Manuel Vicent, con esa
agudeza y singular estilo que lo caracterizan, dedica la columna de este
domingo, a propósito de la concesión de nacionalidad que estudia el Gobierno, a
los sefardíes descendientes de los judíos expulsados en 1492. El símbolo es la llave, la llave que sin
duda muchos llevarían de sus casas, junto a su gran conocimiento científico, de
la medicina y habilidad comercial.
La existencia de la aljama de Astorga está
exhaustivamente documentada: en la historia episcopal asturicense, en las actas
del Hospital de las Cinco Llagas y de diversas cofradías, como detalla don
Matías Rodríguez en un apéndice de la Historia de Astorga, y por un buen número de documentos relativos
a las contribuciones exigidas por los reyes. Los dos barrios judíos, con su delimitación, que constituían la aljama también son
identificables: el asentado tras el Ayuntamiento, en el perímetro de San Bartolomé,
iglesia de San Francisco y Jardín (en cuyas inmediaciones se encuentran los
restos de la Sinagoga, tal fue el fruto de las excavaciones municipales en 2005); y el cercano a la Catedral, en el
entorno actual de la calle Portería, hasta el alcázar, esto es, el antiguo
castillo de los marqueses.
La falta de documentos conservados, que nos
acerquen a quiénes eran, qué cometidos desempeñaban, en suma, su vida privada y
social, es una carencia importante para la historia local; cierto es, que no
puede considerarse excepcional, pues la persecución, el descrédito que supuso
el tener ascendencia de conversos, el ánimo de borrar su huella, fue algo común
en el Reino.

Ojalá
quiera la ocasión que, como el sefardita de Estambul, que nos menciona
Vicent, algún descendiente de los
judíos astorganos conserve la llave
de la cerradura de la puerta que
franqueaban sus antepasados. Porque encuentre su cerradura o no, será una llave
con una historia en ladino que será de nuestro interés conocer.