro contiene los plumines y los punzones fabricados de forma artesanal en Alemania, rematados con  claves, sostenidos, bemoles y becuadros en bronce. Útiles no para un moderno impresor, sino para un iluminador medieval, con grandes dotes de  dibujante y músico. Este tesorillo, con sus punzones y plumines para la elaboración de una impresión artesanal, consistente  en traspasar el dibujo en tinta fresca sobre papel “perure” a una piedra o plancha de zinc, fue su cultivada pasión, ruinosa económicamente, pero capaz de colmar su talento musical y artístico y, quizás, de aventar ocasionalmente las cicatrices de su  vida. 


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CARNICER, EL VICARIO Y GAUDÍ

Si  afortunada fue la designación de Juan Bautista Grau Vallespinós como obispo de Astorga en 1882, gran infortunio deparó su muerte en 1893 (fue enterrado en la capilla catedralicia de la Inmaculada Concepción el 24 de septiembre de este año). Los tres corpulentos  ángeles de zinc que, con los atributos episcopales, la mitra, el báculo y la cruz,  hoy lucen en el jardín, fueron ideados  por Gaudí para coronar la techumbre y compartir las ventiscas con el otro figurante y probable inspirador, Pedro Mato. De ahí que en tierra firme, pese a sus tanteos de emplazamiento, no acaben de encontrar acomodo, ni su dimensión sea acorde a nuestra mirada, y aun menos a sus generosas alas conviene  un espacio tan pétreo y encorsetado. Exiliados de lo que debería haber sido su soporte natural, tampoco han merecido sesudos estudios, poco más que la datación de la  fábrica de su fundición, Real Compañía Asturiana de Minas, el contrato de ejecución, uno de agosto de 1913, su  envío a través de  Caminos de Hierro del Norte, el diez de abril de 1914, y la conformidad de Guereta con la factura por el segundo plazo de pago, el posterior 14 de noviembre.


Los ángeles son el testigo vivo, inoportuno, del parcial e involuntario fracaso de una sensibilidad compartida por el obispo y el arquitecto, en la que se aunaban complacidamente la estética y la liturgia. El Palacio no dejaba de ser un capricho arquitectónico, un  lujo mediterráneo, modernista si se quiere,  para una pequeña ciudad del interior con horizonte escarpado; con una concepción más estética que funcional, y aunque financiado en gran parte por el Ministerio de Gracia y Justicia,  también  era necesaria la aportación de fondos diocesanos (Grau no dejó de mostrar su generosidad con una estimable aportación personal). A la intemperie, pues, quedó Gaudí después de las exequias para  las que él diseñó un templete y unos arcos por los que habría de pasar el cadáver embalsamado del obispo, y amigo y paisano reusense, antes de ser expuesto en la Capilla; también se hizo cargo del sepulcro, con la más breve y expresiva  inscripción que en el rito eclesiástico, de por sí fastuoso, imaginarse pueda: 'JOANNES, 1893'. 

Cuando fallece un obispo, hasta el nombramiento de su sustituto se hace cargo de la Diócesis, con potestades limitadas, el vicario; transcurrirá un año hasta el nombramiento del nuevo prelado, Padre Vicente Alonso y Salgado. Los meses posteriores al fallecimiento de Grau, como bien está recogido en la prensa local y por el cronista don Luis Alonso Luengo (Gaudí en Astorga, 1954), fueron tormentosos: la Junta Diocesana de Construcción y Reparación de Templos, de la que formaba parte el Cabildo, y cuya presidencia ya no ostentaba el obispo Grau, cuestionó la oportunidad de la obra, su funcionalidad, su costo..., sin una mayoría con luces suficientes para comprender el significado arquitectónico-religioso de una obra singular. El 11 de julio de 1894 quedarán paralizados los trabajos, con la planta noble sin terminar y, por tanto, sin iniciar tampoco el ático; con anterioridad, el 8 de enero, ya se había tenido que   hacer cargo de las certificaciones ejecutadas un nuevo responsable, el propio de la Diócesis, que será provisional. Gaudí había enviado al vicario una carta de renuncia como director de las obras el 4 de octubre anterior.  La continuación del Palacio y su dilatado remate final  serán cometidos de otros arquitectos, pues  las intensas gestiones de otro obispo, también de fina sensibilidad,  Alcolea,  en 1904, por reiniciar las obras con la recuperación de  Gaudí,  fueron infructuosas. 
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Los últimos meses de 1893, sin la presencia del carisma y la apertura de miras del obispo Grau, fueron agitados en la ciudad,  con partidarios y detractores del palacio a medio terminar. Y las discusiones de Gaudí con el vicario y el Cabildo debieron de ser sonadas. Ramón Carnicer en las primeras páginas de su libro autobiográfico, Friso Menor, cuenta el papel desempeñado por su familia en Astorga (de donde era natural su madre), tanto en el aspecto empresarial, en calidad de  dueños de la gran fábrica de curtidos aledaña a la iglesia de San Andrés (la finca al lado del Cabildo), como en la política municipal. De su abuelo Ricardo, que gestionaba la empresa con su hermano Domingo, narra esta conversación, previa al abandono definitivo de Gaudí, de la ciudad y de la dirección del Palacio: “El abuelo Ricardo, se decía en casa, era hombre generoso, dramatizante a veces, con grandes aptitudes para lo cómico, suscitador de armonías. En el paseo de la muralla astorgana terció un día para que el vicario de la diócesis, vacante por el obispo catalán Grau Vallespinós, y el arquitecto Gaudí, iniciador por encargo del obispo fallecido del palacio episcopal, no se trabaran a pescozones y puntapiés tras los insultos en que se enzarzaron por desacuerdo entre lo mucho que costaba la obra y la alarmada tacañería del vicario. Como es bien sabido, Gaudí se cansó de la pugna y abandonó la obra”. 

Gaudí era un hombre temperamental, tanto para levantar una y otra vez, como Sísifo, la bóveda esferoidal del pórtico, inspirada según don Luis en el conopeo del Sagrario catedralicio, como para no perdonar tanto desaire. La leve inscripción de un obispo, JOANNES, y los tres ángeles, nos recordarán siempre cuán maligna es la torpeza. 
  

Nota:  acerca de la documentación sobre los ángeles, se han aportado nuevos datos con posterioridad, y se ha corregido la fecha de envío. Rezaba con anterioridad el final del primer párrafo: "Exiliados de lo que debería haber sido su soporte natural, tampoco han merecido sesudos estudios, poco más que la datación de la  fábrica de su fundición, Real Compañía Asturiana de Minas,  y su tardío envío, 1913.". 





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