MIPAM:
EL NIÑO QUE RESUCITÓ A FOLGOSO DEL MONTE
Juan José Alonso Perandones
Llegamos a Folgoso del Monte desde Foncebadón en el
todoterreno de Paco Panero; mientras Maxi Arce, el tamboritero de Rabanal, y él
iban mencionando los nombres de pueblos en el confín, de laderas, riachuelos y
montes, los cercanos y los de las más altas cumbres, yo sentía cierto
complejo ante tanta sabiduría, y pensaba en cómo rehusamos contemplar a pocos
kilómetros de casa parajes de inmensa belleza, en favor unos de la pereza,
otros de tomar como pasatiempo los megamercados de la capital. Para
aproximarse a pueblo tan singular es preciso transitar por pistas abiertas en
medio de grandes pinares, plantaciones tupidas e insulsas, dañinas para el
ecosistema, y después de tres décadas con escasa productividad;
pateados de cuando en cuando por algún buscador de boletos (setas), así
lo delata su coche en los arcenes, y también por algún furtivo que al
vernos simula silbar cuando en realidad está poniendo un lazo para
atrapar al jabalí. En verdad que cuando te libras de los pinares y contemplas
los valles y lontananzas con su vegetación autóctona disfrutas de un
bíblico paraíso. Una pequeña tirada antes de entrar en Folgoso se ha de
dejar el coche. Kamil, el padre de Nipam, el niño valiente que sobrevivió
a una noche como boca de lobo, tiene su viejo vehículo donde, al contar
el camino con un pequeño terreno en ángulo, se puede, aunque con
dificultad, girar; al lado del suyo, y de otro, de un vecino recién
llegado, dejamos el todoterreno.
Hasta el pasado marzo Folgoso del Monte era tan solo
el hábitat de las vacas cruzadas de Valentín, el de Bembibre. Hoy, la antigua casa de Antonio el Sordo es la
vivienda arreglada por Kamil, adonde vive con su compañera Karolina y sus
hijos Timotej, Ronja , el pequeñín Mipam e Iroh, nacido este verano; los
cuatro han nacido en España, menos el primogénito, Metodej, de ocho años,
residente en la República Checa al cuidado de su abuela paterna, maestra
de profesión. Recientemente, se ha alojado en la casa que fue escuela un vecino
de Ponferrada. Kamil y su familia llegaron a España hace seis años; se
instalaron primero en la comuna de la Alpujarra granadina; posteriormente,
durante dos inviernos, en Matavenero y,
finalmente, con ánimo de perdurar, en este pueblo de Folgoso. Le
pregunto, pues ha salido a nuestro encuentro al enterarse de la presencia de
extraños, por qué España; y me contesta que en Chequia desde que entraron
con sus inversiones los norteamericanos es necesario trabajar muchas horas para
vivir. Él, concretamente, en la restauración de iglesias, puentes…, de la
mañana a la noche, si quería cubrir los gastos diarios
y abordar el pago de una hipoteca; cuando llegaba a casa “niño siempre durmiendo”.
Le planteó a Karolina, “así no podemos vivir”. En Chequia no hay un metro libre
de suelo que laborar. España con tanto terreno baldío podía ofrecerles lo que
deseaban, vivir inmersos en la naturaleza y ajenos a este trepidante
mundo donde tanto se trabaja para consumir desaforadamente.
La ruina, cuando un pueblo, como Folgoso, es hermoso,
no logra borrar su encanto. Fue abandonado a principios de la década de los
setenta (en 1970 tenía ya tan solo empadronadas seis habitantes), después
de ejercer parte de sus varones como temporeros en Madrid ; contó
con una población, desde mediados del XIX a mediados del XX, entre
107 y 120 almas. El Madoz en 1847 constata la existencia
de “28 casas cubiertas de paja”. Pocas más perviven ahora, bastantes
con el bello y peculiar corredor de piedra con entramado de madera, y
todas con tejado de pizarra. Las piedras de las casas, nos hace observar el
tamboritero Maxi, han sido colocadas por buenos canteros pues están
ensambladas en las esquinas “a una y cruce, a una y cruce”. Se emplean
millones en “Centros de Interpretación” para simular un patrimonio desaparecido
y este singular pueblo, en la cota El Cueto, a 1317 m de altitud, frente
a los Montes Aquilanos, ladera arriba del Arroyo de las Tejedas ha desaparecido
hasta de la página oficial del ayuntamiento al que pertenece. Tampoco hay
resolución por parte del alcalde para incluir en el padrón sus nuevos
habitantes, ni siquiera a un pequeño ciudadano como Mipam, que
cumplirá dos años este cuatro de diciembre, y que resistió solo la noche entre
los helechos sin sucumbir ante la inmensa oscuridad plateada con
sus lobos, zorros, corzos, jabalíes, y algunas alimañas que salen a
hurgar deseosas cuando se acercan los días de luna llena. ¿Cabe mayor derecho a
la ciudadanía?
Quien tenga deseos y ´reaños’ para vivir en comunión
con la armonía de la naturaleza y de su continuidad en la hechura de un pueblo,
Folgoso del Monte, encarado al sol, es un paraje ideal; también otros ya
despoblados, o casi abandonados, en estas montañas de encuentro de la Maragatería y El
Bierzo, como Labor de Rey, Castrillín, Las Tejedas… En todos ellos abundan los
robledales en las laderas, las urces y los brezos, las encinas en los valles y
sus cercanías; hay montañas escarpadas, donde la roca achica la vegetación,
pero en otras se extienden mantos frondosos, ahora cercano el invierno con un
tinte ocre y de sangría, junto a rellenos de verde oliva. De las casas de
Folgoso sorprende cómo siguen desafiando a los temporales y se resisten al
desplome total de su techumbre, tampoco se cuartean sus chimeneas
trapezoidales de pizarra clavada en lajas de madera. Según vamos recorriendo el
pueblo, cuyas edificaciones están emplazadas en una suerte de terrazas con
caminos empedrados que van garabateando y ascendiendo, Maxi las va reconociendo
y recobrando la vida que de niño vio en ellas, la de Antón Folgao, la de
Rosaura y su hermana, la del Ti Miguel, la de Agustín Salso, la de su hermano
Manuel, la de Florentina y Santiago, la de Teresa la Tartera , la de Aurelio
Flórez, la de Rosaura y su hermana; y, entre otras, las dos en las que sirvió
de niño pastor, la del Tí Pedro y la Tía Isidra , y en el otro extremo del
pueblo, la de la
Tía Vicenta.
En muchas casas de Folgoso han desaparecido las
puertas de la planta baja, destinada a los animales, y en bastantes
dependencias de los pisos altos Valentín guarda pacas de paja para
alimento ocasional de sus vacas, dueñas y señoras, junto a las ocho cabras
preñadas y el chivo de Kamil, de los pastizales del contorno. Paramos un rato
con Kamil en torno a la antigua fuente, en sitio principal del pueblo;
cuenta con un estanque donde no navega un submarino de
plástico de Ronja y Timotej, los hermanos de Mipam. Hablamos largamente; Maxi
Arce le da cuenta del pasado del pueblo, comentan su común afición por la
música, y yo le pregunto a ver si los niños van a la escuela. Y me dice
que no, pero que lo desea, pues en 2016 ya tienen edad para estar
escolarizados; le manifiesto que es un derecho que le asiste. Quiere que sus
hijos estudien y si desean, de mayores, otro tipo de vida, como realizar
carreras universitarias y acomodarse al consumo, lo aceptará gustoso. Nos
acompaña hasta la iglesia de Santa Ana y aquí siente uno la desolación:
el tejado de su única nave se halla en el suelo, no así su alzado
arco de medio punto ante el presbiterio, ni tampoco el amplio cabildo (el
pórtico) que cobija la puerta principal. Para los vecinos el cabildo fue el
testigo mudo de la fiesta, del luto, y del día en que a Maxi, con ocho años,
por primera vez el famoso tamboritero que llegaría a ser su suegro,
Antonio Fernández Rojo, por conocer la afición del chaval, le puso
un tambor y una flauta en sus manos y le dijo: “Toca…”.
Kamil, quien como toda su familia presenta un
aspecto aseado y saludable, es un tipo hábil. Con la energía que le aporta una
placa solar, con regulador y batería de coche, se dota de electricidad,
incluso Internet; no con total satisfacción, pero sí para irse arreglando.
Cerca de casa tiene su huerto, que ha cavado con el pico hasta
dejar la tierra desmenuzada, enriquecida este año con más de cien sacos de
abono de las vacas de Valentín. Ha ido cultivando y metiendo en conserva todo
tipo de productos, y sorprende la destreza con que ha podado las
tomateras, el posteo de los pimientos, el vigor de otras plantas como las
berzas de asa de cántaro, las remolachas, los cardos, las lechugas…
De todas ellas recoge las semillas para plantar en el año siguiente. “Años y
años sin ir a ningún médico”, pues su mujer conoce el valor medicinal de las
plantas. Toda la vegetación de estos montes y valle le resulta útil: las
cerezas, las moras de los zarzales para elaboración de vino y conserva, las
castañas… Desearía contar con algunos ingresos, pues desde Chequia, por llevar
años en España, no recibe ayuda alguna; con la venta de madera para
calefacción, o bien trabajando temporalmente en albañilería relacionada con la
conservación de edificios, o de podador.
Fue la reparación reciente de un viejo
Land Rover el ‘acontecimiento’ que llamó la atención de los pequeños.
Kamil los tuvo a su lado mientras maniobraba en el conglomerado de su
maquinaria. Se ve que a Mipam le gustó su color pálido amarillento, el ruido de
su motor, la carrocería tan proporcionada con su morro de animal de selva. No
suele alejarse de la casa, pues sus progenitores le tienen acondicionado, para
que disfrute del aire libre, un espacio aledaño, al que trepa por unos
peldaños, y por lo que hoy hemos visto, cuando su padre lo ha llamado y cogido
en brazos, aclimatándose, desnudo, al sol, cuando luce ardiente,
o bien con la ropa necesaria si baja la temperatura; y en todo momento
curtiendo la planta de sus pies. El 25 del pasado octubre por la tarde Kamil y
su hijo Timotej se acercaron a los
castaños que perduran en las cercanías del pueblo, en el viejo camino
que baja a Tabladillín. Mipam, en el momento que fuese, salió hacia otro rumbo,
para volver a ver el Land Rover con su morro de animal de
selva,
A él llegó, con su andar de bamboleo; y aunque no levanta
dos palmas del suelo seguro que lo contemplaría complacido. Se hubo de
desorientar y seguir camino adelante. Karolina y Kamil, al ver que después de
rastrear el pueblo y su entorno Mipam no aparecía, avisaron a la guardia
civil, también a Matavenero, para que viniesen en su auxilio. Los presagios más
terribles angustiaban a los dos, al presentir que su hijo había sido
secuestrado. Se movilizaron esa misma tarde diversas patrullas de la Benemérita , pero muy
entrada la noche el niño no había sido encontrado y decidieron reanudar oficialmente
la búsqueda con la luz del día. Fueron horas y horas de gran
desesperación y llanto: “Buscaba en cada zarza, en cada rincón, no hubo sitio
que no mirara…”, recuerda Kamil emocionado. A las ocho del 26 la guardia civil,
junto a unos 30 vecinos de Matavenero (que habían continuado la búsqueda con
Kamil durante la noche) reanudó el rescate, esta vez con perro adiestrado.
Apareció hacia las diez, a kilómetro y pico del pueblo, camino a Paradasolana,
donde junto a los pinos abundan los helechos. Primero deambulaba, pero
cuando la guardia civil lo llamó por su nombre corrió hacia ellos.
Le pregunto a Kamil a ver si ha notado que Mipam
tiene pesadillas pues ha pasado una noche como boca de lobo en el mayor
desamparo y aún no ha cumplido dos años. Se cuenta en la zona la leyenda de
otro niño, de Filiel, que no se lo comieron los lobos porque San Antonio
les metía el cayado en la boca y así no lo pudieron devorar. Lo de Mipam no es
leyenda sino real historia, que perdurará en la tradición oral, y se recreará,
en los seranos, con un aura de fantasía. Volvemos para Astorga por otras sendas, pero antes nos acercamos
al paraje de pinos y helechos donde venció a la noche este niño
valiente. Y no es embeleco que abundan en él los animales y las alimañas:
cualquiera puede ver, en esta mañana del catorce de noviembre, en el camino que
conduce a Paradasolana, en el entorno del cruce a Folgoso, cómo se ha revolcado
el jabalí esta noche en sus pequeños barrizales y ha dejado en ellos una
rayada torta con sus apelmazadas cerdas.
Mientras Paco zarandea el todoterreno en la
cima de barrancos que fueron minas de hierro, y sigue junto a Maxi
nominando montes, valles y torrenteras, yo conservo la reciente imagen
de Kamil con su hijo Mipam en brazos; y pienso cómo me gustaría que
fueran reconocidos como vecinos y que
Timotej y Ronja, el año próximo, se
acercaran por estos caminos a coger el autobús
para cantar la tabla en la
escuela.
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Publicado el 29 y 30 de octubre de 2015CAMILO LORENZO IGLESIAS
Juan José Alonso Perandones
EL NIÑO QUE QUERÍA IR
Como tenía que realizar los exámenes de mis alumnos, me permitió
posponer el encuentro para este primer miércoles de septiembre. Nada hay que
denote, en este despacho del noble
edificio de finales del XVIII, recientemente con acierto restaurado,
esplendor alguno, y aun menos en la vestimenta del obispo. Pese a que ahora
apenas lo veo, en ningún momento en nosotros el respeto evitó la franqueza. Por
eso me atrevo a decirle, sin ánimo de mancillar la memoria de don Antonio
Briva: “Don Camilo, pasamos del último
obispo florentino que en España hubo a un obispo de aldea”. Y no se
ofende porque, efectivamente, son dos despachos, aquel en el interior,
apenas sin luz y con un cierto aura de gabinete mediciano, mientras este
es diáfano y luminoso; y dos obispos,
aquel de larga sotana y señorial porte,
y don Camilo, con ademán humilde y
un “clériman” propio de cualquier presbítero; solo el solideo violeta, que
corona su cabeza, delata que detenta la más alta dignidad de una diócesis que,
aunque fue amputada de tierras de Braganza, de Asturias y León, aún conserva un
amplio territorio de la romana provincia de la Gallaecia.

Cualquiera de nosotros, cuando abandonamos por primera vez la casa
paterna a la búsqueda de otros horizontes,
sentimos como un temor a lo desconocido, cierta añoranza y, al tiempo,
un deseo de aventura. A los catorce años, en 1954, el adolescente Camilo llega
con su maleta al Seminario Menor de Orense; en Porto do Souto quedan la madre,
Elena, su padre Camilo, seis hermanos, el monte con sus pastos y árboles, el
racimo de casas, la escuela y la iglesia de La Canda : “Teníamos que trabajar mucho el campo y
este cambio me resultaba agradable; no lloré, iba muy contento, no lloré; había un balón, no dejé de jugar al
fútbol hasta que me ordené sacerdote”. Hay vocaciones que se encauzan sin
titubeos, sin remilgo alguno; don Camilo no es un hombre al que le gusta
regodearse en el sentimentalismo, ni
perder el tiempo en lo accesorio, y todavía menos utilizar el lenguaje más para complacer que para decir. Cursó la carrera eclesiástica
con brillantez, aunque no le da importancia alguna; y compruebo que no se
sorprende ante mi extrañeza cuando me dice que en las clases de Filosofía y
Teología hablaban en latín, dominio para mí inalcanzable en el instituto, pese
al talento de don Pedro de Paz; el latín, la lengua humanística por excelencia,
que el Vaticano II relegó a un segundo plano para llegar a los fieles, pero que
al tiempo supuso empobrecer las capillas musicales.

El obispo don Antonio Briva fallecería de forma repentina el lunes, 20
de junio de 1994, horas después de haber
oficiado en la celebración de La Zuiza , la vistosa procesión que había sido recuperada tras dos
siglos de ausencia; fue conmigo probablemente con quien mantuvo, en la comida de
ese domingo, conmemorativa de esta antigua tradición, la conversación más
extensa, como siempre centrada en los acontecimientos internacionales, en la
economía y en el problema industrial
astorgano; una vez más me recordó que su
deseo era haber traído la Bayer
alemana para Astorga.
A don Marcos Lobato, vicario, le tocaba
lidiar con un cometido aún más delicado y difícil que el que,
prudentemente, venía ejerciendo: hacerse
cargo, como administrador y por un año largo,
de la Diócesis
vacante, con las obligaciones, pero sin
las atribuciones correspondientes, propias de un obispo. Y es que el
nombramiento de un obispo, dadas las teclas que tiene que tocar, tanto divinas
como humanas, no es cualquier
menudencia.
OBISPO DE ASTORGA
“Señor rector, lo llaman de Nunciatura”. Pasó
la noche en el tren, camino de Madrid, para cumplir el mandato de aquella
inesperada llamada. Tagliaferri es menudo,
enjuto y de pocas palabras, así que nada más recibir su saludo, “Excelencia, no
sé por qué me llama”, fue al grano:
– Usted puede ser un buen obispo.
– Déjeme pensarlo.
– Usted se va a Orense y le doy
dos o tres días. Si dice que no, no le vamos a obligar.
Los designios de Dios esta vez lo emplazaban a aceptar un cometido de
gran envergadura. ¿Astorga?, la ciudad
donde solo había parado una vez; Astorga, la afortunada por la mente abierta de
un obispo que apostó para el nuevo palacio episcopal por el joven Gaudí, la de
la catedral con altas bóvedas y capital
de una diócesis que se adentra en la comarca gallega de Valdeorras. El obispo
orensano José Diéguez siempre ha sido
para él el amigo cercano; a él se acercó a pedir consejo, pero le repitió el discurso
del nuncio Tagliaferri: “No tienes obligación, pero piénsalo”.

Que si pasó. Todos sabemos que en nuestra ciudad un rumor de Manjarín a
El Chapín corre más que el viento. Pocos días después de su consagración se
difunde que el nuevo obispo ha entrado a una tienda a comprar algo relacionado
con su atuendo diario. La sorpresa, que hoy nos parece infundada, hace veinte
años tenía su razón; había quienes pensaban que no nos había llegado un obispo
sino un cura de aldea. He de confesar que ese gesto ganó nuestra estima, aún
más cuando, ya llegase el Domingo de Ramos, o cualquier celebración de ritual
vistoso, la capa pluvial con bordadura
de oro se posaba en su cuerpo como una prenda más dominical. ¡Y cuidado que son
hermosas las capas pluviales que atesora nuestra ciudad en su Cabildo!
Le comento abiertamente estas
cosillas y otras por el estilo, como cuánta fue nuestra satisfacción como
alcalde por su visita al ayuntamiento el
día siguiente de su consagración, o por acercarnos, para saludar a la Corporación , al nuncio Manuel Monteiro en junio de 2001; se
lo digo y se sorprende. No tanto cuando
le manifiesto una reflexión que siempre ante él mantuve, sobre lo difícil que ha de ser llegar a un
obispado, con sus hábitos, y hacerse con las riendas; afrontar los problemas a
diario no solo de los feligreses, sino de los sacerdotes, con los propios
seminaristas…; así me contesta: “Me parezco mucho a mi padre. Veía las cosas
y no se desesperaba. Lo importante era solucionar el problema”. Esta es la
máxima que ha aplicado en numerosas ocasiones, como ante la rebelión de los seminaristas en
2002: “Volvieron”, me dice, “había que escuchar sus razones”. No rehúye don
Camilo ningún tema, incluso cuando le dije que solo iba a tomar notas, que no
iba a grabar, me manifestó que no le importaba lo más mínimo. Es otra virtud
suya, esa limpia conciencia que le permite rendir cuentas de sus actos con
total naturalidad.
¡Bendita aldea!, es lo que fluye en mi mente mientras escucho su hablar
pausado, sin artificios; bendita aldea cuando uno es fiel a sus
orígenes: salir de la casa paterna y no volver la vista atrás, pero tenerla
siempre en la conducta presente. Un ejemplo: su primera visita pastoral (hubo
una segunda) a los dos meses de su consagración, pueblo a pueblo “sin dejar ni
uno, como nunca se había hecho, porque yo sé lo que eso significa en pequeños
pueblos”, me manifiesta con orgullo. “He vivido la minería como una tragedia”,
me comenta extensamente, con un análisis de las razones de su decadencia, “he
sufrido cada día la falta de sacerdotes
en los pueblos”, en pueblos apenas habitados, para los que la iglesia con su
espadaña y su párroco son la última seña viva de identidad. No ha de
sorprender, pues, que durante su
episcopado, aunque se han realizado
obras importantes, incluso levantado nueva iglesia, su principal labor en la
rehabilitación patrimonial ha sido, precisamente, impulsar la restauración de
decenas de iglesias y casas parroquiales de los pueblos en toda la Diócesis.
Don Camilo me repite que aquí se ha sentido muy bien tratado, pero
compruebo que está al tanto de los rumores de culpabilidad, que vienen
pululando por la ciudad sobre la supresión de los estudios eclesiásticos, del
internado para los escolares: “El pueblo tiene que comprender las cosas, la
falta de vocaciones, de natalidad, la particularidad de los pocos alumnos,
alumnos difíciles, para el internado del
Seminario, sin vocación alguna…”. Y
respira hondamente cuando me recuerda que pronto habrá un nuevo presbítero y los
seminaristas que habían ido al seminario
de Santiago, estarán en Astorga: “Ahora
tenemos un grupito, que se va ordenando y que continuará sus estudios
teológicos en León; estamos haciendo obras en la Casa para acogerlos”.
Ya son cerca de las doce cuando
abandono el Obispado; el sol calienta y levanta una suerte de calima sobre un
Teleno que se ondula en paños grises y violáceos. Me duelen un poco sus últimas
palabras “Sabe, yo no estoy bien, estoy perdiendo memoria”. Y se me agolpan los
recuerdos de lo vivido con este obispo que ha cumplido y sufrido su labor
pastoral; con total sencillez, sin ánimo de apariencia alguna, con un respeto
máximo a la institución civil, y un cariño por sus feligreses diocesanos,
para los que ha procurado ser el siervo de Dios.
22, agosto, 2015
Fernando, el
Carrero
Juan José Alonso
Perandones
Si
por Fernando fuera me hablaría cantando,
y no ha extrañar porque no solo se heredan los oficios sino las aficiones. No
en vano, su progenitor, Lorenzo, de la saga de los Roquines, ya gozó de fama en
el Círculo Católico, junto a Paco el
Pertiguero, padre del ilustre Emilio, el primer César de nuestros fastos
bimilenarios y con heredado desempeño catedralicio. Como testigos vivos de un oficio artesano y de una pasión musical,
en
el antiguo solar familiar de la calle San Antonio, 12, en su casa, ya de factura moderna, se
muestran, en un chaflán de su escalera, la bandurria, el laúd y la guitarra,
bien trajinados, y en los bajos los útiles fabriles y herramientas del taller
familiar.
Aunque envejecemos, hay gestos y vivezas que
no se las comen las arrugas ni la flacidez, tal sucede en Fernando, el Carrero, apellidado
en la partida de nacimiento del juzgado astorgano Alonso, y Nistal por su madre Rafaela. Aún diría más, el tiempo en algunas personas
oculta las aristas y revela lo más benefactor de ellas, y lo afirmo porque
aunque Fernando tiene sus ojos azules algo velados por la contemplación de la
vida desde 1929, brillan al menor recuerdo, y en su rostro, en el que se han
aligerado sus facciones proporcionadas y contundentes, aflora de continuo una
sonrisa plácida y bienhechora. Las mañanas las pasa merodeando por el antiguo taller de San Antonio; algunas
tardes, en el Casino, a jugar a la “subasta perrera”, con el exalcalde Luis,
Miguel, el de la Funeraria ,
el maestro Tomás Astorga, Julio Sahagún, Rafa Tagarro y Jesús González. Y
convive con la añoranza de tantos que ya se han ido, como su hermana Mari
Carmen, el mes pasado, Pepe, de La Mallorquina , en octubre…; y, Mercedes, ¡cinco años en el pasado marzo! Mercedes
Villada Rodríguez, su esposa, excelente bordadora de entre las que en el taller
del Hospicio aprendieron este arte y que de niña llegó a esta ciudad porque a
su padre lo destinaron como sobrestante de su Estación.
A los seis o siete años, me dice con
naturalidad y gracejo, “yo era un
sobresaliente cantando”, “el niño bonito”, en el Grupo Escolar de la calle Los
Sitios: que había que poner la bandera o encender los braseros, Fernando, que
había que cantar canciones vascas con el querido maestro don Valentín, pues
Fernando. Pero no fue con este o con otros maestros como don Domingo, don
Manuel García, don Esteban o don Juan Seco, con quienes aprendió las primeras
letras sino con la señora María, la Ti Petaca , en su casa de la plazuela de Santo
Domingo, como los demás párvulos del barrio de Cañinas, San Juanín y La Soledad. Recuerda
de ella que se auxiliaba de bastón, pues andaba encorvada, y de los chupilargos de caramelo que les
vendía por unos céntimos y que partía a la mitad para degustar en la mañana y
en la tarde. Cuando abandonó el Grupo, con catorce o quince años, y se
incorporó al taller familiar, continuó con clases particulares, con Laureano, en
la calle del Cabildo, y los Hermanos de La Salle.
Continuar
un negocio y oficio, el “Taller de carros y arados Lorenzo Alonso”, cuando
es costumbre y modo de vida familiar, era lo más natural del mundo, más para un
niño que al final de las clases, diariamente, se subía a una silla para dar al
fuelle y avivar la fragua. De aquella cuenca abrasadora salían todo tipo de
herrajes incandescentes, para
ensambladura, como clavos, bisagras, argollas y pulseras en escuadra; francaletes
para enganchar las caballerías al collarón, tentemozos para sostener el carro
mientras se enganchan las caballerías; del horno cercano, al que se daba fuego
con urces, los aros para las ruedas; y
de la carpintería las “atibas”, los cabiales para la unción de las vacas… Todo
un arte. De ahí que Pablo Llamas, el competente monitor que fue de forja y
metalistería en la Escuela Taller
Municipal, requiriese su maestría para algo que hoy en día ya pocos alcanzan a dominar: “caldear”, empalmar el hierro sin
soldadura cuando sale del horno derretido. Ajenos a estas habilidades no fueron
los mandos militares cuando, a los 21 años, se fue a hacer la mili a Gijón,
pues en la carpintería del acuartelamiento, con la graduación de cabo, le
encomendaron fabricar dos carrocerías para camiones y toldos para los carros de
servicios. A él acudimos cuando hubo que
fabricar la llave para la antigua cerradura de las portonas del restaurado
palacio municipal.
Hace mucho tiempo que las vacas y bueyes desaparecieron en el
laboreo, y las caballerías, totalmente, no menos de quince años. Majestuosos tractores, bien equipados según la faena, y cosechadoras se mueven hoy en día por caminos compactados. La decadencia, el fin
de una fabricación artesanal los ha
vivido Fernando: con la incorporación de las ruedas de goma que sustituyeron a
las antiguas de radios emanados de la calabaza y con aros incrustados en
pinazas. Se fabricaron remolques para las caballerías y se adaptaron,
o se hicieron nuevos, para los
tractores, que fueron implantándose a partir de la pasada década de los sesenta,
hasta la reciente costumbre de su adquisición con todos los acoplamientos.
Hermosos carros, rejas, “atibas”, trillos, engavilladoras, remolques, se conservan en toda la contorna; en las afueras de los pueblos, rastros (colmenar de caracolas), vertederas y
gradas se oxidan entre la maleza. Constancia, en último término, de un ancestral oficio: el de carrero, que no fue solo aquí propio de
los Roquines (su tío, Pedro Alonso, uno de los promotores de la construcción de
la Plaza de
Toros en 1900, poseía taller de “reparación y construcción de carros” en la
calle del Pozo); otros, como los Miranda, se acomodaron a los nuevos tiempos, con la fabricación de carrocerías
para camiones, cerchas y otros soportes para las obras de fábrica. Para el
recuerdo queda aquella costumbre de los campesinos, los cuales, antes de
llevarse el flamante carro pintado, invitaban a una buena comilona, con
aderezados pollos de sus corrales, en las cantinas de Maruja o de Avelina.
En agosto, los astorganos celebramos las
fiestas patronales desde tiempos pretéritos con toda suerte de espectáculos. En
las últimas décadas han gozado de una gran impronta creativa local. Una de las
primeras agrupaciones en sumarse a este empeño fue la de los Aficionados al
Arte Lírico, sucesora de Los Macacos del Centro Segura, antes de la Guerra , y de la existente
en los pasados años cuarenta. Cuando, a
las ocho de la tarde del 24 de agosto de 1985, en el Teatro Diocesano, algunos
de nosotros, de la corporación municipal,
vimos subido el telón, abrimos los ojos: parecía increíble que aquella
agrupación musical, que había nacido en la Asociación de
Jubilados, con medios muy precarios, en la propia Biblioteca, fuese
capaz de representar con aquella calidad la zarzuela La del Soto del Parral, dirigida por Pedro Gómez. Fernando actuaba de tenor,
Luci García Baños de soprano, Goyo
Sánchez de barítono, Mari Manteca de triple cómica e Ignacio Pollán de tenor
cómico. Ni en estos, ni en tantos otros
que nos ofrecían tal espectáculo nada sería comprensible sin su anterior
afición musical. Como sucede con Fernando, desde niño hasta hoy: en la escuela,
en la iglesia del barrio con Antonio Celada, Perina, y José Ramón Geijo, en la tuna que dirigía Ángel Julián,
hijo, cuya madrina era Pía Carracedo y el presidente Miguelito Tarambana; en la Coral Astorgana , en la Novena de los Dolores, en
verbenas, celebraciones, como las del Real Madrid, en actos del CIT; como vocalista ocasional de
las orquestas Los Brisas, La
Monfortina y Jazz Alonso…
“Mi hermano Juan (con el que compartió el negocio durante años) y yo, mientras
trabajábamos, siempre cantando”. Cantar, ¿cantar para qué, Fernando?:
“Pues para llevar la armonía, Juanjo,
para llevar la armonía”.
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DOS CEREZOS PARA MARTÍN
Juan José Alonso Perandones
Ya pasan de las ocho de la tarde de este Martes Santo / 2015. Genaro Prieto,
que junto a su esposa Valentina Martín cuenta con gran almacén en la calle de San
Dictino, se dispone a echar el cierre al
establecimiento: introduce, con una ‘transpaleta’, los grandes árboles con
cepellón que se muestran en el exterior,
y en un santiamén ha dejado colocados en la amplia nave los carros con bandejas de plantas de
hortalizas, algunos útiles de labranza y para la ganadería, y retirado bombonas
de butano. Cuando abate la gran puerta basculante se lleva uno
un grato olor a pienso,
que está distribuido en sacos por grandes estanterías adosadas, y a los
cereales que se almacenan en el
suelo. Con igual presteza, echa al interior de su furgoneta una pala, una
azada, una paleta de vivero, varias
garrafas de agua: vamos a El Buyeiro con dos cerezos, de raíz viva, que ha
depositado primorosamente junto a las herramientas.
Aunque confundimos el camino, y tomamos el de más arriba, bien mereció
la pena pues nos adentramos en un bosque, y tanto en el corto tramo de ida como
en el retorno, salían por doquier de las madrigueras conejos, y fue una suerte
el verlos corretear ante nosotros porque
muchos de ellos no sobrepasarán el verano por la incurable mixomatosis; da pena
el pensar que a criaturas tan coquetas y gráciles se les hincharán los párpados y la cabeza, y
sus ojos quedarán ciegos, como quemados por un ácido. Nos encaminamos, finalmente, por el camino verdadero, que está más
cuidado, y pronto llegamos a El Buyeiro: una suerte de pago en el Valle de
Rozas, en esa extensa cuenca compartida
por Estébanez y San Justo, colindante con la nacional que nos comunica con
León, y por el otro extremo, el noreste, con
continuación en otros dos valles, el de El Fanal y Los Ramos.
Antiguos caminos hoy perduran en ellos y permiten enlazar ambos pueblos y
llegar directamente a Benavides; incluso con parada en la restaurada Fuente de
los Carreteros, donde mana un generoso chorro que salpica y corre hacia un cercano abrevadero.

Elegimos los enclaves donde plantar los dos cerezos, y decidimos que
uno, al lado de la casa, al abrigo de las cinco corpulentas encinas, y otro
cercano al pozo, en la propia vaguada.
Genaro es hombre generoso y de palabra: un día hablando con Martín comprobó que
le gustaban los cerezos, por eso estamos aquí, para complacerlo, a él y, con igual estima, a su familia. Mi papel no es otro que el de
comparsa, pues es el suyo un brío que a mí no se me alcanza: el terreno de la
poza primera es un turrón de pedregal y tierra rojiza, mientras que la del pozo
es de tierra fértil; nada se resiste a
su paleta de vivero, pues la adentra en la tierra como quien horada con una
cuchilla. Hay que plantear bien la disposición de los arbolillos, emplazarlos
bien enhiestos, y una vez arropados el agua se encargará de dejar apresadas sus
raíces.
Todas esas labores vamos haciendo mientras uno se figura a Martín, de
niño, correteando por entre estas encinas, empapando sus pies en la pradera humedecida, aprendiendo
los nombres de los árboles y los más variados de la ganadería y de la sementera,
todo ese vocabulario de costumbres, de paisajes agrarios de Estébanez que nos
legó para encumbrar el cotidiano vivir: la fiesta y el juego, el laboreo y
la plegaria… No hace tanto, en el verano de 2013, que merodeaba por aquí, en sus reposos hospitalarios, con ese optimismo
vital pese al maligno e impertinente “bicho” que le retenía las piernas y el
aliento, y en verdad que por este pago sigue,
pues uno siente como propio este paisaje por su mirada. Lo imagino, en tiempo venidero, por cualquiera
de estos parajes, si estos dos cerezos prenden y dan fruto, el “summit” del
pozo, con cerezas de rojo intenso, y el otro, el “napoleónico” del encinar, con racimos de
gruesas cuentas amarillas enjuagadas en carmín; lo imagino, decía, correr, para ocultarse, de
una a otra encina, como cuando de niño
jugaba al escondite, y contemplar complacido
cómo Gemma, sus hijas y sus nietos degustan a la fresca tan rico manjar.
Volvemos a casa casi de noche por rumbo cierto, y siento una ligera
satisfacción porque cuando Genaro me invitó a realizar juntos esta labor me
preguntó a ver cómo se llamaba este pago, trastabillé la lengua con palabreo,
pero acerté a decir: El Buyeiro. Que te quede claro, Genaro, El Buyeiro del
pregonero del Órbigo, del cronista de Astorga.
LA ZAMORANA
Juan José Alonso Perandones
Nosotros,
ya de niños identificábamos la calle de entrada a La Zamorana por García Prieto como la calle Ancha;
denominación atribuida en razón de sus coetáneas, pues hasta tiempos recientes
era bastante angosta en su embocadura final. Muy transitada, nos llamaban la
atención los borricos de las lecheras con cántaros en los serones, en las aceras de enfrente, y los dos escaparates comerciales de este
establecimiento (uno de ellos en calle Pío Gullón), donde Mario de Francisco
conjugaba sus cualidades de pintor y de decorador. En esa cruz griega que
conforman las dos calles nombradas y
Postas y Marcelo Macías con el Bar Correos y el señorial Hotel Moderno, bullía
la vida comercial de la ciudad, y era lugar de labores de descarga y de
conversación, por lo que rara vez no tenías en tu caminar que abandonar
continuamente las aceras; no era mayor problema porque en la ciudad las
furgonetas y coches no abundaban, y algún caso había en el que el reparto se
efectuaba de forma rudimentaria; baste recordar la pintoresca estampa de Caste
o Pepe Silva pedaleando en una bici-carro para surtir a los clientes de la
pescadería La Coruñesa.
Este edificio de la droguería La Zamorana era de postín,
con su escudo nobiliario (repuesto en el actual edificio), y de mucho ajetreo:
no solo porque en la planta baja también se hallasen la pescadería de Quinito y
el bar La Guitarra
con su celebrada tortilla de patata (de misteriosa elaboración); la peluquería
de las hermanas Chaves, en la planta
alta, gozaba de gran reputación, y allí iban las mujeres de la familia y siempre eran tratadas con simpatía
y afecto familiar.
Aunque a pocos pies estaba el antiguo
edificio del antiguo Casino-Caja de Reclutas, y otros no menos nobles cercanos,
ninguno para mí alcanzaba tanta notoriedad como este de La Zamorana , porque
necesitabas liga para los jilgueros, allí la hallabas, carburo y mecha para
reventar los botes de hojalata, ellos te la facilitaban. A este establecimiento
iba mi padre por sulfatos para la huerta, Blanco España, pintura, cal,
conservador de vino, y las semillas para las plantaciones de berza, que después
vendía, en sus variedades de asa de
cántaro, corazón de buey y bacalán; recuerdo a mis padres en tardes de
sofocante sol en la huerta de la casa blanca del señor Felipe Fernández, en la
que vivíamos (cercana a la vía del
Norte), ir entresacando y atando con juncos de la Moldera manojos de
estas plantas que después eran enviadas
en tren, dadas las facilidades por el oficio de mi padre, ferroviario. Allí
compraba mi madre la cera con la que refrotaba cada poco tiempo los pisos
entablados, la piedra pómez para tener impoluta la cocina económica; y el
Sidol, al que yo le tenía una especial querencia, porque cuando con él
abrillantaba los herrajes y la tapa del calderín de la cocina, las manillas de
las puertas, me parecían aquellos dorados relucientes como los de la lámpara de
Aladino, algo fino y exquisito en aquella
casa que, como tantas entonces, no contaba más que con los objetos y
muebles imprescindibles para el desenvolvimiento de la vida cotidiana.

los polvos Caron; esmaltes de colores para las uñas,
y para los hombres el Crecepelo SyJ38,
que causó furor entre los astorganos con calvicie en la pasada década de
los 50; fue invención del jesuita Isaac
Montero, de quien dicen se llevó consigo a la tumba la fórmula de tan
prodigioso producto. De todas estas esencias, aunque era costumbre el
espolvorear hasta las casas humildes con
colonia, a mí me prendaba el frasco acaramelado de mi padre, el Floïd, y me pegaba a él cuando se afeitaba
con la barbera, porque al final se
rociaba la cara con este masaje de aroma “suave mentolado”.
El haber trabajado el señor Tomás en la
farmacia y rebotica de don Paulino (que fue alcalde, padre del anterior
cronista, don Luis), en calle Postas, regentada después por Segundo Flórez,
junto a su experiencia anterior, le otorgó conocimientos para la elaboración de
jarabes, píldoras y sobres para tomar “a ojo de boticario”. Nunca descuidó este
afán curativo, pues junto a las semillas de remolacha, nabos, maíz híbrido,
lino, de berza, ya citada, en La
Zamorana tenía Prudencio, el célebre curandero de San Justo,
su botica: allí enviaba a sus pacientes para que el señor Tejedor y sus hijos
les dispensasen en sobres de cien gramos la medicina natural recetada (“rocío
de sol” o drosera, pulmonaria, tusílago…). Avezado era para la publicidad, pues junto a los cuidados
escaparates, contrató con una empresa los bonolotos, una suerte de rifas que se
entregaban en razón del consumo y que aireaban a la hora de dar el premio a los
afortunados.
Dos puertas siempre abiertas, dos
escaparates con remolachas y otros frutos
pintados, aromas, esencias, olores aceitosos; señoras con bolsas,
astorganos y comarcanos con bicicletas cargadas en su portaequipajes, o
con fardeles y cestas, para transportar la mercancía
comprada; y el buen son de una publicidad netamente de nombres
españoles, inspirados en religiones orientales, en la literatura costumbrista, las artes y la naturaleza, con rostros sin más
artificio que el despunte de su propia belleza. Dicho queda: para muchas generaciones La Zamorana no les ha sido ajena.
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Foto de Andrés Palmero. Edificio de La Zamorana, ya cerrada , y de otros establecimientos. |
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17, 9, 2014. Nuevo edificio que ha sustituido al anterior, con el escudo repuesto |
Como se puede observar en las dos fotos, la nueva edificación mantiene una nueva alineación en ambas calles; ya se ha dicho también que el último tramo de García Prieto ha sido ensanchado.
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MAXI ARCE, EL SILBIDO DE LA TIERRA
Juan José Alonso Perandones
Las cimas más altas que se contemplan del Teleno desde la
iglesia de Chana de Somoza, Las Reguerinas,
aún conservan una hondonada de nieve. Los vecinos están endomingados
porque es la patronal de Santiago
Apóstol, y el generoso campanario, a
punto de iniciarse la ceremonia de fiesta,
está repleto de jóvenes que acompañan a un maestro dispuesto a tañer los
sones de fiesta. Son dos grandes campanas las que soporta la compacta
espadaña y a través de ellas se divisa
un oleaje de altiplanicies verdosas en la cercanía, y en el horizonte malvas y
azuladas, y se insertan, apenas sin transición, en la bóveda celeste con un
ligero resplandor. Para un auténtico tamboritero, el público es siempre su
satisfacción, incluso en días como hoy, en los que se reconoce una vida de amor
a la tierra, a la que se trabaja y canta. Eso me viene a la cabeza mientras
observo, sentado cerca de mí, en un banco aledaño a la puerta de la iglesia, al
apreciado tamboritero. Están recitándole versos como homenaje desde el atril
del altar, y nadie se sorprende de que Maxi no esté en lugar preferente sino
alejado, cerca de la puerta, con el tamborín sobre la pierna izquierda, preso
pero no apretado por un brazo cuya mano sujeta la flauta y el sombrero. Observo
que declaman y declaman versos a su pasión por esta tierra, como si él fuera su
más granado fruto ancestral, y algo se empapa su cara con un ligero sudor,
brillan sus ojos claros, y aprieta un
poco los labios, pero sin alterar su natural expresión. No sé qué pasará por su
cabeza ante tal torrente de versos; pero quiero pensar que quizás imágenes de
cuando niño, como tantos niños entonces pastor, con una flauta y una lata por
tamborín por estas montañas de la Providencia. O de adolescente, aquella tarde
en que capaz fue de amarrar la oveja preñada y tirar, tirar de ella
entre bramidos aunque el lobo se
llevase en los dientes una de las ubres de leche hinchada; o quizás esté rememorando las virtudes de
sus perros, compañeros fieles, que cuidaron los rebaños encomendados; en todo
caso, los amores y estas montañas que nunca ha abandonado, a
no ser por obligación militar: las de Rabanal, Piedras Albas, Chana, Folgoso,
Villar de Ciervos, Fonfría del Pero, La Maluenga...; todas ellas con los
nombres de sus pagos y hacenderas, de sus parajes, y de sus ríos y manantiales,
y de sus árboles y de sus frutos.
Hay un espacio de singular relieve, el amplio corredor en el que los ábsides catedralicio y episcopal se disputan la belleza: en su semicírculo de nervaduras, blanquecinas o terrosas, y en los remates con sus balconadas caladas. Si la Catedral impone ahí su presencia con ciclópeos arcos y estilizados vitrales, el Palacio reclama nuestra atención con una mesurada textura de ojivas y su propia réplica de parteluces vidriados. Pedro García ha elegido esta otra entrada del atrio, que da paso a la sobria portada renacentista, tan opuesta a la filigrana barroca en la que descansa el hastial que abraza las gigantescas torres y donde Ángel Villafañe recoge su presencia.
De la
foto que hasta este momento solo había tenido a mi alcance de un Ángel Julián
no es su espesa barba y tupida cabellera las que me habían llamado la atención,
sino la chispa de sus ojos, esa mirada penetrante con la que algunos nacen y
que se les aviva con las cicatrices de la vida; al igual que Mely, pues el
tiempo no ha marchitado el brillo y la viveza de sus ojos, y menos aún su
capacidad para afrontar la bonanza y la malaventura que la vida, según la
suerte de cada cual, va dejando en nuestro tránsito. Como son otros los
matices que yo pretendo conocer de su abuelo, no le pregunto por sus
obras poéticas, musicales, dramáticas, porque ya nuestro cronista, don Luis, a
ellas dedicó generosas páginas en su Historia del teatro en Astorga;
y José Antonio Carro, Enrique Ramos Crespo y Martín Martínez sendos
artículos y reseña biográfica, publicaciones todas ellas de interés y de fácil
acceso; a buen seguro, además, que en el nuevo homenaje y agradecimiento que el
Ayuntamiento tributará a él y a su familia en este agosto serán recordadas.
Comentamos cómo hay varios momentos en la vida de Ángel Julián que determinaron
su destino: la crianza con sus cuatro tíos solteros, la saga de los Rubio Silva
(el único casado, junto a su madre, Eulogia, fue Tomás Rubio, con fábrica de
chocolates y mantecadas La Perla Astorgana desde 1850 en el camino de Nistal).
Su abandono del Seminario a los doce años con el calificativo de “reprobatus”,
su formación musical con el maestro de capilla Venancio Blanco, su labor de
ayudante en la escuela de párvulos que su tío Manuel Rubio regentaba en los
bajos del caserón (en La Cubera, 9, actual Martínez Salazar, hoy
reemplazado por un nuevo edificio con original homenaje en su
alero). Su matrimonio con Florinda Velasco, el establecimiento de la imprenta,
una vez que han fallecido sus padres y tíos maternos, en la citada casa
familiar. Y su misantropía.
Zancuda y
Colasa hace un rato repicaron las nueve y la lengua de fuego rompe en cascada
hacia la ladera oculta del Teleno. Mientras camino por la muralla me recreo en
la mente y en las manos de un Ángel Julián capaz de superar a Terragnolo
cuando con su piano, absorto del patio de butacas, improvisaba tristeza,
alegría, desesperación y templanza en las primeras películas, mudas, del Cine
Velasco. Apuro el paso, pues tengo interés por ver en mi ordenador un
envío de nuestro también querido director (nunca quien muestra su valía y
cariño por la ciudad deja de serlo del todo) Ignacio Climent: sus fotos
personales, desmenuzadas, del tesorillo musical de Ángel Julián, que su hijo
Ángel se llevó para Villanueva de Castellón, que conservó como oro en
paño y que su viuda, Amor Mena, le entregó con el fin de que dispusiese cuál
habría de ser el mejor destino para bien tan preciado. Nacho, así de
familiar es para nosotros, lo ha entregado al Ayuntamiento, y su depósito
para exposición ha de ser la casa de los Panero (junto al patrimonio de
Evaristo Fernández Blanco). Como he verificado con anterioridad en la Academia
(donde este bien está ahora custodiado), es una caja de madera
francamente valiosa, con su aldaba, de pequeñas dimensiones (27,5 x 13,5; 9,5
de alto), y dentro contiene los plumines y los punzones fabricados de forma
artesanal en Alemania, rematados con claves, sostenidos, bemoles y
becuadros en bronce. Útiles no para un moderno impresor, sino para un
iluminador medieval, con grandes dotes de dibujante y músico. Este
tesorillo, con sus punzones y plumines para la elaboración de una impresión
artesanal, consistente en traspasar el dibujo en tinta fresca sobre papel
“perure” a una piedra o plancha de zinc, fue su cultivada pasión, ruinosa
económicamente, pero capaz de colmar su talento musical y artístico y, quizás,
de aventar ocasionalmente las cicatrices de su vida.
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CARNICER, EL VICARIO Y GAUDÍ
Nota: acerca de la documentación sobre los ángeles, se han aportado nuevos datos con posterioridad, y se ha corregido la fecha de envío. Rezaba con anterioridad el final del primer párrafo: "Exiliados de lo que debería haber sido su soporte natural, tampoco han merecido sesudos estudios, poco más que la datación de la fábrica de su fundición, Real Compañía Asturiana de Minas, y su tardío envío, 1913.".
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MAXI ARCE, EL SILBIDO DE LA TIERRA
Juan José Alonso Perandones
La 142, como gran parte de las
carreteras de Maragatería, tiene la
capa de rodadura blanquecina, de tan desgastada, y por estas fechas cada año
saturan sus baches con emulsión y areniscas. El problema para mi vieja moto
Piaggio, de carrocería y ruedas pequeñas, no es tanto las protuberancias de la
calzada, ni la deformidad de su castigado lomo, sino la gravilla residual, que
provoca leves derrapes; así que hago caso de sus advertencias y reduzco aún más
la velocidad. Camino de Rabanal no importa
el tiempo en esta mañana del 27 de julio de dos mil catorce, para más
señas día de homenaje a Maxi, en Chana
de Somoza, su pueblo natal. Los peregrinos, en bici o a pie, suben con su
pensamientos y yo con los míos: cuando el día de la boda, para la sobremesa, acudí al señor Antonio, de Danzas de
Maragatería, a solicitarle un tamboritero discreto que nos acompañara en la
sobremesa; siempre tan atento, no lo
dudó un instante: Maxi, el afamado tamboritero de Rabanal del Camino. Es
mediodía, ha alcanzado su plenitud ese sol incandescente de julio y el Teleno en la distancia, omnipresente, se
arropa con el acolchado violáceo de las urces; los peregrinos caminan con sus
pensamientos, y yo con estos míos, los de aquella tarde en que me maravillaba
de cómo de la flauta del tamboritero
tan pronto fluía una bailina como un pasodoble, y hasta mentira me parece, al
revivir aquella alegría, que se hayan ido
para siempre tantos seres queridos. En la calle Real de Rabanal hay
gentes de todos los confines del mundo; franqueo la puerta carretal de su casa,
de modesta fachada, y lo llamo con contenidas voces; su mujer, María Fernández
Argüello, me recibe con esa reciedumbre
propia del pueblo maragato, con aplomo y dignidad, y me manifiesta, bajo un
hermoso corredor de barrotes torneados,
que Maxi ya ha bajado para Chana y que ella no puede asistir por el impedimento de su enfermedad.
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Para un buen tamboritero su satisfacción es la del público. Y
así es, porque lo veo salir sin esperar a que finalicen los sonoros aplausos
que fervorosamente le dedican; se sitúa a la salida misma de la iglesia, junto
a la cancilla con celosía, sin entorpecer el tránsito, dispuesto, otra vez,
para acompañar en la festividad a los hijos del pueblo. Así viste y calza
Maximiliano Arce Simón, de 77 años muy trabajados, hijo de Cándido y de
Faustina, que tomó por esposa a María, la hija del gran tamboritero Antonio
Fernández Rojo. Fluye la gente del interior de la iglesia y no puedo evitar
sentir admiración: erguido que no tenso, por ello lucen más sus proporcionadas
facciones; el sombrero justamente calado, la flauta descansada en el meñique,
el tamborín sin el menor bamboleo, y un ensimismamiento como si de cada soplo y
nota emanara el silbido de esta tierra. Admiración, la misma que el día de la
boda, porque hoy, como entonces, como sucederá
en el homenaje que tendría lugar a continuación en la plaza de Chana,
en ningún momento ha desalojado de su brazo el tamborín, de su mano la flauta,
y cuando se ha quitado o calado el sombrero lo ha hecho con el respeto y
atención necesarios para no desmerecer las otras piezas de este hermoso traje de
paño negro, y chaleco y cinto rojos con hermosas bordaduras de leyendas, hojas y flores. “Lo llevo en la
sangre”, clama ante los vecinos
que lo agasajan en la
Plaza, y “pido a los jóvenes que transmitan, que no pierdan este
legado que en la sangre llevo”.
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Dos pintores en la Corte de Pedro Mato: Ángel Villafañe García (I)
Juan José Alonso Perandones
No están al servicio de rey o de noble, para colmar su deseo de inmortalidad con retratos propios o de la familia; tampoco se han aventurado a probar fortuna en la colina de Montmartre, en el encantador barrio parisino de santidad y pecado que siempre ha cobijado a los pintores. A Ángel Villafañe le han permitido disfrutar del atrio catedralicio, aledaño al Hospital, y se muestra recogido con sus plumillas, como quien no desea que su simple presencia, en el poyo corrido que soporta las sobrias verjas con pespunte anillado, suponga molestia alguna. En el costado opuesto, cercano a la otra entrada enrejada, sobre los restos enterrados del santuario y el coro de la antigua iglesia altomedieval, Pedro García aposenta también muchas mañanas su caballete y una mesa con carpetas, sin tomar nunca asiento ni abandonar el pincel, que es como una prolongación natural de su mano.
Comprendo bien la importancia para Ángel de los tebeos que su padre, cuando era niño, le llevaba de Papelera Astorgana. Del desecho, de ese papel que en toneladas era arrojado al 'púlper' para ser triturado por sus aspas gigantescas, se libraban esos cuentos con dibujos que tanto le impresionaban y pretendía imitar con lápiz de carpintero y pinturas Alpino. Digo lo comprendo porque para mí también era un festín cuando mi padre volvía de su trabajo en la Estación con alguna novela, de Estefanía muchas, que los viajeros dejaban en los trenes.
Para Ángel la escuela es la vida: nacer en El Postigo; y aprender a jugar en los patios de la guardería cercana de Las Candelas, y a disfrutar del campo abierto de las casas de La Majestad, cuesta abajo por la vaguada hacia El Mayuelo, o aventurándose hasta la mina ferruginosa de El Sierro, donde decían que había un laberinto de galerías profundas con vampiros, sacaúntos y fantasmas. Con la memoria del abuelo materno Manuel, Juramentos, y con sus herramientas por la casa: el cepillo y la garlopa con que desbastaba la madera, la gubia y el formón, martilleados en su empuñadura, y con los que decían hacía brotar una lluvia de virutas acaracoladas. A Ángel le gustaba tener entre las manos aquellas herramientas con las que podía trazar relieves en la madera.
Nunca un arte ha de ser único, ni se aprende del todo: es posible dibujar retratos y caricaturas para El Faro o El Diario y satisfacer en la Escuela Taller municipal, de la mano de Abel Sierra, el sueño siempre apetecido de aprender a modelar la piedra. ¿Porque quién dice que la piedra no es dúctil?: se puede trajinar en un taller, en la propia roca, o en la carbonera de la casa familiar de La Majestad. De la habilidad de sus manos han nacido escudos, estelas, fuentes, lápidas, para casas nobles y cementerios, bebederos y alcores, todos imperecederos.
Cualquier lugar de la tierra es para Ángel habitable: Astorga, Matavenero, los años en Alemania prendado por las catedrales góticas, las visitas a otros países europeos para dibujar las catedrales góticas, el gótico, es el gótico donde hay equilibrio entre lo compacto y lo etéreo, entre la piedra y el dibujo vidriado... Y ahora de nuevo en esta serenidad, en la casa de La Majestad, o en el atrio catedralicio ante la portada de los tres lóbulos bordados, con las plumillas, con los rotuladores, trazando los perfiles de iglesias, catedrales, figuras humanas y religiosas inspiradas o surgidas de ese fondo caótico que brota en materia artística y que él plasma con tinta, acuarela y óleo.
Ninguna otra forma de expresión es para él menor: el rotulado, la ficción del 3D... Todos pueden ser recreados: políticos, deportistas, el 'rappero' francés Nuts, templarios ¡ah, la fantasía gótica!, templarios que salen de la Catedral por la puerta barroca y que hallan a sus pies, diminutos, los más nobles edificios de la ciudad. Lo real y lo onírico, lo religioso y lo profano, la figura y el paisaje, el color y la simple línea; y el deseo, que quisiéramos ver en él colmado, de dibujar todas las catedrales góticas de España, y de verlas impresas como las de Astorga y León en el repertorio de Narciso Casas.
Aunque Ángel Villafañe es casi etéreo en el poyo corrido del atrio y solo levanta la cabeza cuando algún viajero, peregrino o turista se acerca a interesarse por sus láminas, presiente y disfruta en todo instante la inmensidad de la belleza cercana: como un heterónimo de esos orfebres que tallaron las figuras humanas y celestiales en esa piedra de la portada evangélica, y bellos escudos en las láminas verticales, casi infinitas, de las torres catedralicias que la flanquean. Eso es, como un orfebre.
https://www.youtube.com/watch?v=7BdmkJHMaFM (en Matavenero, dibjujos)
////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////Dos pintores en la Corte de Pedro Mato: Pedro García González (y II)
Juan José Alonso Perandones
¿Por qué Astorga y no Madrid, la capital en la que la abuela Emilia, Emilia Argüello Pedrosa, de la saga de los Sibutos, hortelanos, abrió tienda en el barrio de Legazpi? Quizás Pedro sea fruto de esa querencia por la tierra que se transmite de generación a generación; y que prende en quien, aunque no nacido aquí, apenas develados los ojos e iniciado su trotecillo accidentado, despabila cuando oye de sus mayores comentar que proceden de un maravilloso país de huertas frondosas, donde las patatas, los tomates, los pimientos que se llevan los clientes nacen primeramente en bosquecillos de ramas cuajadas de flores.
Le hubiera gustado ser arquitecto, pero fue una meta que no pudo o no supo alcanzar. Siempre ha mantenido su aspiración de vivir, aunque finalmente difícil vivir fuese, de aquello que uno puede crear o recrear. Empezó a dibujar con carboncillo en la Escuela de Artes y Oficios de Moratalaz, y pudo asistir un año como oyente a las clases de pintura mural de la Facultad de Bellas Artes; ya en Astorga, participó en el módulo de carpintería de la Escuela Taller municipal. Pero su verdadera escuela ha sido la calle, y ese Madrid repleto de museos, el Prado, Sorolla..., espacios de singular belleza donde pasar felizmente horas y horas ante las obras de los mejores pintores del mundo.
Hace ocho años Pedro decidió alejarse definitivamente de la capital, de su plaza Mayor donde compartía espacio con otros muchos pintores, y asentarse en el nuevo edificio, levantado por sus padres en la calle Zapata, en uno de los extremos de la extensa huerta familiar, donde aún perdura la vieja casa en la que creció la abuela, a dos pasos de la iglesia de impronta gaudiniana. Porque aquí no es como en Madrid “que necesitas un día para entrar y otro para salir”, tiene uno la arquitectura romana bajo los pies, con sus cloacas, termas, suntuosas estancias con mosaicos y pinturas; y ante los ojos el arte gótico, el renacentista, el barroco, el modernista; y a todo llegas por recoletas calles y plazas. Y ya subas a la ciudad por oriente o por poniente divisas un horizonte de policromías donde se asientan hermosos pueblos que capturar con los pinceles.
Importa la luz, esta luz nuestra tan pronto intensamente azul como tornasolada, que también hubieran apreciado Monet, Degas o Renoir. Con la acuarela hay que apresar la textura luminosa del instante: de la misma Catedral, desde el máximo resplandor hasta el descorrer sombrío; del agua de los ríos, de la vegetación multiplicada en tonos verdes, ambarinos y cárdenos; y de los puentes y espadañas, de las casas de piedra y de adobe. Pedro también persigue captar la atmósfera de los pueblos del Teleno, aunque costoso sea en ellos conseguir que su color, al secarse en el lienzo, sea la limpia luminosidad estampada en la retina. Y gusta del óleo, para el retrato, para el paisaje, pero ese ya es otro arte, porque, aunque sin exceso, se puede retocar, mirar y remirar hasta conseguir plasmar un semblante, un leve o intenso cromatismo.
Es esta una época de escasez, en la que el turista, el viajero, apenas se rasca el bolsillo. Pasan los dedos por las láminas, hacia delante y hacia atrás, no ahorran alabanzas al tiempo que comentan sobre los malos tiempos que vivimos, lo bonita que es Astorga, que no se puede uno marchar sin mantecadas, mas apenas compran. Aun así, Pedro no piensa renegar de su libre oficio porque “el verdadero artista es el que, como yo, vive del arte”, aunque este vivir difícil vivir sea.
No es otro el pensamiento de Ángel Villafañe, el otro pintor igualmente protegido en la Corte de Pedro Mato. Corte esta habitada por imágenes divinas, apóstoles, santos y querubines, así como derrotados simios, faunos y dragones, y que el andarín y legendario caballero, desafiante, vela día y noche desde un espigón que se eleva por encima del ábside catedralicio.
Ángel Julián Rubio |
EL TESORILLO DE ÁNGEL JULIÁN
JUAN JOSÉ ALONSO PERANDONES /
El verano
ha irrumpido con un fogonazo de calor y, tanto ayer, como hoy, ocho de julio,
al declinar la tarde, ahora que se agotan las siete, el Teleno es una lengua de
fuego, pero aquí, en el Jardín, reina la umbría y corre un vientecillo
templado. Mely Blanco Julián, Mely, no se hace esperar, y, como acostumbra,
llega con brío y con esa elegancia que solo alcanza quien posee estilo propio y
gusta de la sencillez. Cierto es que a propósito de los actos que el
Ayuntamiento tributó a su abuelo Ángel Julián Rubio, en las fiestas de agosto
de 1997, de la mano de Ignacio Climent y José Antonio Carro, pudimos conocer a
este polifacético astorgano, en cuya persona se resume la vida social y
cultural astorgana de los años finales del XIX y de la primera mitad del
siglo XX: bibliófilo, fundador de periódico y revista, músico y compositor,
dramaturgo y poeta, artífice de una imprenta con diseño propio (para
envoltorios y publicidad de mantecadas, chocolates…); digo bien, Talleres
Gráficos-Julián-Astorga, con la demasía de su impresión musical,
celebrada hoy en día como un arte equiparable, por rudimentario, por su
minuciosidad, al de un iluminador medieval.
Porque le
recuerdo a Mely que cuantos conocieron a Ángel Julián han destacado junto
a su generosidad, su misantropía, su apartamiento, y los más versados
cómo su vida, dado su singular talento, fue en parte una oportunidad perdida,
por su afincamiento en nuestra ciudad, por su fidelidad a su familia… Aludíamos
antes a las cicatrices de la vida, la más profunda, para Ángel Julián, la
muerte con 44 años, en 1933, de su esposa, Florinda Velasco, nunca se cerró
internamente del todo; pues juntos habían compartido la afición dramática
(a ella, con dotes de actriz, había dedicado tres años antes de su
matrimonio en 1907 el drama social Traineros
y Jeiteros); y sucedió en momentos de plenitud, con sus tres hijos, Eulogia
y Amor, jóvenes, y Ángel, un niño de once años. Pero es ésta otra etapa
de su vida, hasta su fallecimiento a los setenta años en 1952. La
vitalidad, la precocidad y la capacidad de adaptación de Ángel Julián en su
adolescencia y juventud son sorprendentes: a los 17 años ya había escrito
cinco obras literarias de tono diverso, y ocho más antes de los 25. Fue un
joven inquieto, con capacidad de defender su obra y desafiar en 1899 desde la
revista El Céfiro al señor director de El Heraldo Astorgano. A los 18
años con su amigo, y posteriormente cuñado, Conrado Velasco, se fugará e
iniciará una gira de conciertos con el deseo de llegar a París; propósito
frustrado al reclamarlo su familia. Hasta que se asienta definitivamente en
Astorga en el año 20 y abre su imprenta, ha desempeñado diversos oficios
musicales, para sociedades de recreo, la orquesta catedralicia,
Capilla Musical de Santa Cecilia y parroquia de Santa Marta, en Astorga;
para el Regimiento Asturias, para Sociedades, Agrupaciones, Salones
y bandas municipales, parroquias y casinos, en Madrid, Benavides de
Órbigo, Vega de Ribadeo, Mieres, Orense.¡Orense!, como París, otra oportunidad,
que en esta ciudad le ofrecen, y que él desechará, la de sustituir para
la compañía del Teatro Real de Madrid al gran pianista Raffaele Terragnolo.
¿Misantropía? Mely bien dice antes de despedirse que no, que son las costuras
de las cicatrices de la vida, algunas ligadas a la muerte de nuestros seres
queridos, otras a la ruina, a veces todas juntas, como le sucedió a su abuelo
Ángel Julián a partir de los años 30.
Ángel Julián Rubio y Florinda Velasco de Santiago (esposa de 1907 a 1933) |
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CARNICER, EL VICARIO Y GAUDÍ
Si afortunada fue la designación de Juan Bautista Grau Vallespinós como obispo de Astorga en 1882, gran infortunio deparó su muerte en 1893 (fue enterrado en la capilla catedralicia de la Inmaculada Concepción el 24 de septiembre de este año). Los tres corpulentos ángeles de zinc que, con los atributos episcopales, la mitra, el báculo y la cruz, hoy lucen en el jardín, fueron ideados por Gaudí para coronar la techumbre y compartir las ventiscas con el otro figurante y probable inspirador, Pedro Mato. De ahí que en tierra firme, pese a sus tanteos de emplazamiento, no acaben de encontrar acomodo, ni su dimensión sea acorde a nuestra mirada, y aun menos a sus generosas alas conviene un espacio tan pétreo y encorsetado. Exiliados de lo que debería haber sido su soporte natural, tampoco han merecido sesudos estudios, poco más que la datación de la fábrica de su fundición, Real Compañía Asturiana de Minas, el contrato de ejecución, uno de agosto de 1913, su envío a través de Caminos de Hierro del Norte, el diez de abril de 1914, y la conformidad de Guereta con la factura por el segundo plazo de pago, el posterior 14 de noviembre.

Los ángeles son el testigo vivo, inoportuno, del parcial e involuntario fracaso de una sensibilidad compartida por el obispo y el arquitecto, en la que se aunaban complacidamente la estética y la liturgia. El Palacio no dejaba de ser un capricho arquitectónico, un lujo mediterráneo, modernista si se quiere, para una pequeña ciudad del interior con horizonte escarpado; con una concepción más estética que funcional, y aunque financiado en gran parte por el Ministerio de Gracia y Justicia, también era necesaria la aportación de fondos diocesanos (Grau no dejó de mostrar su generosidad con una estimable aportación personal). A la intemperie, pues, quedó Gaudí después de las exequias para las que él diseñó un templete y unos arcos por los que habría de pasar el cadáver embalsamado del obispo, y amigo y paisano reusense, antes de ser expuesto en la Capilla; también se hizo cargo del sepulcro, con la más breve y expresiva inscripción que en el rito eclesiástico, de por sí fastuoso, imaginarse pueda: 'JOANNES, 1893'.
Cuando fallece un obispo, hasta el nombramiento de su sustituto se hace cargo de la Diócesis, con potestades limitadas, el vicario; transcurrirá un año hasta el nombramiento del nuevo prelado, Padre Vicente Alonso y Salgado. Los meses posteriores al fallecimiento de Grau, como bien está recogido en la prensa local y por el cronista don Luis Alonso Luengo (Gaudí en Astorga, 1954), fueron tormentosos: la Junta Diocesana de Construcción y Reparación de Templos, de la que formaba parte el Cabildo, y cuya presidencia ya no ostentaba el obispo Grau, cuestionó la oportunidad de la obra, su funcionalidad, su costo..., sin una mayoría con luces suficientes para comprender el significado arquitectónico-religioso de una obra singular. El 11 de julio de 1894 quedarán paralizados los trabajos, con la planta noble sin terminar y, por tanto, sin iniciar tampoco el ático; con anterioridad, el 8 de enero, ya se había tenido que hacer cargo de las certificaciones ejecutadas un nuevo responsable, el propio de la Diócesis, que será provisional. Gaudí había enviado al vicario una carta de renuncia como director de las obras el 4 de octubre anterior. La continuación del Palacio y su dilatado remate final serán cometidos de otros arquitectos, pues las intensas gestiones de otro obispo, también de fina sensibilidad, Alcolea, en 1904, por reiniciar las obras con la recuperación de Gaudí, fueron infructuosas.
Los últimos meses de 1893, sin la presencia del carisma y la apertura de miras del obispo Grau, fueron agitados en la ciudad, con partidarios y detractores del palacio a medio terminar. Y las discusiones de Gaudí con el vicario y el Cabildo debieron de ser sonadas. Ramón Carnicer en las primeras páginas de su libro autobiográfico, Friso Menor, cuenta el papel desempeñado por su familia en Astorga (de donde era natural su madre), tanto en el aspecto empresarial, en calidad de dueños de la gran fábrica de curtidos aledaña a la iglesia de San Andrés (la finca al lado del Cabildo), como en la política municipal. De su abuelo Ricardo, que gestionaba la empresa con su hermano Domingo, narra esta conversación, previa al abandono definitivo de Gaudí, de la ciudad y de la dirección del Palacio: “El abuelo Ricardo, se decía en casa, era hombre generoso, dramatizante a veces, con grandes aptitudes para lo cómico, suscitador de armonías. En el paseo de la muralla astorgana terció un día para que el vicario de la diócesis, vacante por el obispo catalán Grau Vallespinós, y el arquitecto Gaudí, iniciador por encargo del obispo fallecido del palacio episcopal, no se trabaran a pescozones y puntapiés tras los insultos en que se enzarzaron por desacuerdo entre lo mucho que costaba la obra y la alarmada tacañería del vicario. Como es bien sabido, Gaudí se cansó de la pugna y abandonó la obra”.
Gaudí era un hombre temperamental, tanto para levantar una y otra vez, como Sísifo, la bóveda esferoidal del pórtico, inspirada según don Luis en el conopeo del Sagrario catedralicio, como para no perdonar tanto desaire. La leve inscripción de un obispo, JOANNES, y los tres ángeles, nos recordarán siempre cuán maligna es la torpeza.
Nota: acerca de la documentación sobre los ángeles, se han aportado nuevos datos con posterioridad, y se ha corregido la fecha de envío. Rezaba con anterioridad el final del primer párrafo: "Exiliados de lo que debería haber sido su soporte natural, tampoco han merecido sesudos estudios, poco más que la datación de la fábrica de su fundición, Real Compañía Asturiana de Minas, y su tardío envío, 1913.".
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